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Ahora, desde que era una fulana de lujo, seleccionaba las fiestas y guateques para no encontrarse con viejas amistades de la baronesa, que según decían se había refugiado en Portugal a consecuencia de la denuncia que provocó la caída de un funcionario de Hacienda, y que nunca había sido baronesa. Sí que lo era, le dijo el querido, compró la baronía por doscientos vagones de trigo entregados al gobierno civil, lo sé de buena tinta.

Pensaba no asistir a ese cóctel, pero un policía que años atrás estuvo de servicio en el hotel Ritz, hoy comisario, le rogó por teléfono que no faltara, que tenía una grata sorpresa para ella.

Una torre en Sarria atiborrada de muebles Luis XIV, había más de los que cabían y hasta repetidos, quizá por efecto de tantos espejos donde también se multiplicaban, junto con los avatares de su vida y los fantasmas de sus amantes, innumerables jarrones, tapices y estatuas. Dos pisos y tres terrazas iluminadas llenas de invitados. En la biblioteca, escudados en el humo azul de los habanos y en las panzudas copas de coñac, tres hombres hundidos en butacones hablan de tasas y controles y de una casa de menores disfrazada de Academia de Corte y Confección. Damascos rojos en divanes y almohadones. Un hombrecillo atildado, con botines y corbata blanca, da un respingo en su butaca. ¿Academia de qué, señores? Me lo ha dicho confidencialmente esa rubia…

En el salón, una señora de rollizas piernas con varices se pasea entre los invitados con un sombrero-macedonia. Un teniente de Capitanía vestido de paisano engulle uvas de Almería conversando con la joven esposa de un vendedor de coches. La anfitriona se une al grupo de damas que comentan con un jefe de Centuria, escudado en gafas de luto, la inauguración de un Hogar de Auxilio Social para huérfanos de republicanos fusilados. Estos niños no son responsables, y queremos que un día se digan sin rencor: si la España falangista fusiló a nuestros padres, es que se lo merecían. El empresario sostiene delicadamente el codo de la joven de cabellos platino. Ella se vuelve a saludar al comisario, y los hoyuelos de sus nalgas forradas de seda hacen guiños plateados. Sonriente, el comisario tiene el gusto de comunicarle que la Brigada ha recuperado parte de las joyas robadas hace tiempo, entre ellas un escorpión de oro, y entrega a Carmen una cajita envuelta en papel seda.

Junto al buffet se desploma un caballero de hirsutas cejas canosas, arrastrando en su caída una bandeja con copas y el tirante del vestido de una pelirroja madura. Ríen los comensales, dos camareros enguantados le ayudan a incorporarse, qué, dice el invitado borracho buscando a la anfitriona con ojos turbios pero riéndose, agitando un llavero en la mano, ¿repetimos el juego de intercambiar las llaves del coche con la mujer dentro…? Dos mariconas disfrazadas de gitana se persiguen por el corredor con las faldas sobre las rodillas, estolas de visón y brillantes en las orejas.

El caballero de pómulos de seda abre su pitillera de oro con la firma de los jugadores de su club y ofrece un cigarrillo a su pareja. La rubia, con una mueca de asco, sugiere rematar la noche en la Parrilla del Ritz.

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Entonces era una gordita tímida de busto hierático, acartonado, empaquetado, que ya prefiguraba este de hoy bajo los hábitos. No olvidaría nunca la noche que descubrió casualmente el refugio y su correspondencia secreta con el teatro, un domingo que volvía a casa después de asistir a un baile particular en el piso de una amiga: aún traía en la sangre un hormigueo musical y unos inconfesables deseos de ternura que una vez más se habían frustrado.

Por timidez, desde el principio pidió ocuparse del tocadiscos y las bebidas, y cuando quiso dejarlo ya no pudo. Ponte guapa y ven, Paulina, le habían dicho las amigas, anímale, seguro que hoy pillas novio. Fue su último baile, ya en la recta final de la soltería, en un comedor de maltrecho empapelado y agrios olores conyugales donde habían arrinconado la mesa y subido la lámpara de flecos, y sólo sirvió para reafirmarla en su íntima y todavía secreta vocación religiosa. Las amigas ponían copitas de anís en sus manos sudorosas y flores de trapo en su cintura deforme, conspiraban juntas para alterar la realidad de una figura sin encanto, un vestido cursi y la indiferencia burlona que despertaba en todos. Pero tampoco esta vez encontró pareja y al final tenía los pies deshechos de no moverse y unas ganas incontenibles de llorar. Un poco mareada por el anís, no esperó que nadie se ofreciera a acompañarla y se fue sola por la calle Encarnación enfangada, sorteando los charcos y zigzagueando de un farol a otro para evitar la oscuridad.

No había un alma en toda la calle, hasta que apareció un mendigo. Venía por la misma acera, encorvado y sombrío, sujetándose la boina a la cabeza con la mano. Nada en él llamaba la atención ni había de qué asustarse: era simplemente un vagabundo que venía por la misma acera, sujetándose la boina. Pero veinte metros antes de cruzarse con él, vio que aflojaban el paso y tendía a dejarse caer hacia el lado del bordillo, doblándose despacio sobre el costado. No tendría más de treinta años, era alto y flaco y llevaba gafas negras de ciego, chaquetón azul y alpargatas rotas, sin calcetines. Se golpeó el pómulo en el bordillo. Paulina acudió presurosa, lo ayudó a recostarse de espaldas a la pared y con el pañuelo le limpió la sangre de la cara. El hombre respiraba como un fuelle. Sus dedos pálidos lucían cantidad de sortijas de hueso. No será nada, lo tranquilizó ella, es la debilidad. Él quería levantarse, llevaba algo asomando entre el pecho y la sucia camisa: un candelabro de plata. Paulina reconoció el candelabro, era uno de los cuatro que había en la cripta de Las Ánimas junto con otros objetos del culto, ella misma los guardó allí después de Semana Santa.

– ¿De dónde ha sacado eso, buen hombre?

El desconocido refunfuñó, esquivó sus miradas, se encasquetó la boina y quería irse, dijo que el candelabro lo había encontrado en un refugio antiaéreo donde a veces dormía, junto a la iglesia: allí estaba pudriéndose, alumbrando la calavera de unos chicos, no era de nadie y por eso lo había cogido, a ver si le daban unas pesetas por él.

Poco después, cuando el hombre seguía su camino, ella entraba en el refugio. Así pues han excavado un pasadizo hasta la cripta, se dijo asombrada, prolongando aquella excitación, ya verán cuando los pille. Ardía una vela en el recodo de la izquierda; pero no vio la llama hasta que dejó atrás el fango y el tablón; agonizaba en la hornacina, sobre la cera derritiéndose que cubría la calavera, iluminando los reducidos límites de una reciente conspiración secreta: aún se veían las piedras en semicírculo y encima las pelucas rojas de diablo, los tres candelabros, la lata con restos de pólvora. Oyó sus voces desde el pasadizo, pero al empujar el baúl no vio a nadie en el vestuario. Vaya, tan formalitos en el catecismo y mira, pues se lo contaré al mosén… Pasó por delante de un espejo, agua sucia encharcada que su propia figura cruzaba fantasmal: una mujer bajita y gorda con los zapatos en la mano y una ridícula flor de trapa en la cintura. Mañana se lo contaré al mosén, cuando vaya a confesarme. Había luz al otro lado de la arpillera, en el escenario:

– Tú vas vestida de hombre, con la túnica y el cinturón de oro de San Miguel, con la capa, la espada y el casco. Pero figura que eres una chica, ¿entiendes? Quiero decir que eres una chica de verdad, pero te haces pasar por hombre. Y nosotros no lo sabemos.

– Y éste lucha contigo y os caéis al suelo, y entonces pierdes el casco y se te sueltan los cabellos largos de chica, así, mira, como en La Corona de Hierro, ¿la has visto?

– No.

– ¿Y La Prisionera Desnuda , la has visto, niña?

– Tampoco. Amén dice que tus películas son mentira.

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