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Siempre volvía a la puerta con dos o tres pesetas de propina, a veces un duro.

– Gracias, señorita.

Los ojos clavados en su escote hasta que ella cerraba la puerta, sonriéndole. Esperando el ascensor, el aprendiz vigila con el rabillo del ojo el bulto azul agazapado detrás del tiesto. Apenas distingue el sombrero gris, las gafas negras, la perilla y los grandes bigotes, el carota, siempre le gustó disfrazarse de payaso. Estaría atándose el cordón del zapato hasta que vio cerrarse la puerta del ascensor con el aprendiz dentro.

Amartillando la Star en el fondo del bolsillo del gabán. Tranquilo. Con los dientes apretados, un sabor metálico en la boca. Recto hacia la puerta 333, que no tiene echado el seguro. Entra y cierra la puerta con el pie, clava el cañón de la pistola en la barriga de la rubia, que retrocede hasta topar con la butaca. Atenaza su muñeca y con la otra mano, sin soltar el arma, le tapa la boca ahogando el grito. Golpea con el codo un jarrón y lo estrella en la alfombra.

– Quítate eso, guapa. Rápido.

– ¿Qué quiere, quién es usted?

– Y los pendientes. No te haré daño. De prisa.

El brazalete de un tirón, los pendientes, la medalla con la cadena. Debatiéndose aterrada ella le hace caer las gafas oscuras de un manotazo: la mirada furiosa, sobre la narizota postiza y los grotescos mostachos, se fija unos segundos en la fresca boca roja de la rubia, y levanta la mano armada.

– Quieta.

– ¿Qué va a hacer…?

– No dolerá mucho.

– No, por piedad…

– Quieta, hermosa.

– ¡No!

Recibe el golpe en el parietal izquierdo y se desploma sordamente sobre la alfombra, la bata abierta deja ver un muslo redondo y satinado. Sin quitarle ojo, manipulando el carota con rapidez: guardar las joyas en el bolsillo de la americana junto con la pistola y el sombrero estrujado, recoger las gafas, quitarse la nariz de cartón y el mostacho y esconderlo todo en el otro bolsillo, antes de salir. En la puerta se quita el gabán, lo vuelve del revés y se lo pone nuevamente, luciendo ahora el forro Príncipe de Gales. El muslo broncíneo de ella un poco alzado, moviéndose. La cara interna del muslo como una seda cariñosa, luminosa. El temblor de un tendón.

Juan Sendra apenas se acordará de nosotros, y menos del carota. Entrando en el bar Alaska sus ojos tristones de púgil miran a Navarro y a Bundó sentados en el rincón igual que si no les viera, pide una cerveza en la barra, vigilando la calle y los pocos clientes, luego pasa por su lado sin mirarles camino del lavabo. Sólo al salir del lavabo, y no sin antes echar un último vistazo a la calle desde la puerta, se decide a sentarse con ellos, gruñendo:

– Qué difícil pillarte, rediós.

– El contacto está en la Modelo -dice Bundó.

– Lo sé.

– Saldrá pronto, y seguramente Lage también. En cambio el viejo, si es que aún vive…

– ¿De quién hablas? -corta Sendra.

– De Artemi.

– No te preocupes por Artemi, no hablará. Le conozco. Vamos a lo práctico, no tengo mucho tiempo.

Expone Bundó rápidamente la situación: Lage y Viñas presos, la única base que tenían segura, un garaje en San Adrián, se perdió cuando trincaron a Artemi, pero hay otro coche además del mío, un viejo Wanderer. Armas pocas, munición menos y dinero ninguno. Empezamos con una escopeta de caza con los cañones cortados, que te diga Palau. Sendra mira fijamente sus manos. En fin, añade Bundó, aquí nos tienes, aquí nos quedamos Meneses, el carota de Palau y yo esperando que llegarais. Años esperando, años.

El plástico llegaría en el vientre de un buque, camuflado en sacos de café. ¿Quién sabe manipularlo bien? ¿Y qué hay de Ramón?

– Vive en Vallcarca con sus primas. Animado.

– No me lo imagino sin la sotana.

Aquellos faldones negros campaneando sobre sus pies. Abocados sobre el pretil del puente de Vallcarca, chavales desarrapados y tiñosos disparan con escopetas de balines sobre las ratas que arrastra la riada, ratas infladas y negras, grandes como conejos. Ramón sin sotana y sin breviario pasando presuroso junto a ellos, soltando humo de la pipa como un calamar a la defensiva su tinta, alto y taciturno, con boina y chaqueta de cuero. Mira, éste es un cura disfrazado, dice un chico a otro echándose la escopeta a la cara, si se quitara la boina verías la coronilla afeitada, mosén Ramón vestido de paisano, juraría que es él.

– ¿Y Palau? -dice Sendra.

– Demasiado suelto -dice Bundó-. Tendrás ocasión de comprobarlo. Algunos están cambiando, y no para bien. Que te cuente él mismo, que te hable de su gabán reversible, pregúntale qué hace, en qué se ha entretenido mientras os esperábamos…

– No estoy para adivinanzas, Arsenio. Ya hablaremos de eso.

No quería enterarse del cambio que empezaba a operarse en todos, o aún no alcanzaba a verlo entonces: venía con orejeras, como todos los exiliados. Y aunque más adelante había de prohibir las iniciativas personales, porque amenazaban la seguridad del grupo, nunca llegaría a comprender ese cambio, era un tipo demasiado político para comprenderlo. Luego preguntó por los demás. ¿Y Marcos? ¿Qué pasa con Marcos Javaloyes?

Tenía que notarlo, tenía que decirse me falta uno, preguntaría: ¿Qué pasa con el marinero, sigue en la ratonera? Y Bundó se lo contaría, ese mismo día u otro cualquiera: Pasa que es un caguetas, Sendra, se ha encerrado en su casa, eso es lo que pasa. Cuando supo que Artemi Nin no estaba con vosotros en Toulouse, sino preso aquí en la Modelo y con paliza diaria, a punto tal vez de cantar, va y se empareda otra vez, que me muera si miento, Sendra, él mismo levantó la pared, no sé de dónde sacaría los ladrillos y el cemento. Sale alguna noche a estirar las piernas por el barrio, dicen, a veces se ha ido hasta el puerto a pasear, está chiflado: durante meses no quiere saber nada de nosotros y de pronto una noche aparece pidiendo una metralleta. No sabe lo que quiere, creo que está enfermo, lleva el miedo en el alma, no podemos contar con él -mentira, no estoy enfermo, pero no me esperéis si hay que jugarse el pellejo, no es el miedo pero ya no valgo ni para tirar octavillas en una noche de perros, helando y sin luna, ni para eso valgo, Sendra, le diré. Palau es el único que sabe lo que me pasa, él me comprendió desde el primer día, en aquel balcón.

Abierto sobre la calle Salmerón, a pesar del frío. Las manos en los bolsillos y el gran puro en la boca, el carota mirando los soldados desfilando entre tranvías parados, bajando desde la plaza Lesseps con banderas y fusiles y la gente invadiendo la calzada para palmear sus hombros, mira, para estrechar sus manos, tirarles flores, mira cuántas camisas azules, cuántos cabrones que ya las tenían planchadas, aquel ventoso y condenado veintiséis de enero. Llorando como un niño pero fumándose un habano, así era Palau, y su chico abrazado a sus piernas y llorando de verle llorar. Tranquilo, nano, que esto no va a durar, foc nou i merda per els que quedin. Pasaban los vencedores y el viento castigaba las persianas rotas de las fachadas. Las banderas se descolgaban de las ventanas como vómitos de sangre. Y su lívida cara de caballo regada de lágrimas al volverse para mirarme desde aquel balcón colgado sobre los pendones y los vivas, los himnos y las canciones, y yo hundido en mi sillón al fondo del cuarto: el último, dijo Palau esgrimiendo el puro, no volveré a fumar puros, y tú hazme caso y vuelve a tu ratonera, pobre marinero, que éstos te buscarán con más ganas que los otros. No debían quedarme fuerzas para sonreír, pero creo que lo hice: qué va a ser tu último puro, hombre, eres demasiado carota, siempre te ha gustado vivir bien y eso, en cierto modo, te ha salvado de tanta intolerancia, tanta ignominia.

Allí, en aquel viejo piso de la calle Salmerón, junto al metro Fontana, establecerían provisionalmente la nueva base de operaciones, cuando ya su mujer y el niño se habían trasladado al barrio de La Salud y Palau dormía nadie sabía dónde. El edificio amenazaba ruina y se destinó al derribo, pero cuando la Central se decidió por fin a enviar el primer grupo, Palau aún tenía la llave del piso. Ahora, sin embargo, Sendra recelaba.

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