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El hombre obedece tembloroso. Mira al carota, después a mí. Puedo oír el viento silbando entre los pinos. Desde la otra ventana del coche le arranco la aguja de la corbata.

– Tú eres un cerdo alemán -le dice Palau -. A que sí.

– No… Yo soy de aquí, de Sabadell, lo juro.

Arruga Palau el ceño sobre los bordes del pañuelo, se dibuja bajo la tela apretada por el viento su mueca despectiva. Para tranquilizar su propia conciencia, insistía:

– Pero eres germanófilo, al menos. A que sí.

– No, de verdad…

– Te gustaría que los alemanes ganaran la guerra, a que sí.

– Que no sé, que yo no entiendo…

– ¡Pues peor para ti, si no entiendes! ¡Más ligero, collons! Encogido en el asiento, los pies bajo el trasero, el hombre ha entregado la cartera con tres mil quinientas pesetas, el reloj de diez kilates y la estilográfica con capuchón de oro. Se quita los gemelos obedeciendo a mi señal. Palau ve en el asiento de atrás un paquete del tamaño de un plumier envuelto en papel seda y atado con un cordel de purpurina dorada. ¿Un regalito para la parienta?, dice el carota, y el hombre palidece. Dámelo, rápido. Ya puedes largarte.

Dejaba Sendra de abroncarle y ya se enganchaba Bundó, pavoneándose, los brazos en jarras. Palau lo interrumpe en el acto.

– Cállate, pinxo. Yo trabajo, por lo menos.

– Sí, trabajando con el pico, acabarás tú, o sea: limpiando carteras en el metro, así acabarás tú.

– Tienes órdenes de irte a tomar por el saco, Bundó.

No hay que utilizar la misma base de operaciones mucho tiempo, había dicho Sendra, así que a finales del verano volvieron a la fábrica de hielo del Pueblo Nuevo. A la luz polvorienta de la bombilla, sobre el banco de trabajo, el Fusam empuja las pistolas hacia mí: andando, anem per feina, mirándome como si viera un resucitado. Por qué no te jubilas ya, no te necesitamos. Nerviosos todos menos Palau y el «Taylor». Al ponerse la americana, Bundó golpea la bombilla desnuda con la mano y las sombras se encogen en el suelo lleno de serrín y limaduras. Masticando siempre, más allá de la repentina sequedad de la boca, aquel sabor a metal dulce o a sangre, aquella cuchilla fría y delgada del peligro inminente. Se me cae la Browning y un cristal roto recostado en la pared me devuelve la imagen polvorienta de un fantasma verdoso agachándose, despechugado y flaco, mirándome tras las gafas negras.

Mis nervios repercutiendo en los suyos.

– Tranquilo, Marcos, puñeta.

– ¿Lo ves, por vivir como los murciélagos?

– No pasa nada, nunca estuve mejor. Comprobando el buen funcionamiento de las armas, Meneses echa un último vistazo al contenido de la caja de zapatos, la tapa, la ata con el cordel y asegura su envoltura de hojas de periódico, sus ojos interrogándome: ¿seguro que esta vez no hará llufa? Ya puedes correr cuando lo sueltes, le digo. El «Taylor» se echa la caja al sobaco y Sendra le palmea la espalda.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No. Vosotros a lo vuestro. Salud.

El escorpión se balancea en su muñeca. Con su traje marengo, sentado en un banco de la estación Cataluña del Ferrocarril de Sarria, el paquete y el sombrero sobre las rodillas, los negros cabellos perfectamente engomados y relucientes y el perfil petrificado olisqueando el peligro: ve al guardia civil paseando por el andén, y agacha la cabeza y se cubre. Dos mujeres jóvenes con vestidos estampados admiran al pasar su palidez de hielo bajo el ala del sombrero. Sus medias forman pliegues en las corvas, como gusanitos de seda. Mantiene el «Taylor» la cabeza gacha, pero ya el guardia se dirige a él.

– ¿Qué lleva usted en ese paquete?

– Botellas de licor.

El guardia quiere comprobarlo y rasga el papel de periódico. Quitándose los guantes, en voz baja: acompáñeme, lo veremos fuera. El «Taylor» se levanta y camina junto al guardia hacia la escalera mecánica. Su mano derecha retocando el nudo de la corbata se desliza de pronto hasta la axila y saca el revólver, dispara a quemarropa y se aparta para dejar caer el cuerpo. Velozmente gana la escalera mecánica entre los chillidos de las mujeres. Se eleva quieto con los pies juntos en el mismo escalón, como un maniquí en un escaparate, de cara al público y con el revólver en la mano. Al llegar a la Avenida de la Luz camina con paso indiferente y lento arrimado a las tiendas, abriéndose paso entre niños, criadas y soldados. Dos agentes le vienen de cara con el naranjero bajo el brazo y él se para detrás de una columna. Recostado de espaldas contra la barra de la cafetería, un niño vestido de primera comunión se hace lustrar los zapatos. El vozarrón autoritario del guardia civil alerta a la gente, que se abre en abanico. Las balas del naranjero salpican la columna haciendo saltar esquirlas de esmalte junto a su cara. Arrodillado, el limpiabotas suelta los brazos y aplasta la boca en el zapato de charol, una mancha de sangre agrandándose en su espalda. El «Taylor» suelta la caja, cambia el revólver de mano, saca el de la otra sobaquera y dispara con los dos a la vez corriendo agachado hacia la siguiente columna. Nota una rabiosa quemadura en la muñeca, oye el clic del nomeolvides chocando contra las baldosas. Resbala y cae sobre la cadera al mismo tiempo que los dos agentes, pero éstos ya no se levantan y él echa a correr a lo largo del túnel que comunica con el metro. Su imagen prisionera en una cárcel de espejos repetidos, sin escapatoria posible, mordiéndose la cola: sintiendo que todo está decidido desde siempre. Tendría en su pisito de fulana cortinas de cretona, mueble-bar y bidet, una terracita sobre el Paseo de San Juan con un toldo a listas azules y blancas y una baranda tubular de metal color naranja. Tendría en la repisa del salón muchos cisnes de cristal, un galgo de porcelana, un elefante rojo esmaltado, un portarretratos de vidrio con Tyrone Power y otro con el fulano: un caballero de pómulos de seda y sonrisa de dientes de oro. Desnuda ante el espejo se probaría el nuevo abrigo de astrakán, reviviendo en la piel la caricia lejana de otras pieles menos suaves, pues el camino fue largo y difícil y nada había sido olvidado: sus años de criada en tantas casas, el calor de hogar de su primer pisito en la calle Casanova, la rápida y enloquecedora prosperidad del trío de la bencina, su acierto al aprovechar los amigos bien relacionados de la baronesa, los Fiat 1100 y los camiones de la Campsa controlados por José María, las alegres noches del Rigat, los aperitivos en La Puñalada y en el Navarra, el primer aborto, el primer impulso irrefrenable con el camionero de ojos azules, la amistad con el directivo del club de fútbol, su primer asiento de preferencia en la tribuna de Las Corts, su negligencia o parte de culpa en la detención de José María, ya decomisado y devorado por la fiebre, arruinada su salud y su negocio, el segundo aborto, la mala época, el barrio chino y las katiuskas, el primer y único intento de cambiar de vida con el pianista y su orquesta tropical, los vieneses y las revistas del Paralelo, la pasarela del Victoria y las medias de red, los soleados mediodías dejándose desear en la terraza del Oro del Rin, el talón bancario en blanco pero firmado, su acierto al devolverlo no con una cifra y muchos ceros detrás, sino con una estrofa de «La Bien Paga», el buen año y pico viviendo en el Ritz con su nuevo pelo platino y sus pekineses, las alegres madrugadas del bar Marfil, el reencuentro con el directivo del Fútbol Club Barcelona, su bronceada sonrisa y sus camiones cargados de wolfram pasando clandestinamente a Portugal, la recuperación del palco de Las Corts y del abrigo de astrakán, la fulgurante ascensión hasta el tercer piso del Liceo con sus famosos hombros desnudos y sus joyas, el empresario de pómulos de seda siempre a su lado y las invitaciones al Tívoli, su nuevo apartamento en la Avenida Antonio María Claret 16 esquina Paseo de San Juan, frente al bar Alaska, donde algunas noches entraría a tomar la última copa, sola, dulcemente borracha, arropada en pieles sobre el alto taburete y alternando con desconocidos fantasmas de medianoche, derrotados tabernarios, sombras ya de lo que fueron y ahora mirando sus joyas con codicia. Cualquiera podía invitarla, a esa hora, no estoy acabada, todavía, y se iría con él por ahí, a pasear o a beber hasta la madrugada, quizá en el viejo Ford en cuyo asiento trasero, empuñando un mazo de madera, se sentaría el espectro derrotado de diez años de resistencia inútil y descabellada, el muñón sangriento de una ideología corrompida cavando su propia tumba en el solar ruinoso de Can Compte con una pala, al pie de cuatro palmeras que sostenían la bóveda estrellada de aquella fría noche de enero en que había de morir asesinada.

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