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– Al primer trapero que pase le das toda esa porquería.

– Sí, señora.

Contratados por los payeses de la masía de Tortosa, los proveedores transportan el género en tren, pero sólo hasta las cercanías de la estación de Hospitalet. Pobre gente necesitada, mujeres enlutadas que corren angustiadas a lo largo de los raíles empujando fardos que ruedan por el terraplén. De noche, en una vieja torre alquilada y convertida en almacén, Menchu sentada en una mesita anota las entregas en una libreta. Sacos portados por hombres y mujeres que cobran lo convenido: cincuenta pesetas por cada 150 kilos, más gastos de viaje.

Comprobaba el peso de las entregas el hijo tuberculoso de doña Elvira:

– Faltan diez kilos, Petra. Ya es la tercera vez.

Se lamenta la embarazada, tuvo que dejar abandonados los sacos varias horas junto a la vía, los niños se llevarían unos puñados, o los mismos civiles. Le digo la verdad, señor, apiádese de mí, son ocho bocas que me esperan en casa. Viajando peligrosamente en sucios trenes con fardos ocultos bajo los asientos, una pobre fregona viuda, con un hijo enfermo de sarna, compadézcase, señorito.

– ¡Mientes, bruja! -el revés del hombre deja una estrella de sangre en los morros de la mujer, la nariz como una cañería reventada salpicando el empapelado con flores de lis y la ventana clavada con tablas y listones. Menchu quiere interceder en su favor, pero el segundo manotazo levanta los negros faldones y deja el refajo al descubierto, las cuerdas enrojecidas casi invisibles entre los pliegues de la carne en la cintura, sosteniendo una barriga preñada de saquitos de arroz, harina y carne de cerdo. ¿A quién querías engañar, vieja puta?

– Por favor, José María -interviene Menchu bajando las faldas de la mujer-. Deja que se vaya.

– No consiento que me roben.

El roce de las cuerdas, después de tantas horas, había despellejado la cintura: de sus muslos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Caía blandamente entre sus piernas abiertas un bulto liado con una húmeda arpillera, que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos.

Secaba la baronesa sus lágrimas de risa en la espuma de un pañuelo de brocado, rodeada de señoras. Cierto rumor insistía en que no era baronesa ni lo había sido nunca, que era una lagarta escapada de una familia de medio pelo. El salón lleno de invitados, candelabros de plata con velas negras sobre el blanco mantel del buffet. Vestidos de seda, pieles, alhajas, labios y uñas de rojo púrpura. En profundas butacas de un violeta encendido, tres caballeros hablan de gasolina. Portando la bandeja airosamente la doncella circula entre almacenistas orondos y chistosos, agentes de la fiscalía de tasas, presidentes de gremio, fabricantes de papel, propietarios de fábricas-fantasma, funcionarios de Abastos, fulanas de lujo y proveedores de Hogares de Auxilio Social. Alaba una ajamonada vicetiple del Paralelo la originalidad de la anfitriona en todas sus cosas.

La felicitación de la baronesa a sus amistades en esta Navidad de 1944 ha sido una lata de cinco litros de aceite puro de oliva adornada con una cinta roja y gualda, los colores nacionales.

La doncella se aleja presurosa por el pasillo hacia la cocina, en los hoyuelos de sus altas nalgas se adhiere un cariño de satín negro mientras ríen en la sombra los amigos del señorito José María, ya un poco borrachos. Un brazo masculino sale disparado detrás de una armadura y enlaza a Menchu por el talle atrayéndola hacia el cuarto oscuro donde brilla la ceniza encendida de tres puros habanos y tres sonrisas socarronas. Feliz año, negra, susurra la voz en su oreja, aquí tienes un regalito, mientras el frío metálico de una cruz de rubíes se desliza entre sus pechos.

Sendra exigiendo el control de todas las operaciones, prohibiendo cualquier iniciativa al margen del grupo. Terminantemente. Sin embargo, en este mismo momento, en el vestíbulo del cine Kursaal, en la Rambla de Cataluña, los ojos de Palau bajo el ala ladeada del sombrero siguen de refilón al hombre con traje cruzado azul marino que se dirige a los lavabos. El hombre camina balanceando los hombros mientras se quita unos guantes grises. Su mujer le espera espejito en mano, retocando sus labios brillantes con la barra de carmín. Lleva un casquete de perlas en la cabeza.

Clavaba en sus riñones el cañón de la Parabellum. A veces podía observar cómo se les encogía en la bragueta abierta, como se meaban del susto los pantalones al decirles chitón, no te vuelvas, no me mires. Siempre en su espalda, le quita el reloj, la cartera, el solitario, moviendo las manos con endiablada rapidez. Cuando me vaya espera cinco minutos, le dice, si no te jodo vivo, facha, que te conocemos, a cuántos has denunciado hoy. Y allí lo deja temblando, sale al vestíbulo abrochándose la bragueta de espaldas a la dama, simulando un rubor y un respeto, sonriéndose para sí con sus dientes de caballo.

– Empiezo a estar harto de fechorías de este tipo -Sendra en la base del Pueblo Nuevo, golpeándose la palma de la mano con el periódico enrollado, sin mirar a nadie pero sabiendo todos por quién habla-. Aquí nadie tomará iniciativas o acabará en la cuneta con un tiro en la nuca, yo no tengo manías, ya me conocéis. A mi lado no hay sitio para carteristas ni chorizos, ¿estamos?, y si alguno quiere arreglar cuentas con un facha, que espere tiempos mejores, como hago yo.

Jaime Viñas mira en silencio a Palau, que está sentado hurgándose los dientes con un palillo. Navarro y Bundó intercambian una mueca de aprobación. Y no vale la excusa, añade Sendra, de querer llevarle unos duros a la mujer de Lage o a la viuda de fulano o de mengano. De eso ya se ocupa la Organización. Palau se sonríe por debajo de la nariz aguileña: je, je, el Socorro Rojo paga más puntual y mejor, le dice Guillén en voz baja.

De pronto Sendra se vuelve y me mira, un poco abatido:

– ¿Y tú por qué has salido esta noche? ¿No quedamos en avisarte si hacías falta? ¿No sabes que al Artemi lo están apalizando cada día y si canta estás perdido? Anda, vete… Espera. Ya que estás aquí, come algo.

– No hay Dios que te entienda, Marcos -dice Guillén-, ¿Quieres que nos piquen a todos por tu culpa?

Palau parece pelearse con la Parabellum encasquillada: -Merda, mi santocristo gros ya no funciona. Un día nos van a freír a todos. Sendra, en la próxima excursión que hagas a Francia a ver si me traes una buena Thompson.

Piensa en un automóvil largo y silencioso como una oruga deslizándose lentamente junto al bordillo de la acera. A unos cincuenta metros, aquel obrero de cara renegrida que olerá a alpargatas viejas cuando suba al coche, maneja rápido la brocha sobre el muro exterior de la iglesia de Pompeya. A su lado hay otro que le sostiene el bote de alquitrán y un tercero vigila la esquina, la acera desierta de la Diagonal hoy mal llamada Avenida del Generalísimo Franco con las farolas que parpadean. Sobre la misma araña pintan el muera. El viento de febrero hace temblar las pantallas de luz sobre el asfalto, el monumento a la Victoria de la plaza Cinc d'Oros parece moverse. El Wanderer negro remonta velozmente la desierta Vía Augusta a las tres de la madrugada. Sus ventanas laterales arrojan a la noche cientos de octavillas blancas que se balancean antes de posarse en la acera. Casi a la misma hora estalló un plástico de escasa potencia en el monumento a la Legión Cóndor. -¿Qué? Pues nosotros no hemos sido -le dije, y ella no acababa nunca de quitarse las katiuskas, las medias, la blusa-. Sería el Quico, a lo mejor ya ha llegado. -Pandilla de locos. ¿Por qué vas, por qué no te olvidas de ellos y sus pistolas para siempre? -No llores, puñeta, no me arriesgo nada, sólo pinto letreritos de mierda y reparto octavillas.

– Letreritos, petarditos y pollas en vinagre, eso -se burlaba siempre Palau, esta vez acodado de espaldas a la barra del Cosmos -. Y mientras de qué se come, ¿eh? Mucho carnet y mucho viaje a Toulouse de Ramón y Sendra, ¿y qué? Eso les dije, Mianet, tú ya me conoces. Tómate otra leche con veterano, coño, te invito.

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