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– ¿Cómo?

– Sí. Que las películas que cuentas no existen, nadie las ha visto nunca. Que tú te inventas esas pelis, Sarnita.

– Amén tiene una gotera en el coco, chavala. ¿Y Suez, la has visto?

– ¿Suez?

– Sí. Todo el mundo la ha visto. Tú eras Anabella y éste era Tyrone Power, ¿vale? Hay un ciclón sobre el desierto y tú salvas a éste atándolo a un poste, mira, aquí tienes la cuerda. Entonces figura que el ciclón te empieza a arrastrar, él se ha desmayado y se despierta atado al poste y ve que estás perdida, y te aprieta entre sus brazos porque además está enamorado de ti, pero el viento es muy fuerte y todo es inútil, una fuerza invisible te empuja y te arranca de sus brazos, te levanta del suelo y te lleva lejos…

– No -dijo María-. No me gusta el cine, casi nunca voy.

– Pues lo que te hicieron los moros, Fueguiña -dijo José Mari-. Ensayamos eso, ¿quieres?

– ¿Otra vez?

Su mirada pasmada penetraba hasta el fondo del escenario, sus ojos saltaban de un horror a otro: la silla con la cuerda colgada al respaldo, la Bota Malaya con el torniquete que rompe tobillos, la Campana Infernal con el martillo y el riel, el bidet con los regueros de pólvora… Había incluso una vieja radio en forma de capilla que, si funcionara, habría servido seguramente para ahogar las quejas de las víctimas, como en una cheka de verdad. Así que yo tenía razón, mosén, ya se lo dije, le diré: algo extraño ocurre, tienen a las chicas muertas de miedo y Dios sabe qué se traen entre manos, ya verá cuando se lo cuente mañana, no me va a creer: haciendo marranadas en el escenario, con este ojo lo vi, ellas medio desnudas y temblando de risa y de miedo, la gallega María Armesto y esa cochina de Virginia con sus trenzas rubias, los espié por uno de los agujeros de la pared, sentada a caballo en un tronco de árbol tumbado en el suelo, sin que me vieran. Hace tiempo que lo sospechaba, mosén, lo veía venir, le diré, se lo dije: hay que vigilar a esos chicos, ocurren cosas muy raras en la Parroquia, andan por ahí como los topos y el otro día una niña de la Casa tenía las muñecas marcadas por unos cordeles…

Debería confesarme también del baile, no, es decir, es lo mismo, va muy junto un pecado con el otro y será como si confesara los dos a la vez: verá usted, mosén, le diré, yo volvía de la fiesta algo mareada y así llegué al refugio, en ese estado de pecado lo vi todo. Era como si ensayaran una función pero no, primero eran trozos de películas y lo demás inventado, luego aquella tortura que habrían ensayado cientos de veces con la gallega forzada a desnudarse a punta de fusil, hasta hacerla reír y llorar a la vez. Empujándola, agitándola cogida por los hombros, hacían saltar como de un árbol su risa podrida, su llanto florido y abyecto, qué vergüenza, mosén. Al ir ella vestida de Arcángel creí que ensayaban de verdad, pero en seguida me extrañó no ver al señorito Conrado. Eran cuatro moros harapientos y de cara renegrida, esgrimían cinturones forrados de monedas de cobre y tenían a Virginia amarrada a la escalera de mano, abierta de brazos y piernas como una equis. Vi su espalda desnuda y teñida de rojo, Dios sabe que no miento, mosén, parecían correazos de verdad. Entonces oí un ruido en el vestuario y me volví: una calavera cenicienta, flotando en el vacío y mirándome, ese pobre enfermo de Luisito vestido de flecha con sus ojos de fiebre en medio de dos círculos morados como un antifaz, ¿o era un antifaz de verdad?, y oí un alarido y volví a mirar por el agujero a tiempo de ver a los moros apretando el cerco, cayendo sobre ella en el fango negro del corral de la casita de labranza. Ya había perdido los zuecos y el pañuelo de la cabeza, ya los moros le subían las faldas, no sé si le habrán contado que los Regulares abusaron de ella después de fusilar a sus padres, y que a su hermanito que quiso defenderla le retorcieron las partes y le azotaron la espalda, parece ser que después se los cortaron y se los pusieron en la boca, y que a ella los falangistas le raparon la cabeza: pues eso representaban, mosén, la galleguita se interpretaba a sí misma con lágrimas de verdad y esa atrevida de Virginia hacía el papel del hermano amarrado a la escalera con la espalda despellejada, y ellos con ramajes en los turbantes y negras barbas y fusiles encañonándolas, tres regulares y un oficial cercando a María Armesto que pataleaba y chillaba, cuando su hermano se volvió a escupirles.

– Tiniente, terminemos primero con su hermano -dijo un mójame-. Que no nos dejará pichar en paz.

– Eso. Je, je. Y mientras, que ella nos prepare un té caliente, tiniente.

– Unos pinchitos, paisa.

– ¡Silencio! -dijo el teniente acercándose al azotado con los brazos en jarras, provocándole-: No volverás a escupir. No tienes huevos.

– ¿Que no? -mirándole por encima del hombro, esa descarada-. Agárrame la bragueta y verás, fascista de mierda, toca: grandes, duros y agarraditos al culo.

– Tú misiano, paisa -dijo un moro-. Pero no tener hüivos.

– Prueba, moranco asqueroso.

– Espera y verás -dijo el teniente, y le dio una bofetada y

luego-: Tú, amárralo mejor. Con esa cuerda.

Cumplió la orden el mójame que se reía. Y otro aún más negroide, retinto, con barbita de chivo, se acercó y plantó las garras en los desnudos pechitos amarillo limón, enfangados, mordidos lirios de luz. Quedó entonces la niña aún más abierta de piernas, crucificada en la escalera, dando alaridos mientras el oficial hurgaba en las ingles con su manaza.

– Suai-suai -decían los moros riendo-. ¡Jaudulilá, que pronto se desmayará!

Se retorcía como una serpiente, gemía y lloraba y se reía, y el oficial, con los dientes apretados, dio un paso atrás y ordenó al moro que siguiera él: aprieta, mójame, retuércelos que parecen de goma, así, apretaditos en el puño y ahora tira fuerte hacia abajo como si los ordeñaras, así, y él se puso a golpearlo con las rodillas y con los pies, mientras esa descarada hacía que se desmayaba de dolor o de risa. Entonces todos se volvieron a mirar a la gallega caída en el suelo, y en cuyos ojos había el espanto y el horror de verdad, mosén, el mismo de entonces con toda seguridad, y una ansiedad vengativa, sanguinaria. Tienes que pararles, pensaba, levántate y échalos de aquí, pero las piernas no me obedecían. Volví la cara cuando tres de ellos sujetaban sus brazos y sus piernas y el otro se sentaba sobre su vientre, busqué a Luis a mi espalda con ojos de auxilio pero ya no estaba en el vestuario, y una oleada de calor me envolvió, cuando noté algo moviéndose debajo de mí, en el tronco de cartonpiedra donde me sentaba…

Pero eso nunca tendría el valor de confesarlo, cómo podría si no estaba segura de que hubiese ocurrido, si debió soñarlo: que el niño se había deslizado dentro del tronco como una serpiente, que estaba enroscado allí desde hacía rato, conteniendo la tos y ardiendo de fiebre como dicen que arden los tuberculosos junto a una mujer; soñó incluso su boca morada y su lengua quemante, su aliento envenenado que traspasaba el cartón buscándola. Sin poder reaccionar, paralizada por lo que veía en el escenario: la más sucia porquería que unos moros degenerados pueden hacerle a una chica en las afueras de un pueblo devastado por la metralla y el pillaje, le diré, eso sí, pero cómo confesar lo otro si fue una ilusión de los sentidos, un desvarío, a caballo del tronco áspero y rugoso, descalza y con los zapatos en la mano, extraviada la conciencia y el corazón en un puño… Se levantó y escapó del refugio y de aquella visión atroz y de su propia vergüenza, me fui corriendo a casa y pensaba decírselo en seguida, mosén, hay que hacer algo con esos golfos, fue el último baile de su juventud tan triste y aburrida, castigarlos o expulsarlos de la Parroquia y no volverá a ocurrir, lo están corrompiendo todo pero mi vocación es firme, mosén, que el Señor me guíe, unos niños y a mis años, qué vergüenza.

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