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¿Pena yo de denunciarla?, no es una denuncia, no se ría, es una obra de caridad, camarada. Es lo mejor para ella, podrá curarse, le quitarán el miedo, los recuerdos, podrá dormir al fin. Le extirparán esa voz maldita, esa cantinela vengativa de algo que fue suyo y perdió un día, esa voz escondida que a mí, en cambio, si no me sonríe la fortuna, me acompañará hasta que muera. Ya ve que no lo hago por dinero, no quiero recompensas, pero recuérdeselo al señorito Conrado y a su madre, son amigos del dueño de la joyería donde iré a trabajar y mi ayuda desinteresada de ahora podría ser un aval, ¿no?, debemos hacernos favores en estos tiempos que corren… No señor, no me la quito de encima porque ya no valga nada y esté podrida de sifilazos, tampoco es eso: peores pendejos me he tirado. No, es que estoy harto de lágrimas, señor, de miedo y de miseria. No soporto a la gente derrotada y apaleada, a la gente que ha perdido en la vida, que ha caído y no es capaz de levantarse, de adaptarse al paso de la paz y ocupar el puesto que todos tenemos aquí: que la paz les resulte peor que la guerra, ¿cómo puede entenderse, camarada? Así que no me recuerde más a mi hermano, no nos parecemos en nada, señor, él siempre llevaba un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y hasta en eso soy diferente, mire el mío, señor, de muchos colores, soy la mismísima primavera que vuelve a sonreír, camarada, míreme…

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Seguían entrando huesos de cerdo, tan pulidos después de nadar durante un mes en la olla de la abuela, pero ya para qué, si él no quería vender más sortijas: decía tener otros planes. También asomaba su voz indignada y el ojo vengativo que sólo podía ver unos pies desnudos impulsando una mecedora: hasta cuándo, rata de cloaca, decía Java, qué esperas sentado ahí, pensando en las musarañas, estorbando: quiero llevar a la abuela a un asilo, y hablaba incluso de una novia. Cuándo te decides, hermano, va, de qué tienes miedo, quién va a acordarse de ti después de tanto tiempo… Y el encerrado le veía crecer en su impaciencia, en su voz de adulto y en la furia de su ojo, veía cómo el tiempo le iba creciendo las uñas de la ambición y la traición, le adivinaba cada día un poco mejor vestido y obstinado, luciendo una macabra sortija de plata y un chaleco celeste y floreado de chulito, ilusionado con su próximo trabajo y hasta hablando de casarse y de que esto no puede durar, tiene que reventar por algún lado.

En vísperas del primero de abril colgaban colchas y banderas de los balcones. Se encaramaban los golfos a las acacias de la Avenida Virgen de Montserrat, como en un ensayo general. En la plaza Sanllehy, ante las rendidas miradas de transeúntes y de viejos desocupados tomando el sol, un joven flecha remoza con pintura negra la araña estampillada en el muro mientras cuatro compañeros le guardan las espaldas en actitud centinela, dos por banda y cruzados de brazos, arrogantes, provocadores y despechugados, dando la cara a los mirones: circulen, coño, circulen.

Prohibida a última hora la audición de sardanas en el parque Güell, desde la colina de las Tres Cruces se veía la plaza como un hormiguero de boinas rojas.

– Yo que pensaba ir a bailar -Margarita en el patio de su casa, acariciando los cabellos de su marido -. Me había comprado unas alpargatas.

– El año pasado, en la plaza del Ayuntamiento -el «Taylor» barajando las cartas -, se presentaron quince o veinte falangistas y empezaron a repartir leña, los muy…

Tragándose el insulto: siempre que Margarita estaba cerca, notaba un asombro y un retroceso en la sangre y la maldición se quedaba en la garganta. Domingos soleados bajo la parra del patio de paredes rosadas, aquella casa del Torrente de las Flores donde Margarita vivía realquilada con derecho a cocina. Para llegar al patio había que cruzar el comedor donde un anciano con uniforme de sereno liaba cigarrillos de picadura con una maquinilla. Vermut con olivas y anchoas y mejillones con mahonesa bajo el fresco de la parra, la baraja en las cuidadas manos del «Taylor» y en la cocina Palau preparando la paella. ¿Palau no juró ese día que a una joven sardanista le marcaron las cuatro barras en el brazo con un machete, y que el falangista que lo hizo era un mocoso que no tendría quince años? ¿Y Guillén no habló de aquel otro loco que se paseaba por la Diagonal con la camisa azul abierta y exhibiendo en el pecho tres hileras de medallas prendidas en la piel, a lo vivo? Los chorros de sifón helado y los gruesos vasos verdes sobre el mármol de la mesa, los destellos tornasolados de la nueva corbata de Jaime, el rojo carmín de la boca de Margarita y la radio del vecino: parecían domingos de otros tiempos, cuando ellos no tenían que esconderse de nadie. Las noches de verano con baile en la calle, Navarro traía una sandía y litros y litros de horchata, el barrio entero era una orquesta que bullía de locos bailables y de olvido. Pero Margarita aconsejaba precaución: aquel año, por ejemplo, que se quemó el tablado de los músicos, no dejó que nadie saliera a verlo, ni asomarnos siquiera a la puerta de la calle.

– Viniendo para acá he visto al alcalde hablando con el chico de Luis.

– Parece que la antigua cheka de San Gervasio vuelve a funcionar -Palau comiéndose un arenque asado sobre una gran rebanada de pan con tomate-. En plan de consulado de no sé dónde y como intercediendo en favor de los exiliados, ya puedes figurarte el truco.

– No lo puedo creer.

– Habría que acabar con ese cabrón.

– Conozco a una mantenida que lo ha tratado -Jaime Viñas recordando-. Podríamos prepararle una trampa.

Margarita aconseja no te fíes de ella, todas son confidentes, y Jaime qué va, la pobre las pasó canutas al principio de éstos, ahora la tratan bien pero Carmen no es de las que olvidan. Además, ella confía en mí, y de lo nuestro no sabe nada.

Entonces Viñas ya había traído al grupo a su cuñado el cerrajero, un hombre taciturno y de pocas luces que apenas hizo amistad con nadie, y preparaban juntos una nueva estafa. La noche que el carota pidió que lo acompañara a otra velada de boxeo y no fui, abajo en fila de ring vieron a Jaime con ella, que iba de incógnito con el turbante y las gafas negras y el abrigo de astrakán que llevaba cuando la conocimos en lo alto del taburete del bar Alaska, el mismo abrigo con que habían de enterrarla. Seguro que ya lo invita a su casa, seguro que él ya se la ha tirado pero que no se enteren los faieros, musarañas, que se aproveche ahora que puede, uno tiene derecho a divertirse y la tía está más buena que el pan, te lo dice Palau.

Pavoneándose por ahí con una fulana de lujo, abandonándose poco a poco a su antigua vocación de macarra, quién lo hubiera dicho, Jaimito. Aunque nunca perdiste el sentido de la realidad, la ocasión de sacar partido de ella en favor de todos, cierto: gracias a sus amistados conseguiste que la situación de Lage en la Modelo mejorase algo, y mucho más conseguiste:

– Carmen, guapa, ¿cuándo volverás a ver al cónsul de Siam? ¿Le hablaste de esa Academia que te dije? Tengo un amigo que se ganaría unos duros de comisión…

– ¿El sitio es de confianza?

– Del todo. Niñas de trece años.

– No creo que le interese. Justiniano es muy íntegro, a su modo. Camisa vieja. Al que tengo casi convencido es a don Joaquín, ése sí que corta el bacalao.

En el recibidor, junto al paragüero de caoba, el nuevo cliente besaba la mano gordezuela de doña Rita, el dedo estrangulado por la sortija de brillantes. En la placa de la puerta se leía Academia de Corte y Confección. Un piso profundo y oscuro de la calle Bailén con resonancias de máquinas de coser y risas de muchachas, piar de pájaros en jaulas y un resol de púrpura de ensueño en la galería de cristales ciegos. Las trenzas de las alumnas, sus leves uniformes grises, los alfileres entre los dientes, chicas revoloteando en cuclillas alrededor de un traje de novia embutido en un maniquí, otras pedaleando en las Singer con las faldas a medio muslo o abocadas al banco de trabajo con retales y patrones.

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