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– Perdone la señora, su pastilla de las cinco.

No siempre hay que verles encapuchados y empuñando las pistolas, juntos y conspirando, consumiéndose en la llama de la clandestinidad. También pasarían mucho tiempo solos dedicados a hacer cosas normales sin riesgo alguno: el Fusam regando su docena de tomateras agobiadas de hollín junto a las vías del tren en Hospitalet, viendo saltar de algún vagón a una vieja enlutada endiabladamente ágil y con la barriga como de nueve meses; Palau duchándose en el lavadero de su casa del barrio de La Salud, cantando y son, y son unos fanfarrones con una voz que ahoga las quejas de su mujer en la cocina; el «Taylor» abrazando a su Margarita en el interior de un coche negro con visillos, un domingo soleado, perseguido por una nube de chiquillos; Navarro echado en un catre del piso de Bundó, engrasando la pistola si está solo, y si no charlando amigablemente con dos ancianas solteronas; Jaime con su cuñado el cerrajero haciéndose lustrar los zapatos en la boca del metro Liceo, viendo pasar mujeres meneando el trasero, y Guillén viajando por comarcas con artículos de perfumería, y Sendra con su mono de mecánico echado de espaldas debajo de un Ford en el garaje de Bundó, pero siempre de noche, él era el más prudente. Pacíficos ciudadanos.

Esos períodos de inactividad acaban por excitarles aún más y entonces las reuniones degeneran en discusiones hasta el amanecer. Inevitable, por otra parte: han militado en distintos partidos y se echan mutuamente en cara el haber sido de éstos o de aquéllos. Pasaría fugazmente por el grupo un madrileño formado en las juventudes libertarias de la Colonia Aymerich, un muchacho temerario que ya había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y que Sendra devolvió a Toulouse al cabo de tres semanas. Navarro lo lamentó:

– Era un buen elemento. Y su padre también, lo conocí en Montpellier.

– Un tontolculo -Palau riendo-. Su padre fue uno de los que fusilaron al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles. Ja. Una lumbrera, vaya. Como tú, Navarrete.

Riendo la broma el «Taylor», sudando bajo la luz de la bombilla, consultando un plano de las afueras de Barcelona, Palau sentado en la silla plegable, los pies sobre la mesa y engrasando la Parabellum especial de marina. Navarro hacía el recuento de la escasa munición. Al comienzo de este verano del cuarenta y cuatro la base de operaciones era una fábrica de hielo abandonada, en el Pueblo Nuevo. Gracias a Sendra, los contactos con Toulouse se habían intensificado, pero seguían sin enlace en la ciudad y sin consignas demasiado precisas. Aun así, Sendra volvía de Francia cada vez más animado: -Ni un tricornio por el camino. -¿Cómo está mi mujer? -preguntaba Navarro. -¿Vendrá por fin otro grupo? -decía el Fusam. -No creo que tarden, se están preparando muchos.

Esa noche que esperaban a Sendra en la fábrica, después de tres meses sin reunirse, hablando del madriles se encresparon otra vez los ánimos. A Palau le recordaron no pocas contradicciones: ya en el treinta y cuatro tú y Ferrán quisisteis impedir que quemaran la iglesia de tu pueblo, le dice el Fusam, el pobre Ferrán cayó y tú te salvaste por piernas, ¿vas a negarlo?

– Las monjas habían pagado ocho duros al incendiario.

– Eres un cara, Palau. Aún me acuerdo de tus follones en el SIM, emperrado en que soltáramos aquel viejo cura. ¿A cuántos más ayudaste, y por qué?

– Los curas que yo salvé habían votado la República -dice Palau-. ¿Sabíais eso, carcamales?

– Y a cuántos ricachos, cualquiera sabe -insiste Bundó tumbado de espaldas en un banco de madera, limpiándose las uñas con un palillo-. ¿Y cómo te lo han agradecido después?

– No quiero su agradecimiento, quiero sus carteras. Vosotros no podéis entenderlo porque sois unos faieros pegados a las faldas de la Federica.

– Palau, un día te van a arrear más hostias que las que hay juntas en todas las iglesias, ya verás.

– Todos los amiguitos del gran Durruti me la chupáis -Palau echando más leña, riéndose, invitando a soltar los nervios: quizá era bueno para todo-. Mejor estaríais en la covacha del marinero y que os dieran la sopa por la gatera.

– Dicen que se hace traer una ninfa de vez en cuando, pero sólo para charlar -Bundó bostezando al techo-. El que se las tira se ve que es su hermanito…

– Animal -protesta Palau-. Lo peor para Marcos no fue el frente, sino aquí, con el viejo Artemi, con vuestras patrullas.

– Alguien tenía que limpiar la retaguardia, ¿no? -el Fusam.

– Demasiada responsabilidad para un chico tan joven. Un trabajo demasiado sucio para él. Animales.

– Si todos hubieran hecho bien ese trabajo -Navarro mirándole torvamente-hoy no estaríamos aquí conspirando y sin un real.

– Yo no hice la revolución por un real, faieros. Y basta de charrameca, va.

Cuando llega Sendra se acaban las discusiones. Tras él viene Jaime con una pesada maleta y un traje nuevo a rayas. Sendra aplasta la colilla en el cenicero triangular de metal en cuyos costados se lee Bar Alaska. ¿Quién ha traído eso?, chasqueando la lengua. Pero cambia de tema cuando ve a Jaime bajar los ojos, y dirigiéndose al «Taylor»: se llama Bernardo Nogueras, podéis picarlo en la misma puerta de su casa, tú verás. El otro es un comisario, cada día cruza la plaza Sagrada Familia a la misma hora, con un ayudante. Yo me ocupo de él. Si Palau no puede, o no quiere, que venga Bundó.

– Si no es eso -refunfuña Palau-. Es que es perder el tiempo. ¿Habéis oído ayer la BBC?

– A ti lo único que te gusta es echar clavos en la carretera de la Rabassada y parar coches -dice Navarro-. Porque es más rentable. Yo voy contigo, Sendra.

– Quieto, pavero -entona Palau-. Voy yo, que no se diga.

Muchachos revolcándose en la hojarasca de plátano amontonada en la acera de la calle Sicilia. Cae una fina llovizna. El Studebaker marrón con parches de pintura calabaza viniendo de la calle Córcega se dispone a cruzar la plaza Sagrada Familia. Una vieja frota las narices de un niño con su delantal, bajo un paraguas negro, retrocede asustada, levanta la vista al rugir a su lado el Ford tipo Sedán con cuatro puertas, que gira trabajosamente bordeando la acera.

Al volante el Fusam, Sendra y Palau en el asiento trasero. De prisa, silba la voz de Sendra, venga, que se te cala. Al pasar el Studebaker, el Ford acelera girando y el vapor que suelta el radiador cubre un momento la visión de Palau a través del parabrisas. Apenas distingue a los dos ocupantes: uno conduciendo tranquilo, hablando, el otro a su lado husmeando repentinamente el peligro. Le crece de pronto la joroba al Fusam al dar un golpe de volante y pegarse al flanco del otro coche, chirrían las ruedas, Sendra se asoma a la ventana con la metralleta y dispara. Saltan rotos los cristales del Studebaker, mientras Palau agazapado en el asiento trasero vacía la Parabellum en las cabezas ya abatiéndose a menos de un metro.

El Studebaker se dispara sin dirección trotando sobre el bordillo, zigzaguea ganando velocidad sobre la alfombra de hierba y estrella el morro contra el tronco de un árbol. Una puerta delantera se abre sola, en los asientos yacen dos hombres con la camisa azul empapada de sangre.

Dormía hasta muy tarde la baronesa. Su marido había hecho instalar un teléfono blanco en el cuarto de baño y cada mañana despachaba algún asunto urgente sentado en la taza del water. Su voz congestionada de placeres intestinales salía por un ventanuco cruzando el patio interior y llegaba a oídos de la doncella que preparaba los desayunos en la cocina. Después, el señor se iba a la imprenta con el lujo mayor. Ganaba mucho dinero imprimiendo en exclusiva las cartillas de racionamiento, pero doña Elvira nunca quiso renunciar a sus trapicheos con artículos intervenidos. Aquel otoño regaló sus katiuskas a la doncella.

Al mediodía la baronesa se aburría e inventaba actividades.

– Carmen, vamos a hacer limpieza en el desván. Debajo de una densa trama de telarañas y polvo, detrás de un somier, había pilas de viejas revistas y la colección completa de Crónica hasta julio del treinta y seis. Hojeó una revista la baronesa con mueca de asco, le saltó a las narices el olor agrio de las páginas muertas, la vaharada plebeya de aquel Madrid republicano y ruidoso lleno de cafeterías, con populares bailes-taxi y concursos de mises chabacanas, modistillas vociferantes y obreros huelguistas, merendolas en la Casa de Campo, vedettes con los pechos al aire y Escuelas Socialistas de Verano.

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