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– Al salir tiraremos la llave a la cloaca y no se hable más -dijo-. Buscaremos un sitio más seguro.

Irán llegando de uno en uno, pasada ya la medianoche, sentándose alrededor de la mesa manchada por la luz del petromax, una lámpara de flecos rojos que proyecta en el empapelado de las paredes una lluvia de sangre. Se asegurarán de que no escape ni un resquicio de luz por las ventanas claveteadas. Alguno gastará la broma de siempre, como si lo viera: ¿Tenemos emparedados hoy?, y como siempre, la defensa vendrá del carota: Dejad al chico en paz, paveros, cuanto menos salga de su agujero mejor para todos.

Navarro nervioso:

– Bueno, qué, ¿te sientes con ánimo o no?

– Estoy preparado -dice Marcos pálido y ojeroso.

– ¿Seguro que estás bien?

– Que sí, coño. Basta enviarme un aviso. Manda a tu hija con la bici.

– Hum. No sabes lo que quieres, Marcos.

Sendra mirándome fijamente con ojos harapientos de boxeador sonado. Y repitió: Eso es lo que te pasa, que no sabes lo que quieres. También dijo: ¿Estás enfermo?

– Estoy bien.

– Siéntate.

– Sólo quiero ayudar…

– He dicho que te sientes. Y vosotros, mutis. Dadle tabaco.

Y abre el maletín sobre una silla, no ve sus miradas llenas de curiosidad pinchando mis nervios, no ve que se ríen por lo bajo, que se burlan de la barba y del tatuaje. Pretenden asustarme con bromas pesadas: clavándome el dedo-pistola en la espalda por sorpresa, o picando de manos junto al oído, estás siempre en babia, distraído, no tienes reflejos, qué harás con una metralleta si tus ojos ya no resisten el sol, tanto tiempo encerrado… Palau sacude sus hombros acomodando el gabán Príncipe de Gales echado sobre la espalda. Enciende un rubio y tira el paquete sobre la mesa: Callaros y fumad, paveros. Navarro transpirando aquella violencia muscular humillada y sus nudosas manos de mecánico tornero recogen, uno tras otro, los carnets de AFARE que le tienden.

– Sólo si hay que pasar la frontera -dice-. Entretanto estarán mejor bajo tierra.

– El mío no -dice Palau.

– ¿Lo ves cómo no hay manera de organizar nada? -se lamenta Navarro.

– ¿Desde cuándo sois tan organizados los faieros? -ríe Palau.

– Ahora todos somos iguales.

– Iguales nunca, comecuras.

– Baja la voz, animal -el Fusam-. Nos hemos juntado para ver qué se hace, no para discutir otra vez lo mismo.

– Era una broma, tú -Palau palmeando el bolsillo donde ha guardado el carnet-. Lo llevaré siempre conmigo, me traerá suerte.

– Estás como una cabra.

– De todos modos el carota tiene razón -dice Bundó-. ¿Ya empezamos de nuevo con la mierda de la burocracia?

Esta vez se trata de hacer las cosas bien, diría Sendra, y esa misma frase había de repetirla muchas más veces, siempre poniendo paz en el grupo, paciente pero firme, y también esa noche al partir el plástico en dos pedazos sobre la mesa: Prepáralo, Marcos. Navarro, trae los lapiceros. Y tú el plano.

– ¿Hacer bien las cosas? -dice Palau-. En buena hora. Con los alemanes en la frontera. ¿No os han controlado aún, los nazis, a todos los de la Sindical?

Sendra no contesta, se sienta a la mesa con aire de fatiga, despliega el plano de la ciudad, su dedo busca el distrito trece.

– Yo creo que incluso entrarán -dice el «Taylor» con sueño-. Lo están deseando.

– Ojalá. Si los alemanes cruzaran los Pirineos, haríamos guerrillas -Navarro siempre soñando.

Amasar el plástico en dos láminas delgadas. Del bueno. Un plástico que habría sido robado en Francia, como la dinamita para los primeros trabajos y aquel rudimentario material para fabricar toda clase de artefactos explosivos, todo robado en las mismas narices de los alemanes, en las minas y en los almacenes de las constructoras de embalses donde aún trabajaban los camaradas, en la Francia ocupada. Sendra pregunta a Palau si ha ido al consulado británico por los boletines, y el carota gruñendo: ¿Me habéis tomado por el botones del Ritz? No he podido, hoy me tocaba llevar el chico al cine. Además, para qué mierda queremos esos papeluchos, con franqueza, Sendra, tenemos que echarle más huevos al asunto, hacer más pupa, ya estoy cansado de pintar letreritos y tirar octavillas.

Sendra captará la torpeza de mis manos con el plástico, no salen bien los cataplasmas, un trabajo tan fácil: Marcos, espabila.

– Tampoco es cosa de niños -Bundó a Palau-. Espera y verás, no sea que te arrugues tú el primero.

– ¿Te parece cosa de nada, este regalo? -el jorobado señalando la bomba en mis manos -. Dámela, yo me encargo.

El Fusam corriendo encorvado y en zigzag en mitad de la calle Mallorca, los faldones abiertos del abrigo negro revoloteando como alas de cuervo sobre su joroba, esquivando las ráfagas del naranjero del policía apostado en la puerta de la Provincial de Falange. Intuyendo de algún modo la inminencia de la explosión a su espalda, el gris se tira al suelo dejando de disparar unos segundos, que el chepa aprovecha para alcanzar la esquina. Como una rata rabiosa, el Fusam, menudo elemento. Casi al mismo tiempo, la puerta del vestíbulo salta a la calle en medio de un vómito negro de cristales y madera astillada, cayendo sobre el agente tendido en la acera. Acurrucadas contra la pared, a gatas, dos mujeres no paran de chillar. De la Provincial salen los primeros falangistas, ilesos, tosiendo. Al amparo de la esquina el Fusam alcanza el automóvil Wanderer negro que se desliza lentamente junto al bordillo de la acera con la puerta abierta, y estas manos no temblaron al tirar de él por las solapas, Palau palmeándome la espalda en señal de aprobación: Un poco más de entrenamiento y estarás como antes, marinero.

Palau y sus grandes dientes amarillos como fichas de dominó alegrando su cara, en el gallinero del Gran Price, cómo le gustaban aquellas veladas de boxeo donde nuestro miedo podía mezclarse con los gritos del público, las broncas y los silbidos de los ciudadanos. Repartía farias el carota y gritaba ¡Romero, saca la zurda, al hígado, al hígado!, y riéndose clavaba el codo en el costado de Meneses:

– Ya me han dicho que fuiste al pueblo a buscar a tu Margarita, ya. Por cierto, no la lleves al Shang-hai, pueden reconocerte.

– Ahora se llama Bolero -dice el «Taylor».

– Es igual. El dueño es el mismo, y le conozco. Y volviendo al marinero, qué bien se portó el otro día. Pero -Palau mirando a Navarro con una mueca burlona en los labios -también es jugársela por bien poco, collons. Hay cosas que les hacen mucha más pupa y dejan más beneficios…

– ¿Por ejemplo? -Jaime Viñas no consigue hacerse entender en medio de una bronca de los espectadores contra el arbitro del combate -. ¿Eh? ¿Por ejemplo?

– Déjale -dice Navarro-. ¿No ves que es un fanfa?

– A ver si te parto los morros, Navarrete. ¡Arbitro, cabrón!

– Venga, di -insiste Jaime-, ¿qué puede hacerles más daño que la caja de zapatos? Anda, di.

Palau observa el cordón desatado del zapato izquierdo. Se agacha, sonríe bajo el ala del sombrero, se incorpora rápido, clava el cañón de la pistola imaginaria bajo el gabán doblado al brazo en las costillas de Jaime mientras con la otra mano le quita limpiamente la cartera, susurrándole al oído:

– Esto. Se lo digo siempre al meu nano: Mingo, si quieres acabar con los fachas, quítales la cartera.

– No hay Dios que te aguante, Palau, no tienes remedio.

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