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Se fue corriendo a la trapería, quería decírselo a Java: la han visto en el cine Bosque, han tocado su cicatriz, tiene que ser ella. Antes de llegar, en la fuente de la calle Camelias esquina Escorial, metió la cabeza bajo el chorro de agua, le volvió la tos y le dolía tanto el pecho que tuvo que apoyar la espalda contra la pared. Su respiración era como un fuelle, y pálido, con los ojos desorbitados, no vio ni pudo responder a alguien que se paró a preguntarle qué tienes, hijo, por qué no te vas a tu casa. Era una vieja desgreñada con zapatos de hombre. Una flor de sangre emborronaba los labios de Luis. Con los ojos cerrados se dejó acariciar la cabeza por aquellas manos anónimas, se dejó reñir dulcemente, han insultado a mi madre, dijo, hasta que la vieja lo dejó y siguió su camino mascullando roncas contrariedades. Luis llegó a la trapería y contó lo ocurrido en la plaza del Norte a Java y a Sarnita. Estaba también Amén, al que Java envió corriendo en busca de los demás: primero ajustaremos cuentas con esos mariquitas, luego veremos si es verdad que era ella. Media hora más tarde estaban todos en la plaza del Norte con las bufandas cruzadas sobre el pecho como dos cananas y los bolsillos llenos de piedras, pero ellos ya se habían ido al solar de Can Compte en busca de municiones. Allí los pillaron. Atacaron a pedradas y los vieron huir sin poder coger ni uno; reaparecieron más tarde con refuerzos de Los Luises y la batalla se prolongó hasta la noche por las calles Alegre de Dalt, Balcells, Paseo del Monte y Martí, junto a la clínica del Remedio, cuyas altas tapias estaban erizadas de afilados cristales de botella. Los vecinos cerraron ventanas y balcones, fue una de las guerras de piedras más sangrientas que se recuerdan. Sarnita recibió una pedrada en la frente y llevó la cabeza vendada durante un mes. Amén se descarnó una rodilla y Martín se torció un tobillo. El que salió peor librado fue Mingo: al saltar la tapia de la clínica resbaló, se le enganchó el pantalón en los vidrios y quedó un instante colgado, agarrándose donde pudo; pataleó, dio un tirón para soltarse y le vieron quedar colgado con la muñeca clavada en un trozo de vidrio como un estilete, que al fin se partió. Brotó tanta sangre que pensaron que se había cortado las venas. Lo llevaron a un dispensario y en el taller de joyería donde trabajaba tuvieron que darle de baja, ahora iba con el brazo en cabestrillo y la frente vendada: una jeta de chico de película, unos aires de El prisionero de Zenda herido. Se aburría fuera del taller y por hacer algo acompañaba a veces a Sarnita en su recorrido por las tabernas vendiendo sortijas de hueso y postales de artistas de cine.

Por su parte, Java fue varias veces al cine Bosque con la esperanza de encontrar a Ramona, pero sin resultado. Un domingo a media mañana, Mingo llegó a la trapería muy excitado: ayer en el bar Viadé, explicó, un tipo que se conoce a todas las furcias de todos los cines le había comprado una postalita en color, aquella de la rubia alemana con katiuskas y corpiño, dijo que le hacía gracia que se pareciera tanto a una pajillera del Bosque que él conocía. Tuve una corazonada, dijo Mingo, y le pregunté cómo se llama. Ramoneta, dijo, se sentaba siempre en lo más alto del gallinero pero no vayas que no la encontrarás, chaval, últimamente se hace las matinales del Roxy. Entonces ocurrió que en el bar estaba el delegado de Falange, el tuerto, siguió contando Mingo, y me hizo la cusqui: tuve que devolver la calderilla y él se quedó con la postal. ¿Quién te dio eso?, dijo, ¿no sabes que no quiero que andéis por ahí vendiendo postales pornográficas? No hago nada malo, camarada, le digo yo, son postales de la trapería, artistas que no enseñan nada, sacamos unas perras para un boniato. Pero el cabrón del tuerto me dice embustero y me suelta una hostia que todavía estoy dando vueltas. Así por las buenas. Me quitó todas las postales y me dijo no quiero verte más comerciando con esa porquería en las tabernas o te hago encerrar en el Asilo Durán. Eso fue anoche. Esta mañana voy a la matinal del Roxy, y ahora viene lo bueno, Java, ¡porque allí está ella, en la penúltima fila!

– ¿Seguro?

– No la he visto bien la cara y lleva la cabeza liada con un pañuelo, creo, pero, te lo juro, es ella. Con esta mano acabo de tocar sus pechos bajo la blusa, la cicatriz.

– ¿En el izquierdo o en el derecho?

Mingo se quedó pensando, el brazo en cabestrillo, a ver, dijo, se sentó sobre las revistas como en una butaca, alzó el brazo libre y movió la mano en el aire sin mirar, como si removiera a ciegas en un saco de manzanas, a ver, sí, era el izquierdo.

– Una pela me ha cobrado -añadió-. Y lo hace de lo más bien. Dame el pañuelo, me ha dicho, y al devolvérmelo, ¿cuánto?, le digo. Una peseta. Y corriendo a avisarte, ni he visto la peli, acababa de empezar.

Al sumergirse Java en la penumbra plateada vio a Arsenio Lupin manejando una linterna eléctrica en el salón oscuro de una lujosa mansión: guantes blancos, pañuelo de seda al cuello, chistera ladeada sobre una ceja. La gran platea estaba casi vacía; algunas parejas que se hacían arrumacos con las cabezas juntas y algunos hombres diseminados, solitarios, envueltos en raídos chubasqueros y bufandas. Hacía más frío en el cine que en la calle. Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, de pie en lo alto del pasillo, buscándola. En las últimas filas, varios pares de ojos brillaban como ojos de gato hambriento, recibiendo el resplandor intermitente de la pantalla; una que comía un bocadillo le siseó, otra se había dormido con la cabeza sobre el pecho: el pelo muy corto, gafas oscuras, una blusa lila con hombreras torcidas, como mal colgada en una percha. Se sentó a su lado con silenciosos movimientos de felino y se deslizó la mano en el escote de la blusa. Ella respiraba pesadamente como en un mal sueño, una bolsita de caramelos en el regazo. Conservaba bajados los tirantes del sostén y una ternura caliente entre pecho y pecho. La mano de Java ciñó el izquierdo, pequeño y tibio, y los dedos buscaron la cicatriz, aunque no hacía falta: acababa de reconocerla a pesar del nuevo corte de pelo, el turbante y las gafas.

– Qué sueño, hijo -murmuró despertando, todavía sin fijarse en él pero ya depositando en su bragueta una mano que parecía tener vida independiente de su voluntad y de su cuerpo, ingrávida, solícita, viendo a Arsenio Lupin inclinarse muy gentil y elegante ante una dama de luminosos hombros desnudos. Entonces se volvió y lo miró: un sobresalto-. Vaya.

Retiró la mano pero Java se la volvió a coger, atrayéndola. Ramona se quitó las gafas negras para verle mejor.

– Espera -miró en torno con ojos de pantera acorralada mientras su mano permanecía sobre la sensible carne de él, que ya percibía los golpes de la sangre.

– Pasaba por aquí y entré -dijo Java, ladeado en la butaca y besando su cuello-. Qué casualidad, ¿no? Me alegro de verte, en serio, me gustas, pienso en ti desde aquel día…

– ¿Con lo mal que lo pasamos? ¿Me has mirado bien, rico? ¿Qué te gusta de mí?

Pensó confusamente, excitado: aquellos temblores de la pelvis, aquel entrechocar de dientes, aquel acurrucarte a mi lado como un perro dócil y asustado.

– Tus pechos -dijo-. Me gustan mucho tus pechos.

Ella se rió suavemente.

– ¿Qué dijo de mí el mirón? Supongo que se le pasarían las ganas de volver a ocuparme.

– Ya te dije que nunca hablé con él.

– Me has seguido. Me buscas para llevarme otra vez allí.

– ¿De quién te escondes, por qué tienes miedo?

– ¿Quién, yo? Qué gracia. Ves demasiadas películas, niño.

– ¿Pues por qué no repetimos, en aquella cama…?

– No me acaba de gustar esa clase de trabajo.

– Tampoco has vuelto por el bar Continental. ¿Por qué?

– Me convenía un cambio de aires -estaba rígida, apresada en sus rápidas deducciones, pero su mano reaccionó en seguida-. Venga, no me entretengas. La película terminará pronto.

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