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Se abre una puertecita y aparece un cura alto y sonriente, decidido, señalándonos con el dedo: ¿Parroquia de Las Ánimas Expiatorias del Purgatorio?, por aquí, y le seguimos, y otro pasillo alfombrado, otra antesala y otra sala más pequeña con sillas altas, rojos cortinajes y puertas forradas de terciopelo. Lámparas de cristal, grandes cuadros de santos y olor a cera perfumada. Todavía Las Ánimas no es Parroquia, mosén, aclara la señorita catequista, qué más quisiéramos, pero sólo es capilla, todavía. Y el cura sonriendo: ya lo sé, hija, pero pronto reemprenderemos las obras, Su Ilustrísima tiene gran interés en ello, pronto veréis satisfecho este santo anhelo vuestro. Y que ahora tuviéramos la bondad de esperar aquí, en esta sala, Su Ilustrísima saldría en seguida. Y se va braceando y campanudo con el fru-fru de su amplia sotana de seda, desaparece por una puerta. Todos quedamos con los ojos clavados en esa puerta y apretujándonos en una esquina de la alfombra, susurrantes y atemorizados, como si nos cercaran las aguas de una inundación. Qué emoción y qué canguelo, chavales. Cojeando, ayudas a la catequista a mover la silla del inválido encarándola a la puerta, pero hay otras puertas y quién sabe por cuál entrará el señor obispo. Entonces, por primera vez, el alférez cambia una mirada con él, unas palabras de agradecimiento, y luego ya no le quitaría ojo. Así, mirad, con las manos ateridas entre los muslos, bajo la manta que cubre sus piernas enfermas, así lo mira…

– ¿Qué quieres decir? ¿El alférez se había dado cuenta que no era bizco ni tullido, había descubierto su truco?

– Puede. Pero no era por eso que lo miraba tanto.

Y Java se da cuenta del peligro. Y se apresura a mostrar un tembleque repentino de la mano, unos tics nerviosos en el ojo, en la mejilla: hace su papel de Quasimodo, el campanero de Notre Dame. Pero el otro ojo, zorrero, no deja de calibrar esa insistente mirada del Provisional.

– Pistonudo -dijo Amén -. Java se las sabe todas.

– Callaros la boca -protestó Luis-. Sigue, Sarnita, que está chachi.

Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante enmarcada la figura purpurada de Su Ilustrísima: bajita, barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho, una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la púrpura de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despacho: ahí sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligreses se ha alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de este pobre meningítico.

El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado?

Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente.

– ¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? -dijo Amén-. ¿Y que a Java se le curarían las legañas? ¿Por eso lo recomendó al obispo?

– Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas -dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote.

Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos.

Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor.

Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano.

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