Le harían esperar en una salita, era un hombrecillo atildado con botines y corbata blanca que había oído decir, me han dado la dirección confidencialmente, me han contado que esas niñas, esta morenita con trenzas sentada en sus rodillas, ¿cómo te llamas, monina?, esta carita lívida y estos ojitos de rata, estos pechines, solos en la antesala del dormitorio. Al levantarse la niña de sus rodillas para cerrar la puerta, ya tenía el uniforme desabrochado por detrás y don Joaquín pudo ver la deliciosa hendidura de su columna vertebral penetrando entre las nalgas pequeñas y altas. Mientras volvía despacio a su lado, sonriendo, en alguna parte del piso el compinche de Viñas aguardaría la ocasión, un padre presentándose inoportunamente en busca de su hija para llevarla a casa, un obrero indignado, vociferando en la puerta qué hace este cerdo con mi hija, lo mato, qué pasa aquí, qué significa esto y lo voy a denunciar por corruptor, miserable, y la directora detrás sujetándole, pidiendo disculpas al cliente, nunca había ocurrido una cosa semejante, caballero, la niña se escabulle rápidamente mientras el cliente se abrocha el pantalón con dedos temblorosos, todo podría arreglarse sin necesidad de escándalo, y el falso padre: no, de aquí nos vamos todos a la comisaría, encolerizado y agarrando al cliente por las solapas, llamándole cerdo asqueroso te denunciaré, la directora rogando calma y veamos por favor llévese usted a su hija y déjeme hablar con este caballero, entre los dos veremos de compensarle de algún modo.
Me pregunto cómo puede ser: ¿así has de verles siempre, estafando, robando, matando y al final peleándose entre ellos, destruyéndose a sí mismos? Así se mueven en esta cabeza mía, siempre, así viven y así mueren cada día conmigo y sin escapatoria posible, en un espacio aún más reducido y más negro que esta oscura ratonera. Y si supieras la de chorizadas que llegaron a inventarse. Otros camaradas eran más limpios. Luis Lage, por ejemplo: había luchado hasta el fin en Asturias, peleó como voluntario en el frente de Aragón y cayó herido en la retaguardia de Lérida, trabajó en una fábrica de material de guerra en Anglés y finalmente acabó con los huesos en la cárcel Modelo, hasta hoy que lo han soltado.
– Y estoy dispuesto a empezar otra vez. Entérate, puta.
– ¿Para eso has vuelto, para insultarme?
Su mujer sentada en la silla paticoja, gruñendo has asustado a la niña, no cambiarás nunca; su blanco pedazo de muslo y la liga negra, la radio en el aparador diciendo hoy termina el vergonzoso proceso de Nuremberg y ella llorando se levanta, echa la grasa en la sartén y pincha con el tenedor un cacho de pan, lo moja en la grasa fundiéndose y le pega dos mordiscos, los ojos en el vacío, masticando como alelada, llorando sin ninguna expresión. Lage con los puños crispados de pie en el centro de la barraca mira a la rubianca con una furia contenida, ella le dice cómo puedes hacer caso de habladurías, contradiciéndose: cómo traerles un poco de carne a tus hijos trabajando honradamente, cómo lo habrías hecho tú, dime, sollozando.
Sentado a la mesa, el «Taylor» reclama la atención de Lage y señala la radio:
– ¿Has oído? De ésos ya no se puede esperar nada -insistió en la idea tal vez para cambiar de tema, para cortar la pelea conyugal-. Nada. No han venido al terminar su guerra ni vendrán nunca.
Volviendo la espalda a su mujer, aplazando la bronca, Lage se sienta a la mesa frente al «Taylor».
– Qué esperabais. Yo siempre lo dije: van a dejar que nos pudramos. A ellos qué. Pero no hay que achicarse por eso, Meneses. Os encuentro acoquinados, coño.
Y qué quieres. Qué se podía hacer. Cómo extirpar aquel cáncer, aquella gangrena, cómo parar el tiempo: desde la muerte de Sendra ya no habrá quien los controle ni sujete, el Quico aún tardaría en coger las riendas y ya todos empezaban a campar por sus respetos, al margen de las consignas del grupo, dedicados a sus trapisondas: el gran Navarro y Jaime metidos en un asunto de menores, el Fusam asustando a los panaderos desaprensivos, el mismo Ramón no tardaría en distraer varios miles de sus entregas a la Central, vaya con el curita de manos blancas, y el carota de Palau recuerda, éste sí que ya había entrado en barrena, ni siquiera se tomaba la molestia de ir a esperarlos a la Rabassada: colándose en los coches cuando van a arrancar, en cualquier calle, clava la pistola en las costillas del conductor y lo obliga a meterse en algún callejón desierto, a veces ni eso.
– ¿Sabes que su mujer lo ha puesto de patitas en la calle? -el «Taylor» no ocultando por vez primera un cansancio vital en la mirada de terciopelo negro, una pesadez invencible en los párpados: su perfil pedroso, repelente y bello descomponiéndose tras el humo del cigarrillo, tras los vapores ya enervantes de aquella clandestinidad sin fin-. Sí. Parece que uno de sus golpes preferidos era seguir a su hijo al salir del taller, cuando iba a recados; al pobre chico le ha costado el empleo y seguramente una temporada en el correccional… Al final, el único razonable y sensato resultará ser Marcos; cada vez entiendo más el porqué de su miedo.
– Por todos los que liquidó en las cunetas.
– Por uno solo. Uno que se llamaba Conrado Galán. Pero no es lo mismo. Lo nuestro de ahora de verdad que es una vergüenza…
Ahora el «Taylor» se paseaba inquieto en torno a la mesa con las manos hundidas en los bolsillos de su fresco traje milrayas y repitiendo de verdad que esto es el acabóse, Luis, te lo digo yo, han olvidado por qué luchan, ya nadie quiere saber nada y, en fin, cada país tiene el gobierno que se merece, empiezo a creer que es verdad.
– Calma, muchacho. Todo se arreglará. ¿Qué hay de Ramón, no ha escrito, sigue en Francia?
– Estará al llegar, no sé.
– Pero bueno, aquí nadie sabe nada.
– Para qué.
– Verás cuando vuelva el Quico. ¿Y su hermano?
– Tiene a los suyos. Sólo nos llama de vez en cuando, y no a todos. Natural: ¿quién va a fiarse de unos carteristas y chorizos? Si vieras qué dos nuevos elementos ha traído Viñas, su cuñado y su hijo, qué par de animales.
Si los vieras a todos. Ya no parecen los mismos, endomingados y bebiendo coñac en la barra del Bolero con las furcias, el carota palmeando la espalda del Navarro muerto de la risa, o el trasero de las chicas que pasan por su lado. Si pudieras oírles hablando de los compañeros, burlándose de nosotros, llamándome rata y caguetas, no esperaba eso del carota:
– Ya no vale ni para robar candelabros en las iglesias, de noche. Esa raspa lo tiene atado de pies y manos, Navarrete, en serio, el chico me ha decepcionado.
Navarro clava los codos en la barra y pide otro coñac. Se pone repentinamente serio y busca los ojos de Palau. Dice:
– ¿Vendrás a la reunión de mañana, Palau? -Las fulanas rondan la barra meneando frenéticamente las caderas dentro de sus ajados vestidos tobilleros, y Palau esquiva la mirada de Navarro diciendo para qué, no me fío mucho del Quico, es un romántico y el horno ya no está para bollos anarquistas. Y no te enfades, ¿eh, faiero?, ya sé que lo admiras y por qué.
Porque los tenía cuadrados, eso sí. Utilizaba taxis para circular por el centro de la ciudad con la mayor sangre fría, llevaba un clavel rojo en el ojal y una resolución infantil en sus ojitos de pájaro, tranquilamente se hacía llevar al Banco Central del Borne bromeando con el taxista: espérame en la puerta, compañero.
– Dése usted prisa que aquí no me puedo parar.
– Descuida, lo que se tarda en decir manos arriba. Lleva el impermeable colgado del brazo y una cesta con berenjenas. Entra en el Banco, saca la metralleta oculta bajo el impermeable y encañona al cajero. Media docena de clientes lanzan los brazos al techo. A una verdulera gorda le dice usted puede bajarlos, señora, tiene los sobacos sudados. Guarda los fajos de billetes en la cesta y los tapa con las berenjenas, retrocede de espaldas a la puerta, deja en el suelo un petardo inofensivo con la mecha encendida y sale a la calle. Sube al taxi y media hora después, al apearse, se encara con el taxista.