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Cabeceaba el viejo sobre la caja de baratijas colgada al pecho. Una furcia barriguda, embutida en una falda estrecha con la cremallera del costado rota, mueve las fláccidas nalgas delante de ellos. Palau entrega al Mianet una cajita de cartón en forma de plumier.

– Mira si lo vendes todo. Menos el escorpión de oro. Me lo regaló una fulana de postín en el Ritz. Quiero que me lo cuelgues en uno de tus nomeolvides y hagas grabar el nombre de Margarita, será mi regalo de bodas.

– ¿Se casa el «Taylor»?

– Sí, abuelo. Cómo pasa el tiempo.

– Estaría bien que los casara Ramón, ¿no?

Palau se ríe fijando, parando y atrayendo la mirada risueña de la furcia.

Amasaban el plástico un poco a regañadientes. Actuaban como drogados, como juramentados, apretando los dientes con un sabor de hierro en el paladar. Sobre sus cabezas, la estatua de la Victoria recibía ráfagas de viento y llovizna. Luego, mientras el automóvil se aleja por la Diagonal hacia Pedralbes, a los pies del monumento surge una llamarada roja sin estruendo, un resplandor desdoblándose en el asfalto mojado seguido de un humo espeso.

– Llufa -diría Palau subiendo el cristal del coche-. Si es que esto no puede ser, collons, ¿que no lo veis que es una coña, esto?

Doce horas después, Sendra cubría en tren el trayecto

Barcelona-Berga. Pernoctaba en la masía donde el enlace tenía un depósito de ropas para montaña y armas. El enlace era un tipo con la cara marcada que Sendra no conocía. Estaba allí para recoger fondos y llevarlos a la Central de Toulouse. Pero esta vez Sendra no iba a entregar dinero, sino a pedirlo.

– Os estáis durmiendo, los de la ciudad -dice el otro-.

El dinero que se consigue aquí no se puede tocar. ¿Crees que nos jugamos la piel limpiando las masías para que luego vosotros os llevéis los cuartos?

– En Barcelona tenemos otras necesidades.

– Lo supongo. Te aconsejo que vayas a la Central y hables con Palacios. No puedo ir contigo, pero he oído decir que conoces la ruta mejor que nadie. No vayas por Andorra, La Molina está infestada de civiles, utiliza la ruta de Guardiola. En Perpignan verás a Martí.

Seguía camino al día siguiente equipado con botas de montaña, cazadora de cuero, camisa caqui, gorra, macuto, los prismáticos y la Thompson del 45. En Perpignan recibe el encargo de llevar a Toulouse unos papeles con el trazado de varias rutas a seguir desde Andorra y Perpignan cruzando los Pirineos, donde nuevas bases de masías y refugios quedaban ya señaladas. Bueno, y qué. Llevó también documentación falsificada con los datos personales en blanco, para los componentes del nuevo grupo que se prepara para venir a Barcelona…

Y qué, Sendra, le dije, qué esperas conseguir con todo eso, y me tronchaba al pensar en ello después, al entrar en la habitación del meublé. Ella, descalza, luchando con su cremallera atascada en la arqueada cadera, dijo de qué te ríes, moreno, cómo te llamas, y perdona, pero una nunca sabe a quién tiene entre las piernas. La pobre todavía me está esperando: le digo voy al pasillo a saludar al camarero que es amigo mío, y salgo, y oye: perfecto, chico, no puede fallar: son seis, más uno en conserjería y creo que otro para el servicio de bar. Y la clientela, forrada. Lo tengo planeado al minuto y no puede fallar. ¿Qué, te animas, marinero?

– Sendra te dirá que no, Palau.

– Te equivocas. Ya dijo que sí. ¿O pensabas que sería un idealista toda la vida?

8

Visitaba regularmente a la viuda Galán en su piso del Ensanche para hablarle del reuma de la abuela y la medicina que necesitaba, o para informar sobre la marcha de las pesquisas, y siempre le sacaba alguna peseta o una tableta de chocolate. A cambio tenía que ofrecer patrañas. Un día a mediados de diciembre ella lo recibió acompañada de varias señoras devotas que empaquetaban alimentos destinados a la Navidad del Pobre, la gran fiesta parroquial que este año se celebraba por vez primera. Presidía la viuda en el salón una larga mesa llena de rollos de papel de embalaje y botes de leche condensada, y adornaba con lazos de cinta azul los lotes ya preparados. Acércate, hijo, ¿quieres un poco de turrón? El trapero, de pie entre aquellas vitrinas con miniaturas y aquellos lentos relojes musicales, rendía cuentas ambiguamente, procurando que su voz se confundiera entre los afables cacareos de las damas benefactoras: estoy sobre la pista, doña, ahora sí. Eran patrañas inventadas por él y por Sarnita al alimón, en la trapería: he sabido que estuvo haciendo la mala vida en una casa de ésas, podemos decirle de momento, me lo dijo la criada de la baronesa el otro día que me vendió un saco de revistas viejas, trabajaba en la Madame Petit, perdone la señora, pero así se llama la casa de meucas, parece que allí la chica era muy popular por lo bien que hacía el baño María, ¿se lo explico?, como quiera, a lo que iba: que luego la vieron de camarera en un bar del Paralelo, le dices, quería regenerarse, sí, bueno, para que luego se fíe uno: resulta que la dueña del bar acababa de echarla a la calle a patadas, ¿sabe por qué?, no por robar, no, no por gandula ni por piojosa, que parece que lo es un rato, tampoco por vender jabón de estranquis a las artistas del Cómico: por liarse con su marido, ésa no pierde el tiempo, doña, le dices, aunque la verdad, la dueña y su marido tampoco es que sean marido y mujer, al parecer viven reajuntaos, con perdón, pero qué cuadros se ven yendo de casa en casa, doña, qué líos. Esa no respeta nada y se da buena maña para engatusar y escurrir el bulto, es una elementa de cuidado, de todos modos ya tengo otra pista, lo malo son los gastos, doña, se me va todo en tranvías y cafelitos y propinas…

Fue aquel diciembre helado que tantas veces arrojó a los niños kabileños al brasero de la trapería, al calor animal que persistía en los rincones donde trabajaba la vieja Javaloyes con sus tufos de caliqueño y rodeada de sacos y pilas de trapos. Muchas tardes, al entrar, veían a Sarnita casi enterrado en la montaña de papel y en plan de confidencias con Java, instruyéndole: esta vez atacas a fondo, vas y le dices: doña, sé de buena tinta que podría ser una que ahora vive en el Ritz en plan de fulana de un concejal, eso me han dicho, se hace llamar por otro nombre y se ha teñido el pelo, asunto delicado y pies de plomo por respeto a la autoridad: que estás a punto de pillarla pero tienes muchos gastos esperando siempre la ocasión de verla salir sola plantado en el bar frente al hotel, o al seguirla en taxi, y no hablemos de los invites a la furcia amiga suya que es la que me ha puesto sobre la pista, le dices, la que me advirtió cuidado que ahora está muy bien relacionada y recibe a gente de postín, nada menos que al empresario del Tívoli y a un coronel y a la vedette Carmen de Lirio. ¿Que si es verdad que se entienden?, todo el mundo en Barcelona lo sabe, doña, hasta los estudiantes, él le manda joyas cada semana y entra y sale de amagatotis, y no te cuento más, nene, que no es apto. Así le dices que te dijo, no seas tonto, legañoso, tú procura alargar el cuento y que no se acabe, ir tirando de la rifeta. Y que es mucho el gasto y no me iría mal un anticipo, doña, ahora sí que tengo una buena pista, pero veremos, la muy zorra se las sabe todas, yo hago lo qué puedo…

La verdad, nunca la dijo. Ni el mismo Java la sabía. La verdad era todavía, lo mismo que en sus aventis, aquella turbia materia que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo de la historia. La señora Galán lo miraba fijo, sonriendo con un poco de tristeza pero muy fijo, como una serpiente encantada: daba la impresión, mientras escuchaba el enrevesado informe del trapero, de esperar un descuido del chico y al mismo tiempo no creer en absoluto que se produjera: si bien debía intuir que Java no decía la verdad, de algún modo también sabía que no mentía, quizá incluso que se quedaba corto. Su mano sonrosada y olorosa abría el bolso negro antes que él terminara, mucho antes que se le trabara la lengua, y sus ojos cansados parpadeaban en su remoto azul, decía está bien, hijo, la mano buscaba nerviosa unas monedas, toma y no lo malgastes, dáselo a tu abuela.

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