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– ¿De qué parroquia eres, hijo mío? -por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua.

– Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia…

– Por eso.

– Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el Guinardó.

– La conozco. Parroquia de misión -una pausa y, más suave-: ¿Cómo te llamas?

– Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima.

– Llámame Gregorio.

Cabeceaba complacido, sin descomponer su figura. Nuevo y largo silencio. Diríais que el palacio está dormido, no se oye ni una mosca. Pasan cinco minutos, quizá diez: muy tieso en la silla, mirándole fijo, arropadito en su amplia capa de seda, el señor prelado parece una figurita de porcelana. Java espera nuevas preguntas y sostiene su mirada, pero el silencio se prolonga. Sospecha que es urgente hacer o decir algo, no sabe el qué. Saca de nuevo el peine y se lo pasa rápidamente por los cabellos. Su Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo. Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante. Hinchando los carrillos sopla su Eminencia unas motitas de polvo en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad, ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya: porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo arreglaré.

Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué, Java rumia la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero qué, chavales, qué.

– Entrar en el seminario -era la voz chillona de Amén, sofocada por el rugido del automóvil negro que remontaba penosamente la calle Escorial: una niña rubia aplastaba la cara contra el cristal de la ventanilla y miraba a los trinxes sentados en la acera-. Decirle: quiero ser cura de almas.

– No, capullo. Pedirle una camisa azul y un machete de flecha -dijo el Tetas distraído, mirando de reojo el rojo resplandor trasero del gasógeno-. Pero es igual, sigue. ¿Qué pasó después?

Pasó que el señor obispo le pregunta: ¿te gusta la música, hijo mío?

– Ya lo creo. Mucho.

– ¿Qué clase de música?

Tarda unos segundos en contestar, el puta:

– Clásica. Sobre todo el vals.

Vuelve a levantarse el prelado, va a la gramola y escoge una placa, sopla el polvo, la coloca, roza la aguja con la yema del dedito y con sumo cuidado deja que la punta enfile el surco: La leyenda de los bosques de Viena. Y la música resuena fuerte, fortísimo y emocionante por todo el salón mientras Su Ilustrísima, de nuevo sentada ante él y muy quieta, lo mira a los ojos sonriendo con dulzura, lo mira y lo mira fijamente. Tengo que hacer algo, se dice Java, pero qué, Dios mío, qué. Y el vals endulzando el ambiente, cayendo sobre sus cabezas como una miel. Todo pasó como en un sueño. El disco seguía girando, y hasta el rasguño de la aguja en el surco, en los intervalos de silencio, tenía una solemnidad, una emoción, y Java diciéndose: has de hacer algo ahora mismo, pero ya. Y de pronto, fulminado por la evidencia, como si tuviera una revelación, Java comprende al fin, se le aclara todo. Y se levanta despacio, camina hasta el señor obispo y, ofreciéndole la mano, la palma hacia arriba, le dice:

– Eminencia Ilustrísima y Reverendísima, ¿me concede este baile?

En lo alto ya de Escorial, en el repecho de la Travesera, el gasógeno trasero del coche pedorreó y soltó chispas y carbones encendidos. No te distraigas, Sarnita, no te pares ahora.

¿Alguna vez habéis tenido a un obispo en los brazos, chavales? Huelen bien: a cera virgen, a parquet de casa de ricos, a nardos de entierro, a masaje Floïd. Nada más tocarlo, cruje como la seda. ¿Podéis imaginar por un momento lo que es eso, mamones? Pasando suavemente el brazo por debajo de la capa, enlazas su talle y, erguidos los dos sobre las puntas de los pies, cierras los ojos y a volar, a volar gloriosamente por todo el salón siguiendo los compases del vals hasta marearse, su amplia capa de Ilustrísima abriéndose como alas de fuego con los bordes ondulando y rozando las cortinas color miel, las butacas de terciopelo y el diván verde y el biombo y los fusilados al amanecer, vueltas y más vueltas hasta perder el sentido, hasta que la toalla amarilla se le desprendió y empezó también a flotar por su cuenta. Evolucionaba como sobre ruedecitas invisibles bajo los faldones de seda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados por el éxtasis. Murmuró con unción las palabras en latín: In te confído non erubáscam y recostó la frente sudorosa en el hombro de su pareja, desfalleciendo con el cabello engomado, el negro bigotito y la cara blanca como la cera…

– Pero no fue a Lourdes -dijo Sarnita-. El alférez Conrado sí, aunque no hubo milagro. Lo llevaron sentado en su silla y volvieron a traerlo sentado en su silla.

Mingo se levantó de la acera bostezando y con el relente de la noche en las nalgas. Se quedó en cuclillas, sobándose el trasero helado y con el pelo encrespado apuntando a los luceros. Amén se había desprendido de su cinturón nuevo de plexiglás transparente y sacó el buchi del bolsillo y propuso una partida antes de ir a dormir. Martín, Luis y el Tetas propusieron distintos planes: a ninguno le interesaba la continuación de la aventi, pero Mingo aún dijo:

– Así que no consiguió ir a Lourdes. Mierda.

Consiguió algo mucho mejor -¿dijiste?-. Que Conradito se fijara en él -¿llegaste a decirlo?, pensó engullendo el último bocado de pastel, el último sorbo de coñac-: Y lo que le pasó días después en el bar Continental, comprando trapos viejos y papel, su sorpresa al oírle decir a la dueña: ¿quieres ganarte unas pesetas sin mucho trabajo? Pues pásate mañana por tal sitio a tal hora, te presentaré a una amiguita, en fin, así empezó casualmente su carrera, un día haciendo de camillero…

– Por fin te encuentro, rajatripas -la voz bestial del doctor Malet, la mano de carnicero en su hombro, su buen humor de siempre-. ¿Qué hay del encargo que te hice?

– Todavía nada.

El celador se levantó, le dio un último y experto lengüetazo al interior de la copita, cogió las sobras del pastel y un palillo y volviéndose al mostrador se despidió con la mano: vale, Paco.

– ¿Cómo nada? -dijo el doctor Malet-. ¿Y la autopsia? Los van a enterrar y tú sentado aquí tranquilamente, alimentando tu cirrosis, ja, ja, toma, fuma. Menudo elemento. Estuve esperándote en el laboratorio -y bajando el vozarrón-: No ha venido nadie, parece que no tienen familia… Ah, pillo, bien que repartes huesos entre las guapas estudiantes, ¿eh?

– Puede que aún venga alguien -gruñó Ñito alejándose hacia la puerta del bar, triturando el palillo entre los roídos dientes. Con una repentina viveza en las piernas alcanzó la salida y se escabulló sin oír la llamada del doctor Malet. Cuervos, escupió, cuervos.

Se encerró en el depósito y allí consideró por vez primera en mucho tiempo la indestructible suciedad y el descalabro de las baldosas, la sangre y los humores y el polvo de la muerte agazapada en los rincones. Ronroneaba el frigorífico con los cadáveres encajonados, y la macilenta luz de la bombilla del techo caía sobre las formas rígidas en las camillas. Siempre juntos, hombro con hombro, los gemelos muertos tenían los cabellos enzarzados y los sexos arrugaditos, negros como pasas. A ella le dedicó una distraída mirada que apenas se demoró un segundo en sus piernas antiguas, de pantorrilla grávida y tobillo fino. Guardó los restos del pastel en el cajón de la mesita, luego lavó unos calcetines, los colgó en la cuerda tendida entre el armario y la percha, y, descalzo, pisando una mugre sedosa adherida a las baldosas, tiró del cajón del frigorífico, acercó el taburete, se sentó y apartó el borde del lienzo: indagando con extraña porfía, bizqueando por la proximidad, sus amistosos ojos de agua recorrían el perfil tenso y anhelante del ahogado como si escudriñara corrupciones sin nombre en la turbia memoria de una vida. Alzando con el dedo los párpados yertos y amoratados, podía ver, podía leer: en todos los ojos de los muertos había aquella cenagosa profundidad de pantano, aquel paraíso infantil anegado por las aguas. Cuervos, más que cuervos.

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