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– No hay ningún secreto, chavales -les repetía Sarnita-. Ningún misterio. Aquí ahora todo son denuncias y chivatazos, redadas y registros. Qué tiene de raro. El padre de fulano ha resultado ser un rojo de armas tomar, te dicen de pronto, y mengano, ¿no lo sabías?, oye, pues todo lo que tiene en casa es robado, el cabrón dice que es confiscado, pero es robado. O bien: ¿sabes la noticia?, la hermana mayor de tal se ha metido a puta, fíjate, una chica tan fina, o el tío de cual lleva dos años escondido en una barrica de vino, hace crucigramas día y noche y le dan comida por un agujero… Mirad los diarios, leed esos anuncios pidiendo noticias de hijos y maridos desaparecidos. Aquí mismo, en la trapería, hay gato encerrado, chicos, estoy seguro. ¿No oís a veces el crujido de una mecedora y el raspar de una lima? ¿Os habéis fijado en las sortijas de hueso que vende Java? No están hechas por los presos de la Modelo, eso dice Java, pero no es verdad. ¿Y qué me decís de las pajaritas de papel de periódico y de revistas que de pronto aparecen a miles, como llovidas del cielo? ¿Vais a hacerme creer que las trae Java en su saco, que todo el barrio se ha puesto de repente a hacer pajaritas? Nunca he visto a la abuela Javaloyes hacer una pajarita de papel. ¿Y sabéis lo que dicen, nunca habéis leído ninguna? Pues coge una del montón, Tetas, esta misma, desdobla el papel y lee: Miguel Bundó Tomás, reemplazo 41, Ejército Rojo, 42 División, 227 Brigada, 907 Batallón, 2.a Compañía (chófer). Gratificaré a quien pueda proporcionar noticias ciertas sobre su paradero. Coge otra, cualquiera, tú, Amén, una de las grandes, ésta: Pavoroso incendio en Santander. Por facilitar medios para huir al extranjero han sido detenidos Jaime Viñas Pallares y Luis Lage Correa. Y esta otra, mira: Recuperación de muebles y alhajas expoliados por el marxismo. Y ésta: Robo a mano armada en el hotel Ritz. ¿Y ese orinal lleno de caca y orines que la abuela vacía en el water a escondidas, creyendo que no la vemos?

En el otoño, Sarnita y su madre se fueron por unos días al pueblo, repentinamente vestidos de luto los dos: el padre había aparecido una mañana colgado en la portería del campo de fútbol del Europa. Durante dos horas un perro callejero estuvo ladrando a las viejas alpargatas que apestaban a vómito, hasta que abrieron el portalón de madera de la calle Cerdeña. Lo descolgaron: un pellejo hinchado de vino y envuelto en nubes de moscas, una lengua negra que había causado más muertos que la misma guerra, eso decían en el barrio. Dijo Sarnita que cuando le aflojaron la cuerda del cuello, eructó, como si estuviera vivo. Y que volvió a ver, revoloteando sobre sus párpados cerrados, aquellas cosas que había visto años atrás cuando su padre lo llevaba al refugio cogido de la mano, y que nunca podría olvidar: mujeres y soldados envueltos en mantas y calentándose en torno a una fogata, muchachas con zapatos de altos tacones arrastrando manojos de fusiles… Sufría alucinaciones, el tal Sarnita, Hermana, estaba atontado de las bombas. En su casa del Cottolengo habían pasado cuatro días sin saber nada del padre. El hombre parecía muy viejo pero no lo era tanto, iba mucho de burilla al barrio chino y no tenía trabajo, se decía que era un confidente de la bofia; últimamente se dormía en las tabernas junto a la radio, de madrugada no se atrevía a entrar en casa y se echaba en el rellano de la escalera, y sus hijos solían tropezar con él al bajar a la calle. Una noche que nos sentamos en el portal oímos de pronto un estrépito de muerte y el borracho se nos vino encima rodando por la escalera como un fardo. Esta vez y otras muchas le limpiamos la sangre de la cara, le abrochamos la bragueta y la camisa, lo agarramos por los sobacos y las piernas y lo subimos sin hacer ruido, dejándole tendido en la entrada de aquel pisito de paredes rajadas y con manchas. Al entierro fueron desastrados fantasmas de sus noches, soplones y derrotados tabernarios, una extraña fauna silenciosa y sin afeitar, caras color ceniza y ojos que apenas soportaban el sol. Algunas pajilleras del cine Iberia, vecinas cargadas de críos y de sueño, se acercaron por la casa a dar el pésame: era bueno, nadie es un inútil, en estos tiempos. Fue cuando Java, al verlas allí sin pintarrajear, con niños en brazos, tan atentas y como de la familia, les preguntó una por una y por separado, en voz baja, si conocían a una tal Ramona, meuca barata como ellas. Ninguna supo decirle. Y entonces preguntó a Sarnita: ¿sabes si tu padre que en gloria esté conocía a una tal Ramona, le oíste hablar de ella alguna vez? No, no hablaba nunca de su cochino trabajo ni de su amistad con las furcias, ¿Ramona dices, de modo que así es como se llama?, pues no, ¿por qué, quién es?

Sarnita no lloró la muerte de su padre, nadie lloró en aquella casa y después del entierro él y su madre estuvieron un par de semanas en el pueblo de la giralda, y cuando Sarnita volvió encontró muchas cosas cambiadas. En la trapería le dijeron:

– Agárrate: ahora Java se pasa al día en Las Ánimas.

– No puede ser -con la mano tiñosa rascándose la cabeza pelona, todo vestido con ropas mal teñidas de negro, parecía salir de no sé qué enfermedad o peligro venéreo. Introdujo lentamente la mano en el cálido montón de pajaritas de papel y añadió -: No me lo creo.

– Te lo juro por mi madre -insistió Mingo-. Y va a misa.

– ¿Java a misa?

– Gorigori habemus, Sarnita.

– Tú reparte la pegadolsa y calla, Tetas -dijo Mingo-. En serio, va casi cada día.

– ¿Y vosotros?

– También, pero menos -dijo Luis.

– ¿Y qué puñeta hace allí Java?

– Juega al ping-pong, canta en el coro, chafardea con las niñas, pregunta, mira y calla -dijo Martín-. Quiere ser artista de teatro, dice.

– Le chifla, va a espiar los ensayos sin que le vean -dijo Amén -. Se sienta en el último banco, en lo oscuro, más callado que un muerto. Algo está tramando.

– Haría cualquier cosa por conseguir un papel en la función.

– Ya lo ha hecho -dijo Martín-. Tenía su plan. Seguro.

– ¡Pues claro! -Sarnita se dio una fuerte cachetada en la

frente -. Ahora lo entiendo.

– ¿El qué, Sarnita? -dijo Amén-. ¡Cuenta!

Eran las seis de la tarde y corría por las calles heladas con los puños prietos en los sobacos, pero no era el hambre ni el frío que lo apuraban. Le cortó el paso cuando el otro salía del Palacio de la Cultura con su cartera y su álbum de campeones de boxeo, y le dijo: ¿tú eres Miguel, el que hace de Demonio en la función de la Parroquia? Sí, qué pasa. Ven, y sacó la navaja pero no la abrió, lo acorraló en lo más oscuro de la calle Larrad y le dio un rodillazo en los huevos. Cuando lo tuvo en el suelo le pateó los riñones y las costillas dejándole casi sin respiración, que no pudiera gritar. ¿Eres tú el que anda por ahí diciendo que la madre de Luis hace pajas en el Roxy?, pues toma. Sentado sobre su pecho, le golpeó cuidadosamente los ojos con los nudillos, toma y toma: cegato no podría hacer de Luzbel. Sin malicia, Hermana: sólo quería dejarlo inútil por un tiempo, no tenía nada personal contra el chico y por eso inventó vengar a la madre de un amigo. ¿No sabes que la madre es sagrada, chaval? Toma y toma.

Reflexionó, se quedó mirando atentamente aquellos ojos hinchados, las cejas partidas, la cara tumefacta, temiendo la posibilidad de que se recuperase en unos días. Así que decidió asegurarse: le tenía de bruces en la hierba, lloriqueando junto al álbum abierto y los cromos repes sin pegar, esparcidos en torno suyo, y primero se los recogió uno por uno y los guardó en el álbum, y el álbum en la cartera, que dejó al alcance de su mano; ya le he dicho que no tenía nada personal contra el pobre chico. Luego le estiró el brazo en tierra, puso el pie sobre el codo y pisó fuerte al tiempo que lo doblaba hacia arriba, un tirón, se oyó el crac: esta vez sí gritó, pero dice que tardó un poco, Java ya había soltado el brazo y al soltarlo cayó doblándose al revés, como si fuera de trapo. Escapó corriendo calle abajo, por la acera de las farolas ciegas, hacía mucho frío, una noche de perros.

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