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Las tres mujeres avanzaban de rodillas por el corredor, iban a su encuentro arrastrando las piernas envueltas en paños deshilachados.

– El doctor Malet te anda buscando, Ñito -dijo la más vieja escurriendo la bayeta en el cubo -. Que dónde te metes.

– No le importa.

– Verás qué bronca. Que cuando no estás en el bar mamando, que dónde te metes.

– En la castaña de su tía -el celador pisoteando lo fregado, saltando como un mono -. Díselo, anda.

– Muy bien. Tú verás lo que haces.

– Eso.

– Ay, viejales, qué mal te veo -terció la otra fregona, acomodando las rodillas en el cojín podrido-. Pisones. Podrías tener más cuidado.

El celador siguió su camino entre lívidas paredes de losetas blancas, salió a una galería y luego enfiló un pasillo lateral hacia la salida del Clínico. Iba con la cabeza gacha, sobándose las mejillas malafeitadas, bostezando. Estudiantes corriendo le palmeaban la espalda al pasar, monjas y enfermeras presurosas le adelantaban. En la escalinata de la Facultad de Medicina, el sol le cegaba los ojos: nunca se fijaba en nada hasta llegar al bar, la calle y el mismo bar no eran más que una prolongación de los corredores interiores, los invisibles pasillos del tiempo.

Escogió una mesa frente al televisor mudo y vio el final de un borroso partido de fútbol bajo la lluvia, en un campo enfangado de un remoto país. Los tacones de las enfermeras resonaban en el piso de madera, las mesas estaban ocupadas por celadores comiendo bocadillos y estudiantes de palique, y las paredes lucían una decoración fantasmal, una arboleda calcinada en medio de una neblina verde-gris. Acabada la transmisión deportiva, en los ojos de Ñito persistía el barrizal dificultando el movimiento, figuras grotescas debatiéndose en una pesadilla de silencio, y sus dedos torpes y sanguíneos, sobre la mesa plastificada, rasgaron el papel de seda que envolvía el pedazo de pastel birlado por Sor Paulina en la cocina; entonces volvió la cabeza al mozo del mostrador con la muda súplica en la cara: Sólo una, Paco. También aquí, igual que en los pasillos, lo abordan los estudiantes: Celador, un impreso de exámenes, y su mano saca el folleto del bolsillo y recibe la propina, y si es una muchacha su mano se mueve lentísima y distraída, amansada y expectante, para dar tiempo a los ojos: esas rodillas, esa faldita, esos pechos oprimidos por los libros de texto, ¿quieres una pastilla juanola, niña?, son de buenas para besar al novio…

Mordió el pastel con expresión compungida.

– Un coñaquito, no seas capullo, Paco.

– Que no, que no te fío más.

– Sólo uno.

– El doctor Malet y el doctor Albiol te andan buscando.

– ¿Iban juntos?

– No.

– Cuervos -masticando un frío de nevera, una desolación de gran cocina de hospital metida en la entraña helada del pastel -. Que se vayan al infierno.

Se ensimismó mirando el televisor, los ojos arrasados por una agüilla estática: tendré que volver a Sor Paulina y a sus brebajes, peor es nada, a éste deberían llevarle a Lourdes… Se adormeció ante las grises imágenes de policías y maleantes, viendo al otro inválido en la otra silla de ruedas: la misma manera de avanzar, soltando codazos al aire, estirando el cuello y cabeceando como una tortuga sedienta, treinta años atrás, ansioso de llegar ante él y clavar los ojos en su bragueta, preguntarle: -¿Cómo te llamas, muchacho? -tal vez oler su bonita muñequera de cuero repujado y su romana colgada al cinto-. Pues escúchame, Java; si el señor.obispo sale por aquella puerta en vez de ésta, me das la vuelta a la silla. Pero rápido. -Sí, señor -y aún podía ver al Tetas orinando interminablemente bajo las estrellas, arrimado al tronco de una acacia en la calle Escorial: -Qué bien inventas, mariconazo, es igual que una peli. -Hay pelis que son verdad -era la voz de Martín-. ¿Qué pasó?

– Menos prisa. Todavía no han hecho la autopsia -gruñó el celador.

El mozo le observaba con las manos en el fregadero, calibrando aquella persistente sonrisa de ido: Si ya lo está, mamado, qué más da, y agarró la botella y la copa, dejó ésta rebosante de coñac en la mesa y regresó al mostrador sin decir nada. Pero captó el parpadeo feliz, el agradecimiento tras las legañas. Qué pasó, cuenta.

Pasó que ya estamos en Lourdes y empujando la silla de ruedas, llevando al Provisional vestido de uniforme hasta el centro mismo de la intriga y de un follón de puta madre. Al final no hubo milagro… Pero no empieza ahí la cosa, sino antes del viaje a Lourdes, en el palacio episcopal de Barcelona, allí se conocieron: van los dos integrando una delegación de feligreses de la Parroquia que organiza la peregrinación a Lourdes y esperan ser recibidos por el señor obispo en una sala alfombrada. Qué silencio en este palacio, qué siseo de preces y qué murmullos de terciopelos, qué sedosos rumores. A ratos empuja la silla de Conradito esa catequista gordita, hija de un sargento, en la cabeza una mantilla blanca de brocado… -La señorita Paulina, sí -precisa la impaciente voz de Amén sentado en la cruz de la acacia, sosteniendo la noche estrellada con su grave cabeza de adulto llena de mugre y con ronchas de calvicie. En la acera, Mingo y Luis ya se habían enredado preguntando: ¿Qué hacía él allí, Sarnita, cómo pudo colarse en el palacio? ¿O es que ya se conocían, él y el inválido?

Para inspirar confianza a las beatas, no hay como desgraciarse, escoñarse; por ejemplo, cojear y mirar bizco y cazar moscas con una mano retorcida, tonta, agarrotada, así: un pobre tullido, una criatura tarada y desvalida y digna de lástima. Pero es que, además, el puto de Java acompañaba a la catequista, la ayudaba a trasladar la silla del alférez vestido de gala: botas relucientes, calzón de pana acanalada, la estrella dorada prendida en la elegante sahariana. -Entonces, ¿se conocieron allí? -dijo el Tetas pegado al tronco del árbol, sacudiendo antes de abrocharse-. ¿Que no fue en un bar, la primera vez que se vieron, un día que le invitó a empanadillas de atún, que no te acuerdas? -Cállate ya, guripa, no interrumpas más -dijo Martín.

No, lo de Lourdes sería antes que lo de las empanadillas, sería un día que se dejó caer por la Parroquia porque había visto pegados en la calle unos papeles amarillos con el aviso: Peregrinación a Lourdes con enfermos. Y él quería escapar de aquí, ir a Francia y pensó: si me ven tullido, igual me llevan. Y se presentó en el Centro Parroquial cojeando y con la mano loca que no podía sujetar, que se le disparaba de pronto con el telele, un Quasimodo, chicos, un jorobado de Nuestra Señora, un meningítico como los del Cottolengo. Causó muy buena impresión pero le dijeron no puede ser, hijo, plazas limitadas, estaban al completo, otro viaje. Fue esa catequista. Y cuando ya se iba, desilusionado, ella lo llamó, ¿quería ganarse unas pesetitas?, ven mañana por la mañana a las diez, serás camillero, llevamos enfermos al obispado y siempre hace falta una ayudita. Por lástima, como un favor para que Java se ganara unos céntimos: así fue.

– Vale, vale -dijo Luis -. Ya estamos en el palacio del señor obispo. Sigue.

Pasos mullidos, murmullos bajo el rico techo artesonado, los rojos cortinajes, las sillas antiguas, las fantásticas arañas de cristal pero con bombillas apagadas: ardían los cirios pascuales, ondia, ¿el palacio de un obispo también con restricciones de la luz?, parece mentira, Sarnita. Vuelves la cabeza a un lado y a otro del salón y miras todo, intrigado y de pie en el centro de la gran alfombra que huele a cera de la buena, en el mismo centro de unas fuerzas, unos poderes que aún desconoces. ¿Cómo vas vestido? Los sobados pantalones de siempre y la cazadora azul desteñida, el pañuelo de colores anudado al cuello y la muñequera de cuero negro. Otros grupos esperaban también audiencia: media docena de monjas, dos curitas de pueblo, Hermanos del babero con alumnos, un niño primera comunión vestido de almirante, con chorreras y zapatos de charol y toda la pesca, con sus papás.

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