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También le preguntó la doña por qué no íbamos a Las Ánimas, no en plan monaguillos como Amén y el Tetas, no a misa o a rezar, si no queríamos, sino a divertirnos y hacer amistades, a pasarlo bien con los demás chicos, recordó Sarnita avanzando a gatas detrás de Mingo, y en seguida a rastras: tocaban el techo con la cabeza. Entonces, si es verdad lo que le dijo la doña, que su Aurora había sido tan buena y devota que incluso llegó a directora de la Casa, aunque sólo unos meses durante la guerra, pues está bien claro por qué le han entrado al legañoso esas repentinas ganas de meterse en la función de Las Ánimas: quiere arrimarse a las huerfanitas, tirarlas de la lengua y luego irle con el cuento a la doña. Ella misma le sugirió la idea, ¿os acordáis?: alguna de las mayores quizá sepa dónde vive ahora.

– Además, que no os hará ningún mal pasar por la parroquia de vez en cuando -dijo la señora Galán-, Que necesitáis que os sujeten un poco, hijos, al menos allí no aprenderéis nada malo y no estaréis callejeando todo el día. Que sois un poco golfos, ¿eh?

– Sermón habemus -dijo Amén.

– Le cantó la monserga una y otra vez: piensa que harás una obra de caridad -dijo Sarnita-, piensa en esa pobre chica lanzada a los peligros del mundo, del demonio y de la carne, le dijo la doña. Pero a Java sólo le interesó la recompensa, lo que fueran a darle por el trabajito.

– Una escopeta de balines -dijo Luis-. Eso fue lo que le pidió a la doña.

– ¿De dónde has sacado eso, banau? -dijo Martín.

– Yo que lo sé.

– Tienes goteras en el coco, chaval.

– ¡Silencio! -ordenó Sarnita.

Avanzaban a rastras, ayudándose con los codos. Era reciente el pasadizo, olía a caca de gato. Habéis trabajado duro, dijo Sarnita, y Amén desde la cola de la comitiva; tres noches seguidas. ¿Y adonde lleva? Espera y verás. La luz de la linterna oscilaba rítmicamente en la mano de Mingo, recogía tierra y más tierra arañada, escarbada: techos y laterales angostos con huellas incisivas. Tiene ocho metros, dijo Martín, ya llegamos. Tras él, pegada la boca a sus nalgas, la tos seca de Luis. Estás podrido, chaval. Y cuando ella se despidió y salió de la trapería. Java quedó sentado frente a los restos del «brazo de gitano», la barriga llena, el cabrón, pesado como una boa digiriendo una vaca y envuelto en el suave perfume de la señora, en el eco bondadoso de su voz.

– Salió llamando a su hijo el Alférez. ¡Conradito! -dijo el Tetas. Que dormía en el taxi, recordó Mingo, y que habían podido mirarle a gusto: sus botas bien lustradas, su cinto y su correaje, su estrellita dorada sobre el pecho, sus piernas enfermas y su toalla alrededor del cuello como una bufanda de seda. La doña acarició de nuevo la cabeza de Amén, que mantenía abierta la puerta del taxi mientras ella subía, firmes como el botones del Ritz. Y luego la carraca aquella desapareció envuelta en el humo del gasógeno en la esquina Camelias dirección Cerdeña.

Final del pasadizo subterráneo: la madera vieja y claveteada de un baúl, iluminada por la linterna, taponaba la salida por el otro lado. Mingo empujó el baúl y entraron astillas de luz en el pasadizo. Apagó la linterna y la sostuvo entre los dientes, mascullando: ¿Java…? Se oyeron pasos al otro lado del baúl, una blasfemia y maldiciones, mientras uno tras otro salían de la madriguera como conejos.

Cegado por la luz, Sarnita aún no veía nada. Le dieron un codazo en los riñones.

– Despierta -dijo Martín -. Estás en los infiernos de Lucifer.

Era una parte de la cripta, o lo que sería la cripta, enclavada entre los cimientos de la obra inacabada que gravitaba ruinosamente sobre sus cabezas, la iglesia futura. Servía de vestuario al Grupo Escénico de Las Ánimas y era un local subterráneo con columnas, techo alto y abovedado y paredes de ladrillo recubierto a trechos de cemento sin pulir. El piso era de tierra roja y dura, amazacotada. Tenía forma de media luna, esa parte, porque se alzaba un parapeto provisional, de ladrillos, combado, con una abertura y una arpillera colgada a modo de puerta, dividiendo lo que se usaba como vestuario del resto de la cripta: el teatrito y el pequeño patio no de butacas sino de bancos de iglesia, con respaldo y reclinatorio. Sarnita olía a crema de cacao, a sudor agrio, a cabellos de vieja. Con cierto asombro observó a su alrededor: arrimados a las paredes, grandes paisajes pintados en telas bamboleantes y armadas con listones de madera, un mundo chato y sorprendente, violento de luz y color; había montañas de cumbres nevadas, verdes y frondosas arboledas, floridos jardines con surtidores de agua clara y arcos de boj, casitas blancas en la lejanía de fértiles valles, calles con farolas encendidas, fachadas con puertas y balcones y alfombrados pasillos que no conducían a ninguna parte. También había cortinajes rojos y negros, troncos de árbol de cartón y yeso en forma de media caña, sillas antiguas, butacas desvencijadas y candelabros, un viejo diván de seda verde, baúles y cajas de madera conteniendo terciopelos y gasas con lentejuelas, una consola con pelucas y barbas, cuadernos de la Galería Dramática Salesiana, un bidet, espejos y una campana de bronce sobre cuatro pilas de ladrillos.

Sarnita silbó de admiración: mejor que los Encantes, dijo, y al darse la vuelta le vio de espaldas, mirándose de cuerpo entero y plenamente satisfecho en el espejo ovalado: vestido de rojo desde los tobillos hasta los cuernos sulfúricos, con calzas rojas y airosa capa roja de alto cuello duro, el mismísimo Luzbel ensayando malvados ademanes de poder, apretando con rabia los lívidos puños de nudillos despellejados y manchados todavía con la sangre inocente de Miguel: Java.

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Al principio sólo tenían un viejo revólver de culata de nácar y tambor desencajado. Se establecería por fin el primer contacto en la boca del metro Diagonal. Dos cenetistas de los viejos tiempos que se reconocen, que no necesitan pronunciar las palabras clave. Pero Bundó sabría más tarde que Palau le había marcado hasta allí, desapareciendo seguidamente por las escaleras del metro al ver que se abrazaban.

– Salud. Ya era hora que os decidierais a venir -diría Bundó-. ¿Cuántos sois?

– Tres. Sendra, el Fusam y yo.

– ¿Nada más?

– Y gracias. La Central aún no quería enviarnos, sobre todo al saber lo de Artemi. Ha sido iniciativa de Sendra.

– Ya. Pocos y mal avenidos -suspira Bundó.

– Paciencia. Lo primero es establecer contacto. Ya te contará Sendra, vamos caminando.

Subían por el centro del Paseo de San Juan, entre niños y palomas. El fotógrafo ambulante comía de pie, la fiambrera a lomos del caballo de cartón, la botella de vino en el sobaco. Entraron en el bar Alaska y escogieron una mesa apartada.

– ¿Es un sitio seguro? -Navarro recelando.

– Ninguno lo es y todos lo son, te darás cuenta cuando lleves una semana en Barcelona. ¿Qué tomas?

– Un vino.

– ¿Seguro que vendrá Sendra? No conoce el sitio. Sonreía Navarro con aire de suficiencia:

– No tardarás en verle entrar por esa puerta. Paladeando: vino del país, coño, aunque esté bautizado cómo entra, casi tres años sin probarlo, blanco del Penedés un poco ácido. Con Sendra se siente uno seguro, añade, yo creo que hasta se hace invisible, Bundó, en serio. Tenías que verle guiándonos con sus prismáticos y su mochila llena de petardos, ni un tricornio se nos cruzó. Y calcula: de Perpigan a Berga bordeando Puigcerdá, cruzar la Sierra de Montgrony hasta Montemajor y luego por la ruta de Guardiola, recuerda: en una época en que aún no tenían bases, anticipándose a los mejores guías y abriendo una de las rutas que años después tanto habría de utilizar el Masana. Y su labor en Toulouse desde el principio, reclutando los camaradas de la brigada mixta dispersos en los campos de Argeles y Barcarés, en Montpellier y en Carcassonne, camaradas maltratados por los senegaleses y luego penando en fábricas y viñedos, en minas, embalses, carreteras, recibiendo una paga miserable, ya, la dulce Francia. Y piensa en las tormentosas reuniones en la Sindical de la rue Belford, formando el primer grupo que quería pasar clandestinamente, en las discusiones interminables con los que recelaban de Sendra por su pasado comunista, en la decisión final de Sendra de llevar adelante el plan y venir a pesar de todo, sin tropezar con un solo tricornio, es un jabato, Bundó, verás cuando le conozcas.

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