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– Lo repartirás con tus amigos, pero guarda uno para tu abuela -dijo la doña, y sus ojos azules de muñeca parpadeaban sonrientes-. Anda, come un poco mientras charlamos.

Le contó a Java que en Las Ánimas ahora recogen comida, ropa y medicinas, ya tenemos un pequeño dispensario y todo, se está haciendo una lista de las familias más necesitadas del barrio, y tú y tu abuela…

– ¿No tenías también un hermano?

– Ya no lo tengo, señora.

– ¿Y cómo es eso?

– Se fue. Un día se enroló en un barco y se fue. Siempre quiso ser marinero. -Y masticando sin parar, receloso-: ¿Sólo ha venido a preguntarme cuántos somos en casa, doña, sólo eso?

– También he venido a pedirte un favor.

– Mande.

Entonces ella bajó un poco la voz, pero nunca dejó de sonreír, de parpadear. Primero le preguntó si sabía que el Centro también se ocupaba de ayudar a los feligreses necesitados no sólo con comida y ropa… Se interrumpió y fue al grano:

– Hace tiempo que la Congregación busca a una persona que tú conoces, te han visto con ella. Es alguien que queremos ayudar y no sabemos dónde vive.

– Ah -dijo él, y pellizcó otro pedazo de dulce en la falda de la doña, mirando sus ojitos pillos y burlones, sus dientecitos forrados de oro-. Yo conozco a mucha gente, los traperos nos metemos en todas las casas, hablamos con todo el mundo.

– Por eso he pensado en ti.

Le iba a pedir que denunciara a alguien, dijo Luis, a que sí. Protestaron Amén y el Tetas: cómo puedes pensar eso de la doña, es buena como el pan. ¿Y qué más, Sarnita?, no te pares ahora, te has dejado en el buche lo mejor: ¿quién era?

– Una meuca, tótilas. Una furcia.

– Una chica -dijo la doña-, una pobre chica descarriada, que ha sufrido mucho. Se llama Aurora Nin.

Java meneó la cabeza.

– No conozco a ninguna con ese nombre, doña.

– Seguro que ahora se hace llamar de otro modo, incluso se habrá teñido el pelo. Tendrá mucho miedo, la pobre.

– ¿Por qué?

Dudó unos segundos la doña, ladeó la cabeza con aire triste, suspiró.

– Por algo malo que hizo una vez, hijo. Pero eso no importa ahora. Está sola y sin recursos, desesperada, necesita nuestra ayuda y sabemos que se esconde. Antes, cuando era una chica formal y devota, venía a la parroquia, pero ahora debe darle vergüenza encontrarse con conocidos…

Se explicaba la doña moviendo mucho las manos y los ojos, contenta de verle comer a dos carrillos: una nueva iniciativa del Centro Parroquial, salvar a estas infelices si es que aún estamos a tiempo, ingresarlas en el Patronato de Redención de Penas, en Gerona, pero además con esa Aurora Nin ella tenía un interés especial en ayudarla porque de jovencita la tuvo de criada, y que siempre fue muy buena y se hizo querer. Y que él tenía que conocerla porque casualmente alguien les había visto juntos en la calle Mallorca una tarde que hubo una concentración falangista y todos cantaban el himno saludando brazo en alto.

Java inmovilizó sus mandíbulas, recordaba, su boca llena de crema con gustito a canela, y alzó la cabeza y achicó los ojos, rumiando igual que cuando cuenta una aventi de espías y de pronto le falla la inventiva y quiere ganar tiempo, el puta, ya casi no quedaba nada del «brazo de gitano».

– ¿Cómo? ¿Quién nos vio?

No es seguro que el alférez Conrado, que aguardaba en el taxi, fuera el instigador de aquello. Ni se nos ocurrió pensar que pudiera saber algo, o que alguien hubiese hablado con él, alguien que esa tarde les vio desde las filas azules en posición de firmes. Una pobre pareja hambrienta, apestando a orines y con el brazo en alto, forzados a saludar el himno nacional en plena calle, es algo que hoy puede sugerirle a usted una idea de la intolerancia y la humillación del ayer, Hermana, pero entonces no le habría parecido tan fuera de lugar al que mirara: un par de asustados y apestosos ciudadanos en medio de un rebaño de asustados y apestosos ciudadanos, eso es todo. A menos que a ella la conocieran de antes…

Por eso Java insistió: ¿quién dice que nos vio?, y la doña dijo un antiguo chófer nuestro, pero es igual, hijo, quizá se confundió. Hum, hizo Java, ¿su hijo de usted también la trató?, preguntó distraídamente, pero la doña ahora reflexionaba, los ojos casi en blanco, escogiendo las palabras: Aurora fue siempre una muchacha honesta, y cuando pasó lo que pasó, cuando su tío trajo el luto a nuestra casa, no creas que disminuyó el aprecio que le teníamos a esta chica… ¿Qué fue lo que pasó, doña? Ay, hijo, no hablemos de desgracias, aquellos días había sonado la hora de la venganza para tantos resentidos. Y volviendo al motivo de su visita, insistió en saber si Java y ella habían vuelto a verse, o si sabía dónde vivía. No es que pensara, dijo, que él podía haber hecho algo feo con aquella mujer de la vida; si era casi un niño. Tal vez sólo la conocía de comprarle botellas y papel viejo, o simplemente de frecuentar el barrio chino con los amigotes, o quizá fue amiga de su hermano… No, doña, palabra, no la conozco.

Lo más oscuro era la cueva lateral y solíamos sentarnos en semicírculo frente a Martín, que recostaba la espalda en la pared del fondo. Luis encendió el cabo de vela pegado sobre la calavera en su propia cera derretida y la puso en el centro. Mingo apagó la linterna, todos tendieron la mano y Martín repartió unos pellizcos de picadura y papel de fumar. Teníamos muchas reuniones allí, y a veces el Tetas traía tomates y cebollas y hacíamos ensaladas en una lata de galletas y después fumábamos y charlábamos hasta muy tarde; otras veces Amén birlaba en el Centro un bote de leche condensada y nos hacíamos traguitos muy aguados, y en una botellita de orange llevábamos la pegadolsa deshecha en agua: era el café.

– Chachi para contar aventis, Sarnita, a que sí -dijo Amén frotándose las manos-. Aquí te inspirarás, seguro -en cuclillas, sus ojos harapientos saltando de una cara a otra a la luz de la vela: máscaras en el vacío, y el frío y el miedo acechando a través de las tablas podridas, en la calle. Luis tosía mucho allí dentro y hablaba poco, el refugio aún guardaba para él ecos de bombardeos y sirenas de alarma. En las paredes de tierra donde oscilaban las sombras se veían los tajos de las piquetas, lombrices y escarabajos, una piedra con vetas negras y verdes que se podía quitar: tras ella quedaba una hornacina y allí ocultábamos la vela y la calavera, las cerillas, una lata Príncipe Alberto con pólvora, dos novelas de Bill Barnes y una de Doc Savage y una revista Signal con aviones Messerschmitt en colores.

Cada vez más misteriosa la voz pausada, gutural, persuasiva de Sarnita: pues aunque no la conozcas, recordando, eres la persona indicada para encontrarla, haznos este favor, dijo la doña, porque yendo de casa en casa habrás visto qué cuadros, hijo, conocerás a tantas desgraciadas como ésa.

– No dejes de avisarme si la encuentras o si tienes noticias de ella -añadió-. La parroquia sabrá recompensarte y yo por mi parte también, como cosa particular.

Asentían en silencio las caras pensativas.

– Humm. Poco a poco se moja el culo, es lo malo que tiene el refugio -dijo Martín removiéndose inquieto-. Tenemos que traer sacos viejos.

– Mejor unos tochos -levantándose Mingo: encendió la linterna, sopló la vela-. Vámonos. Dejas todo como está, luego volvemos. Sígueme, Sarnita, que ahora viene lo bueno.

Tan inútilmente abiertos los ojos a esta tiniebla, avanzando a ciegas, la memoria recupera fugaces visiones infantiles, grandes camiones con los faros apagados desfilaban rabiando en la noche barrida por reflectores antiaéreos, frente a la boca estrellada del refugio: milicianos jugando al fútbol con el cráneo de un obispo asesinado, dicen. Y de pronto, la pared arañada del fondo. Es un refugio muy pequeño, dijo Sarnita decepcionado. Era como si no hubiesen tenido tiempo de acabarlo, como si el fin de la guerra hubiese sorprendido a los obreros en plena faena y allí mismo habían soltado picos y palas, un capazo podrido, una carretilla con su carga de tierra, para correr alegremente hacia sus casas. Husmeaba Sarnita: cagones, desde ahora esto se acabó, al que vuelva a cagarse aquí haremos que se coma su mierda. Tras ellos correteaban las ratas, se oían sus patitas chapoteando en el fango. Mingo enfocó la linterna en la base de la pared del fondo, había un agujero del tamaño de un barrilito. Por aquí, sígueme, y se agachó y pasó la cabeza y los hombros manteniendo la linterna enfocada hacia atrás para que él viera.

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