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– Dije que esta noche no quería ver a nadie por aquí -Java se volvió a mirarle, giró con mucha energía y la capa roja revoloteó en torno a él reflejándose en el espejo-. Hola, no sabía que habías vuelto.

– ¿Qué puñeta haces vestido de Satanás? -dijo Sarnita.

– De Lucifer.

– ¿Te han dado un papel en la función?

– Todavía no. No toquéis nada -ordenó Java, probándose una perilla y unos bigotes puntiagudos que olían a pegamento.

Martín ya revolvía los cajones de la consola, y se probó un antifaz negro. El Tetas se ponía pelucas frente al espejo. Amén se ceñía un cinto plateado con una espada, la desenvainó, besó la cruz y luego ensayó una estocada. Mingo y Luis se disponían a tapar la boca del pasadizo, encajar los tochos y arrimar el baúl. Java los paró:

– No hace falta. Os vais a ir en seguida.

– Sarnita quería saludarte, hombre, sólo hemos venido para eso -gruñó Mingo-. Y para enseñarle el refugio.

– No deben veros aquí -Java nervioso, Amén paseando a su alrededor, observándole con sonrisa burlona, y él -: Tú qué miras.

Tiró los bigotes y la perilla sobre la consola. Amén le palpó los cuernos de la frente.

– Flojos, como salchichas -dijo-. No pareces el Demonio, Java.

– Pareces el Capitán Maravillas -dijo el Tetas-. La capa roja es fermi.

– Marchaos, puñeta.

– Lo que pareces es un obispo -dijo Amén.

– ¿Nunca os contó cómo conoció al obispo? -dijo Sarnita-. Por mi madre. Luego me recordáis que os lo cuente…

– Tetas, deja las pelucas en su sitio -irritado Java, empujándole-. Fuera todos, venga.

– Oye una cosa -dijo Sarnita, y la bombilla del techo iluminaba su cabeza, pelona, con sus costras verdes de azufre-. ¿Por qué no te deja hacer la función, el inválido?

– Yo sé por qué -de malhumor Java-. Pero me dejará.

– Te tiene manía -dijo Luis.

– No me tiene manía. Pero esta noche me dará el papel, por mi madre te lo digo. Tengo un plan, hice un trato con la Fueguiña y con Juanita.

– ¿Qué trato?

Java no contestó. La cabeza gacha como para embestir, la mirada remota en sus ojitos legañosos, le temblaban los birriosos cuernos de trapo y se paseaba embozado en la capa roja como un malo de película de mosqueteros.

– ¿Qué tal por tu pueblo? -dijo.

– Me han hecho pencar -Sarnita curioseaba el interior de una gran caja de madera, entre la paja y papeles de periódico envolviendo vajillas medio rotas. Oyó a Java bramando:

– ¡¿Queréis largaros de una vez?!

– ¿Y tú te quedas? -dijo Sarnita.

– Apaga las luces y se queda escondido en la sala, entre los bancos -dijo Amén-. Y cuando ensayan se sienta y se deja ver, como si acabara de entrar por la puerta principal, ¿entiendes?

– No.

– Sentí lo de tu padre -dijo Java muy serio-. ¿Dejó algo antes de colgarse, alguna carta, la dirección de alguna furcia de esas que él conocía…?

Ahora Sarnita se miraba en el espejo: escupió el suelo.

– No sabía escribir.

Java se desvistió, se quitaba la roja piel de demonio a tirones. Su ropa estaba tirada sobre el bidet. Sarnita vio el bidet y exclamó:

– ¿Por qué habéis traído aquí el lavapollas? ¿O no es el mismo?

Apartó la ropa y vio los regueros de pólvora quemada en la pulida taza: una tupida red de líneas color tabaco.

– Es el mismo -dijo Luis, sentado al estilo moro en el baúl-. Fue idea de Martín.

– Vale, bien hecho -dijo Sarnita-. Todas las huerfanitas deben tener el conejo sucio, se lo lavaremos aquí. ¿Cuándo pillamos una, Java?

– Tranquilos. Ya veremos.

– Ahora te habrás hecho amigo de todas.

– ¿Yo? Qué va. Venga, marchaos. Sarnita fisgaba entre los decorados.

– ¿Y los otros tormentos?

– Ahí detrás, bien escondidos -dijo el Tetas.

– ¿Y esa campana?

– La Campana Infernal -dijo Amén-. Algo nuevo, chaval, lo nunca visto. ¿Quieres probarla? -agarró el martillo-. Métete dentro.

– Animal, que te van a oír -dijo Java-. Suelta eso.

Sentado en el suelo, Java se calzaba las ásperas botas de racionamiento de suela claveteada y puntera de metal: ellos se las miraban con envidia. ¿Un regalito de la viuda Galán?, dijo Sarnita, y Java se levantó y le hizo una seña. Alzó la arpillera que cubría la pequeña abertura en la pared de ladrillo y pasó al escenario. Sin luz. Ven, dijo, y Sarnita le siguió. Bastaba la luz que se filtraba a través de la arpillera para ver el escenario de tablas, desierto, la diminuta concha del apuntador, forrada con una tela roja, las candilejas de cinc abollado, y más allá, la oscura sala con los bancos de misa en formación, sin pasillo central. Java le empujaba otra vez al vestuario: ya lo has visto todo, ya podéis largaros, y se situó junto al baúl, un ladrillo en cada mano y dispuesto a tapar el pasadizo en cuanto ellos salieran. El último en meter la cabeza fue Amén, Java lo paró para registrarlo: se llevaba una peluca de diablo entre el jersey y el pecho. Trae acá, cabrito, que tú acabarás en el Asilo Durán.

Me moría de ganas de quedarme, pero te obedecimos todos, legañas, te dejamos solo allí dentro, oímos cómo ilusionado taponabas la salida y arrimabas el baúl. Salimos por la boca del refugio a la calle Escorial. No hacía nada de frío y brillaban las estrellas, no era muy tarde: teníamos tiempo de contar una aventi sentados en la acera, debajo de una acacia. Vimos correr bajo la luz mortecina de una farola a dos mujeres enlutadas con sacos en la espalda, desaparecieron encorvadas tras la esquina de la calle Laurel. Luego, Amén se desprendió del cinturón de plexi y propuso echar un buchi: cuando nos faltaba Java caíamos con frecuencia en los juegos de críos.

Pero todo quedó en nada: lo que de verdad nos habría gustado esa noche era verte actuar, fullero. Así que nos separamos y yo acompañé al Tetas hasta su casa en la carretera del Carmelo; había ventanucos iluminados en las barracas, alguna radio encendida, el llanto de un niño. Me despedí del Tetas y regresé al refugio, a oscuras y a rastras volví a recorrer el pasadizo, un ratón se paseaba por mi pierna y de un manotazo lo lancé por los aires, quité los tochos y empujé el baúl.

Ya estaban ensayando en el escenario iluminado, vocalizaban despacio simulando una rabia infernal, reconocí la voz del director escénico: «¡La ira abrasa mi pecho, rayos mi incendio vomita; pues yo rabio, rabien todos!» Me moría de ganas de verte actuar. En la pared de ladrillo que me separaba del escenario había varios agujeros del tamaño de monedas: eran para sujetar los decorados el día de la función, escogí el más bajo y me senté a caballo sobre medio tronco de árbol de cartón y cerré un ojo: podía ver a Juanita la «Trigo» en plan de Virgen esperando su turno entre bastidores, con las manos juntas como si rezara pero bostezando, y a cinco pastores de Belén sentados en torno al fuego y la olla, con sus zamarras y panderetas, y a la apuntadora en la concha; era la mayor de la Casa y responsable de devolver a las huérfanas a la calle Verdi antes de medianoche y sin novedad. No se veía a la Fueguiña por ninguna parte. Rumiaba yo dónde se ocultaría el que daba las órdenes, cuando se movieron un poco las pesadas cortinas color miel y detrás se oyó con claridad el doble y agudo chillido de pájaro y asomó por la abertura la contera plateada del bastón, y detrás el alférez en su silla de ruedas, la espalda muy erguida y el cabello engomado y reluciente, el bigotito negro y la cara blanca como la cera. La sahariana impecable y tan ceñida, de esquinadas hombreras, le daba un aire de héroe frágil y obstinado, con el botón superior sin abrochar dejando ver una fina toalla color crema alrededor del cuello. Desde las sombras dirigía la función con firmeza y autoridad, y en ocasiones invadía bruscamente el escenario manejando su carrito con endiablada habilidad y rapidez, acudía compulsivo y solícito a situar bien un personaje, a corregir el detalle de un vestido, una postura, una peluca. Tenía el cuaderno en el regazo, sobre el mantón dorado que ceñía sus piernas, el bastón en una mano y en la otra la cañita de bambú. El retraso de Luzbel no era normal, dijo: Dónde se habrá metido, siempre llega tarde, pero hoy se ha pasado. Y su taco preferido: Jolines.

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