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– Es por la calientabraguetas de la Fueguiña -dijo Martín-. Todo lo hace por ella.

– No es por eso -dijo gravemente Sarnita, pensativo. Miraba a la abuela Javaloyes envuelta en su gran bufanda, al fondo de la trapería. Expurgaba el trapo de una pila de papeles, sentada debajo del calendario petrificado en mayo del treinta y siete, el mes que amarilleaba un poco más cada año. Las sarmentosas manos ocupadas, sostenía con los dientes dos ejemplares de la revista Crónica. Sarnita le preguntó por señas si quería que la ayudaran un rato, y ella respondió golpeándose el antebrazo con la mano: largaros de una vez, quería decir. Sarnita se volvió a los otros:

– No es por eso, no. Busca estar cerca de las huérfanas, donde sea, incluso en Las Ánimas. Por eso hace Java lo que hace. Vámonos, la abuela está cabreada.

Antes de levantarse miró el portal en lo alto de los escalones: la calle y la noche, el frío invencible. Luego miró al Tetas y Amén enterrados hasta el cuello en la montaña de pajaritas, y dijo qué tristeza el pueblo, chavales, qué aburrimiento con tantos muertos y funerales y viudas, ya tenía ganas de volver, ¿dónde estará Java, vendrá hoy o qué?

– Ya no vendrá. Vámonos -dijo Martín. Por señas le dijeron adiós a la abuela, que ni les vio-. Tú aún no conoces el sitio, te gustará.

– Yo lo que no entiendo es cómo Java se ha apuntado al

ping-pong, que siempre dijo que era un juego de maricas -dijo Luis -. ¿No te parece, Sarnita?

Sarnita no respondió. Caminaban de prisa, apiñados y tumultuosos. En la calle de las Camelias, la noche o la nostalgia de otras noches menos inhóspitas derramaba un olor a jazmín desde las verjas hasta la acera.

– Hacerse amigo del señorito Conrado -dijo Amén -. Eso quiere Java. Y de las catequistas y las beatas, para sacarles botes de leche condensada y ropa usada…

– Tú qué sabes, tótila -dijo Sarnita-. Ya veo que todos estáis en babia.

– Pues habla, Sarnita, qué esperas.

– Ya llegamos -dijo Mingo-. Silencio.

Era en la misma calle Escorial. Un rótulo acribillado de balines y salpicado de puñados de barro, medio desclavado en la tapia del parvulario de las monjas, junto a la araña negra estampillada, decía borrosamente: Capilla Expiatoria de Las Ánimas del Purgatorio, y al lado las enormes columnas como troncos cortados de pie, alineadas y tocándose, formando una barrera que había que escalar. Dos metros más allá estaba el refugio, cuya entrada en forma de herradura se recostaba hacia atrás sobre la tierra roja, entre el amontonamiento de ladrillos y cascotes de la obra interrumpida: boqueaba bajo el cielo estrellado como un enorme pez agonizando y hundiéndose en arenas movedizas. Dentro, la pequeña puerta de tablas, y una de las tablas era de quita y pon: por allí pasábamos, Hermana.

– ¿Municiones…? -preguntó Sarnita.

– Nada. Una carretilla rota y picos y palas -dijo Amén-. Pero nadie más que nosotros lo conoce.

Una vez todos dentro, clavetear la tabla en su sitio, con verdadera furia: el frío acechaba a través de las tablas podridas. La oscuridad era cálida. Os voy a contar lo que hay, dijo Sarnita, ¿os acordáis de aquel domingo por la mañana este verano, antes de la Fiesta Mayor, que vino un taxi? Sí, se acordaban: nunca se había visto un taxi en aquella callejuela de mala muerte, y menos parado frente a la trapería; le salía tanto humo del gasógeno que todos pensaron que tenía una avería.

– Pues venía de Las Ánimas -dijo Amén-. Cada domingo la señora Galán lleva a su hijo a misa, en taxi. Pero sólo los domingos: los martes y los viernes oyen misa en su capilla particular del piso de la calle Mallorca, ¿verdad, Tetas?

El Tetas y él ayudaban a decir la misa, Amén iba los martes y el Tetas los viernes. Siempre volvían desayunados bestialmente, con tostadas y mantequilla y tazones de leche, y con galletas y chocolate en los bolsillos, y contaban del inmenso piso de la doña y no paraban: que si olía a pastelitos de ricos hechos en casa y que si en las vidrieras de colores había bergantines piratas y faros y olas enfurecidas, y en las paredes pistolas antiguas y espadas y puñales con sangre seca y negra de siglos; y Amén juraba que el alférez Conrado tenía en su mesa del despacho cinco balas de plata engastadas en un pisapapeles en forma de cinco rosas, y una foto dedicada donde se veía a Juan Centella calvo calvorota conduciendo una potente motocicleta con su jersey blanco de gola, su pantalón bombacho y sus botas altas.

– Cállate ya -dijo Mingo-, no jorobes más y deja hablar a Sarnita.

– Eso -dijo Martín -. Sigue, Sarnita. ¿Y luego?

La señora Galán bajó del taxi y en la ventanilla asomó una mano de cera bailando dentro de la bocamanga caqui, entregándole un paquetito envuelto en papel de seda y atado con un cordel de purpurina. La señora lucía sobre los hombros una negra mantilla bordada y en la cabeza un sombrerito azul con violetas y el velo recogido. Acarició los cabellos de Amén y murmuró un saludo al Tetas parpadeando como una tortuga. Los demás se acercaron pero sólo tenían ojos para el paquete que se balanceaba con el lazo prendido en su dedo.

– ¿Vive aquí una trapera que es muda? -preguntó.

– La abuela Javaloyes, sí señora -dijo Martín-. Pero no está.

– ¿Está su nieto?

– Java sí, señora. Entre usted, entre.

Tenía una limpia carita de porcelana y olía estupendamente, recordamos todos, y el gordo Tetas lo confirmó, tropezando, avanzando a tientas por el refugio: conozco a la doña de mucho antes que vosotros. Su hijo permaneció sentado en el fondo del taxi, y a través del cristal sus ojos de mirar altanero y fúnebre escrutaban la puerta de la trapería. Ella entró, les recordó Sarnita, pero yo me había anticipado para avisar a Java que tenía visita, la beneficencia de la parroquia, le dije, estás de chamba, y me escondí detrás de los sacos para ver qué le traían: a lo mejor carne de lata, pensé.

Y nosotros en la calle esperando junto al taxi, y el paralítico venga a sonreímos detrás del cristal con el mentón y las manos apoyadas en el puño del bastón, la toallita al cuello como una bufanda, ¿por qué llevará siempre toallas en vez de bufandas? Pues porque le gusta, manías, antojos de enfermo. Hasta que bajó el cristal de la ventanilla y dijo venid, acercaros, y nos preguntó los nombres uno por uno y nos invitó a rubio. Traía el paralítico cara de mucho sueño y mucho aburrimiento, pero estaba de lo más animado a pesar de su desgracia. Luis, que siempre dijo que tenía las piernas de madera, no hacía más que asomarse al interior del taxi y mirárselas, incluso llegó a preguntarle si era verdad que los calcetines y los zapatos eran pintados, el animal.

– ¿Y qué quería la doña, Sarnita? -dijo Luis palpando la húmeda pared del refugio -. Java no quiso contarnos.

– ¿Iba a hacer beneficencia?

– A eso y a vengarse.

– ¡Ondia!

– Cuidado ahora.

Era un estrecho túnel en descenso: cuatro metros adentro, paredes y techo de ladrillo, luego todo era tierra. Cuidado con desviarse, pisones, dijo Mingo, y a la luz de la linterna pudo ver el agua enfangada del suelo, allí donde terminaba el desnivel y torcía a la derecha. A la izquierda había una cueva de tres metros de hondo: un pasillo lateral cuya obra no prosperó. Pasaron en fila india sobre el tablón echado en el fango, Mingo y la linterna adelante, Amén cerrando detrás, incordiando, entonando vamos a contar mentiras tra-la-rá, riéndose como un conejo, ¿sabes quién lo descubrió, este refugio?, y la voz de Martín: Java; pero parece que la Fueguiña ya lo sabía, la moscamuerta. Pero cuenta, Sarnita, sigue. Sentémonos primero a fumar un pito. Vale, sólo un momento, para que veas lo bien que se está aquí.

Ella estuvo todo el rato sentada en la pila de revistas, esas que la abuela quiere quemar, y en una postura tan natural y hasta elegante con su traje sastre morado, se veía que está acostumbrada a visitar a los pobres. Y Java sentado en el suelo a su lado, mirando fijamente las finas manos ensortijadas que deshacían el lacito de purpurina y apartaban el papel de seda: aparecieron en el regazo de la doña tres «brazos de gitano» en una bandeja de cartón.

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