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Y el Tetas y Amén siempre con la torta: vestidos de monaguillo iban de acá para allá tras de entierros y misas, parando a ratos en la trapería para enterarse de todo con retraso y mal. Y Mingo ya era el colmo del despiste, sobre todo los días que se quedaba a comer en el taller de joyería. Luis iba algunas noches a un tostadero clandestino de café, allí le daba vueltas a una esfera de metal sobre unos leños encendidos, y estaba siempre en la luna, con sueño y el buen olor a café y azúcar tostado en sus ropas; pero al menos de día era libre igual que Sarnita y Martín y se iba con ellos a vender postales o al cine. Veían a Java con más frecuencia y por lo tanto estaban al corriente de todo, no tenían que andar jodiendo con preguntas como Amén:

– ¿La encontró por fin, Sarnita, de verdad? Que no me he enterado, hombre, que tenía un funeral, cuéntame -siguiéndole al trote, pisándole los talones camino de la plaza Rovira-. Venga, ¿qué pasó?

– No seas pelma. A Java no le gusta ventilar eso. ¿Cogemos el treinta? -indicó al tranvía que iniciaba la curva frente al cine-. ¿Ya viste Sendas Siniestras, de los hermanos Dalton? ¿O vamos al Delis?

– Vale. Pero oye, jolín, a mí nunca me contáis nada. ¿Es verdad que Java ha ido al barrio chino?

– ¡Corre!

Se colgaron del enganche trasero cuando el tranvía enfilaba la recta del Torrente de las Flores. Durante un buen trecho oyeron el tintineo de la campanilla y los chispazos del trole en el cable, luego el chirrido de las ruedas en la curva frente al cine Delicias: abrazados y con los ojos cerrados recibían en la nuca y la cabeza los puñados de arena que les arrojaba el cobrador, sus insultos y sus manotazos. Salta cuando te avise, dijo Sarnita, ¡ahora! El impulso les hizo correr varios metros con el cuerpo doblado hacia atrás, los brazos como ventiladores y las suelas de las botas percutiendo en el empedrado como pistones, hasta el mismo vestíbulo del cine. Martín y Luis ya estaban allí. A ver si hay tomate, porque si es una de amor yo me las piro al Iberia, que dan Aventuras de Marco Polo. Nos colamos juntos, ¿eh?, dijo Amén, no me dejéis el último, siempre me toca a mí.

Disimularon mirando los carteles. El portero leía el periódico sentado en su silla. Tras la cortina marrón ya se oía la sintonía del

No-Do. Luis compró un cucurucho de altramuces y lo repartió. Vieron al vagabundo Mianet rastreando colillas entre los pies de las chicas que miraban las fotos de reclamo del programa doble. Siempre guipando, el viejo Mianet. ¿Fue aquí, Martín?, preguntó Amén. Sí, se ve que el Mianet dijo algo mirando las fotos, estaba ahí mismo igual que ahora y Mingo lo cazó al vuelo y salió pitando a avisar a Java: ya sé dónde está, legañoso, la han visto. ¿Y fue a verla llevando mucho dinero, le sacó dinero a la doña?, dijo Amén. No, pero estuvo a punto, dijo Sarnita, verás: fue Java y le dijo, doña, esta vez sí que es ella, supe que salía con un policía armada y al principio me extrañó, luego resultó que el policía es mariquita, igualito que ella y hasta tiene una cicatriz en el pecho, qué cosas, doña, hasta se hacía vestiditos con una máquina de coser que le alquiló a ella. Ya no salen juntos, no ha vuelto a verla pero sabe dónde para y por decírmelo pide dos duros. Es un pobre sarasa muerto de hambre, los días que está libre de servicio hace horas en un taller mecánico. Es pariente lejano de la mujer del dueño del taller, que era marmota y dicen que tiene un hijo de un cura. Este cura era el confesor de las huérfanas de la Casa de Familia antes de la guerra, hasta que la Aurora se enteró que hacía manitas con las niñas y se lo dijo a un tío suyo anarquista, que echó al cura a patadas de la Casa, lo vio toda la calle Verdi y todavía lo recuerdan. Lo he sabido en un bar de furcias que frecuentaba el gris vestido de andaluza, qué elemento, ya lo expulsaron del cuerpo, doña, si es que no podía ser… Bueno, dos duros me pide, doña, son muchos cuartos pero yo que usted se los daría, no debemos perder la ocasión.

Sarnita se interrumpió, sus ojillos como bellotas reventonas espiando al portero: doblaba el diario, se levantaba, iba a charlar con la taquillera. ¿Y qué pasó?, dijo Amén, ¿le dio los cuartos? Nanay, no salió bien. Sarnita hundió de pronto la cabeza entre los hombros como si fuera a embestir y empujó a Martín y éste a Luis: ¡Ahora, va, que no nos guipa…! No, esperad, quietos, ordenó Sarnita. Y los clavó muertos de risa. Pues no lo entiendo, aprovechó para decir Amén, ¿por qué se inventó al poli mariquita? Tontolculo, replicó Sarnita, ¿cuándo entenderás de negocios?, el plan era volver otro día y decir nada, nos engañó, los mariquitas son traicioneros, doña, se quedó los dos duros y todo mentira, no era ella, no se puede uno fiar… ¡Ahora, adentro!

Se colaron, pero antes de finalizar el No-Do hubo un apagón. Silbidos y pataleo en el gallinero. El acomodador puso dos velas encendidas al pie de la pantalla. Martín y Luis tiraban pellejos de altramuces y cerillas encendidas a la platea, barrida de vez en cuando por el cono de luz de la linterna del acomodador. Amén fumaba e incordiaba sin descanso: ¿y dónde dijo el Mianet que vio a Ramona? No lo sé, pelma. ¿Pero Mingo lo oyó decir y se fue corriendo a avisar a Java? Sí. ¿Y qué pasó?

– ¿Dices que la han visto? ¿Quién? -dijo Java.

– El Mianet.

– No hay que fiarse del viejo. ¿Dónde está?

– En el Delicias -dijo Mingo-, mirando cuadros.

Llevaba el sol en sus viejos zapatones de vagabundo, destellos cegadores. Rondaba los vestíbulos de los cines del barrio con su mugrienta guerrera sin color y su macuto, arrimándose a las muchachas que cogidas del brazo leían en voz alta los diálogos escritos en las fotos color sepia clavadas con chinchetas en el panel, frases de amor o de risa mecidas por el ruido de la proyectora en la cabina, que se oía incluso desde la calle. Destacaba en medio de las muchachas su cabeza de tortuga, calva, arrugada y negra, que desprendía un metálico olor a conservas, a lata vacía. Su simpática cara de viejo simio simulaba un franco interés por la tragedia de guante blanco que expresaban las fotos y leía en voz alta, porque siempre había alguna chavala que se quedaba a su lado a escucharle un rato más: la experiencia le había enseñado que no todas sabían leer. Sólo un observador muy agudo podía captar la tierna maniobra; primero su cabecita infectada de miseria oscilaba sobre el largo cuello, y había un suave y reverendo parpadeo al mirar de reojo a la presa; en seguida el lento, cauteloso desplazamiento del pie hasta rozar el de ella; bajaba entonces los ojos con humildad, ladeando un poco la cabeza, se inclinaba con cierta prevención, como si estuviera al borde de un precipicio, y el espejito semioculto entre los cordones flojos del zapato le devolvía desde el fondo de un pozo aquellos pálidos fulgores blancos, rosados o celestes, en medio de los muslos.

Entonces una sonrisa beatífica endulzaba la cara de Mianet. Alternaba la fijación del difícil encuadre con la lectura susurrante y fervorosa de los diálogos en las fotos del panel, arrastrando a su joven presa de una escena a otra, de un beso de amor a una mirada de celos, de un duelo de espadas a un peligro en la jungla, sin descomponer nunca la figura de espontánea y gentil deferencia hacia la analfabeta. Y con precisos desplazamientos del pie, según exigiera el vuelo de la falda o la postura de ella, mejoraba pacientemente la perspectiva, tanteaba aquella suerte de claroscuro que alguna vez debió pararle el corazón ante el feliz hallazgo: alguna vez debió ocurrir.

– Cuando Java llegó, ya lo habían pescado -dijo Sarnita-. Ya lo estaban vapuleando.

El portero del cine y un espontáneo indignado, un fulano de gran papada, mandón y colérico. Lo empujaban de malos modos hacia la calle y él refunfuñaba, medio caído en el suelo, barriéndolo con la bufanda y el petate. En la pechera abierta de su guerrera asomaban hojas de periódico que le protegían del frío como una camisa. Le decían cerdo piojoso, baboso, rojo, aléjate de las niñas, lo patearon, hicieron añicos sus espejitos mágicos, tiraron lejos sus zapatos, abollaron su fiambrera y tropezó y cayó con un triste ruido de quincalla. Viejo indecente, gritaban, que lo encierren, escupiéndole mientras el portero y aquel fulano lo arrastraban hacia la calle. Java se interpuso y recibió tal bofetada del gordo que, encogiéndose en el acto como un felino, la mano se le fue como el rayo al bolsillo de la navaja. Pero no la sacó, no hizo falta: algo en sus ojos enfermos de legañas, pelones y rojos, mirando desde abajo, acojonó al tipo, que reculó y le permitió ayudar a Mianet, calzarle los zapatos, levantarlo del suelo y llevarlo a una taberna allí cerca.

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