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Así que vida de mantenida y por todo lo alto, por ejemplo: una fulana instalada en una habitación del hotel Ritz con perritos de lujo y salto de cama transparente, con chófer y peluquera y joyas, pasando de los brazos de un estraperlista adinerado a los de otro, y luego más tarde por ejemplo: un pisito en el Paseo de San Juan con cortinas de cretona, biombo, bidet y mueble-bar, ¿de acuerdo? Alternando con nuevos ricos en los palcos del Liceo y del campo del Barca, seguramente liada con el presidente del club: siempre en lo más alto, con los que tienen cogida la vaca por la mamella… Mentira, tenía que ser todo mentira: cada vez más tirada en el arroyo, más famélica, más podrida de sifilazos, más solitaria y enferma de aquel terror, una triste meuca de barriada pobre que nunca haría carrera, seguro. Verdaderamente una puta vida la suya, dondequiera que se esconda y esté en la cama de quien esté, decía Sarnita, pero ojo, así no hay que presentarla nunca porque entonces no hay color, chaval, no hay historia. Incapaz de alejarse totalmente y para siempre del barrio y de su vida pasada, aunque mil veces se lo prometió a sí misma, vuelve algunas noches para deslizarse como una sombra en el cine Verdi o en el Roxy, porque no puede evitarlo, porque ella creció en estas calles y ese rumor de vecindad es lo único que debe quedarle, ese prehistórico chirrido de tranvías y esos silbidos de afilador; tal vez por nostalgia de la inocencia perdida, por estar de vez en cuando cerca de la Casa de las huerfanitas de donde salió un día para no volver. Así hay que pintarla ante la doña: vivita y coleando, siempre al alcance de nuestra mano pero sin pillarla nunca, y así podrás ir tirando de la rifa, no seas tonto. Y que esa noche por fin diste con ella tirada en la acera del bar Continental, borracha y con la cabeza rapada, desconocida, hecha un callo, venérea del todo, chico. Pero se te escapó: aún tienes que encontrarla dos veces más y volverla a perder, no te me pongas nervioso, legañas, todo está calculado para que resulte confusa la historia y clara la pena.

Antes, en el otoño, cuando los niños kabileños empezaron a frecuentar la Parroquia siguiendo el ejemplo de Java, cuando ya iban siendo amigos de las catequistas e incluso de Susana, que se había apuntado al Cuadro Escénico, y todo el mundo era bueno con ellos y podían jugar al ping-pong y cantar en el coro, les pareció de pronto que sus salvajes aventis se deshacían en una bruma de ensueño. El cariño y la generosidad que les dispensó la Parroquia fue como descubrir un nuevo mundo. Pero aquella piadosa semilla de bondad no podía fructificar en la tierra baldía. El Tetas estrenó un jersey de Auxilio Social, a rombos negros y marrones, pero le seguían supurando los oídos. Luis escupía sangre. Con los primeros fríos llegaban siempre las guerras de piedras, la primera de la temporada fue una de las más sangrientas que hubo nunca en el barrio y coincidió con noticias frescas de Ramona.

Todo empezó una tarde que Sarnita montaba su parada de tebeos usados en la plaza del Norte, en la acera de Los Luises donde un ciego vendía cupones sentado en una silla de tijera. Los chicos de Los Luises le daban a una pelota de trapo y levantaban mucho polvo. Era un día de viento y él buscó piedras para sujetar los tebeos. Al poco rato llegó Luis con la merienda bajo el brazo y un montón de Merlín y Jorge y Fernando: Java tiene otra pila de Tarzán, dijo, acaba de conseguirlos a peso de papel, que vayas por ellos ahora mismo. Parecía muy cansado y respiraba mal, Sarnita le prestó sus juanolas, luego se fue a la trapería y Luis quedó vigilando la parada de tebeos, sentado con la espalda contra la pared. Empezó a toser, abrió la cajita de juanolas y se echó cuatro a la boca. Vendió un almanaque de Jorge y Fernando por veinte céntimos y cambió un Flash Gordon viejo por dos novelas de La Sombra sin cubiertas. La Sombra le gusta a Sarnita, pensó, estará contento. Algunos sólo se acercaban a curiosear, salían de los Hermanos y del colegio Divino Maestro. Sentados en un banco de la plaza, unos hombres con boina conversaban mirándose obstinadamente los pies, vistos de espaldas parecían no tener cabeza. Uno de ellos, apretándose el vientre como si acabara de recibir el impacto de una bala perdida, se dobló repentinamente sobre sí mismo y cayó de bruces sobre el polvo. Dos Hermanos que jugaban al fútbol con las sotanas arremangadas lo atendieron. Veinte iguales para hoy, cantaba el ciego, sale hoy. Cruzó por el centro de la plaza una mujer con turbante blanco y gafas negras meneando las caderas. El viento silbaba entre las ruinas de la fábrica de tintes de la calle Martí y azotaba el laurel asomado a la tapia de los Salesianos. Rodando entre el polvo, la portada azul de la revista Signal con aviones Messerschmitt cayendo en picado se enredó en los pies de Luis, que tosía con la merienda en la mano y sin haberla probado: media barrita de pan partida y dentro un taco de membrillo duro y negro como la pez. Cuando se disponía, suspirando, a hincarle el diente, vio a tres elementos que avanzaban hacia él con aire de pistonudos. Llegaron y manosearon los tebeos pero no compraron ninguno. Se juntaron dos más de Los Luises esgrimiendo raquetas de ping-pong, y luego otro que Luis reconoció: era del Palacio de la Cultura y llevaba una caja de zapatos con gusanos de seda y hojas de morera. Desbarataron la parada y rompieron una cubierta de X-9. Luis dejó a un lado la merienda. El de los gusanos, de pie, las piernas muy abiertas, le desafió:

– ¿Quién le rompió el brazo? ¿Quién de vosotros le dio la paliza, kabileño de mierda?

– ¿De qué me estás hablando, capullo?

– Lo sabes muy bien.

– Vete a la mierda, mamón.

– Sois la purria.

Sentado sobre los talones, oscilando, Luis empujó al que tenía más cerca y le arrebató el tebeo de las manos. Chaval, dijo, se está rifando una hostia y tienes todos los números.

– Acaba de pasar tu madre camino del cine Bosque -sonrió el otro aviesamente -. ¿Sabías que trabaja en la última fila del gallinero?

– Esta furcia no es mi madre.

– Lo es, y hace pajas y tiene una cicatriz en la teta. Luis parpadeó sorprendido, olvidando momentáneamente las ganas de follón del enemigo.

– ¿Una cicatriz? -dijo-. ¿Estás seguro? ¿Ésa que acaba de pasar tiene una cicatriz en el pecho…?

No le escucharon. Le pisotearon la parada. De un manotazo, Luis tiró al suelo la caja con los gusanos, llévate esa porquería, mariquita, dijo, largo o te hostio. El otro avanzó un poco más, sus secuaces le siguieron.

– No tienes derecho a hablar, tuberculoso de mierda. Y tu padre está en la cárcel

Una sonrisa primaveral afloró en la pálida boca de Luis, su pecho se infló.

– Porque se puede.

– Por rojo. Por eso está. Y tu madre hace pajas en el cine por una pela, todo el mundo lo sabe.

Luis se levantó apretando los puños. Una mueca dolorosa sustituyó la sonrisa.

– Repite eso.

– Tu madre es una pajillera.

– La tuya, hijoputa.

Se lanzó de cabeza a la bragueta, el otro aulló a las nubes. Rodaron por el suelo. Los demás se abalanzaron sobre él y le hicieron soltar la presa, la carne en la que ya clavaba las uñas y los dientes, y le patearon las costillas, le retorcieron el brazo y lo acogotaron de morros en la acera. Con el canto de las raquetas le dieron en la nuca y los flancos. El ciego orientaba su cara de palo en la dirección de los golpes, sale hoy, decía. En el centro de la plaza el partido no se interrumpió. Los hombres sentados en el banco miraban la pelea con húmedos ojos de pólvora, y ninguno se movió, ninguno fue a separarlos.

– Esto por lo que le hicisteis a Miguel -decía el que llevaba la voz cantante, pateándole-: Y esto, Y esto.

Cuando lo soltaron quedó a gatas, sorbiéndose el labio partido con la lengua, tosiendo. Recogió los tebeos destrozados y los restos de la merienda. Le vino el vómito y se tapó la boca con la mano, la sangre caliente se escurrió entre los dedos.

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