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Lo sentó y le dijo volviste a las andadas, viejo loco, no escarmientas y un día te matarán a palos, ¿por qué no vuelves a pedir por los pueblos, qué esperas de esta cabrona ciudad de chivatos, que te trinquen? Un día se sabrá todo y acabarás con la boca llena de arena en el Campo de la Bota, viejo tonto. El Mianet sacó la fiambrera y se puso a comer, le ofreció a Java un poco de carne en conserva y masticaba ligero con sus encías sin dientes, decía ja, ¿los pueblos dices?, ahora los payeses sólo te dan almendras y avellanas, nadie tiene un real y se pasa más hambre que aquí, el que crió un cerdo lo mata de noche y a escondidas, con la radio bien alta para que nadie oiga los chillidos, son unos agarraos, hijo. Y riéndose, más tranquilo: ¿qué, qué hace tu abuela, qué hay del marinero…? Nada. ¿Dónde duermes ahora, Mianet?, le preguntó, ¿ya tiraste el saco, no quieres traernos papel?, mira que la abuela siempre te daba algo. Y él ja, eso se acabó, ya tampoco estañaba ollas ni arreglaba paraguas, ahora hacía algo mucho mejor, vendía nomeolvides en el barrio chino y le iba bastante bien, tenía una clientela de putas que le encargaban hacer grabar el nombre y la fecha… Sí, allí la había visto la semana pasada, en un bar de Escudillers, no le compró nada porque andaba en las últimas, cómo está la pobre, hijo, quien la ha visto y quien la ve, claro que tú la conoces de hace poco, habrás ido de dormida con ella, pillastre, pero está de piojos y de miseria que da pena, hecha un fideo y tan asustada, desconocida, una cara todo ojos; pero si ni fuerzas deben quedarle para aguantar a un fulano encima, si apenas habla, si ni siquiera visitaba a su tío Artemi por no acercarse a la Modelo, eso me dijo; yo sí, era un amigo y le llevaba algo de comer cuando podía, estuvimos juntos con el Chepa en la ofensiva; va listo el pobre Artemi, no saldrá ni en treinta años. ¿Y qué bar era ése, Mianet?, dijo Java. Ah, pillastre, podrían ser tantos, éste o el otro a ella le da igual, mira en Escudillers, y si no acércate por La Maña: está pasando una mala racha.

Fue un sábado por la noche. El día tiene la desventaja del mucho trabajo para ellas, pero el mucho trabajo es precisamente la garantía de encontrarlas. Se pateó todo el barrio chino, todas las casas de putas, desde La Maña al Jardín y La Carola, y nada, en todas le decían lo mismo: aquí no queremos enfermas, esto no es un asilo, tuvimos que echarla porque hasta apestaba, de verdad.

– ¿Tan mal está, chaval, tan acabada? -decía Amén agazapado en la sombra del cine, apurando con avidez la pestilente colilla-. ¿Tuberculosa sin remedio? ¿Un vejestorio con bigotes y tetas caídas? ¿Ya no la quieren los hombres, Sarnita, ya no les da gusto?

Sarnita achicaba los ojos, rumiaba: no, dijo. ¿Te acuerdas de las momias que sacaron a la puerta del convento de las Salesas, en el Paseo de San Juan, que mi padre nos llevó a verlas de niños, te acuerdas? Pues así, una momia. Atiza. Y ya muy de noche la encontró por fin en una tasca de mala muerte, y chico, qué sorpresa: un fideo, sí, un pellejo que hedía a vinagre, una momia pero muy pintada y teñida, muy puesta y ni hablar de sentirse perseguida y con miedo: timándose con dos marineros en la barra, calentándolos aunque luego nada, porque se largaron y ella se quedó con las ganas. Algo de miedo: retrocedió al verle entrar, diciendo ¿otra vez, niño? De miedo: apenas si habría hecho dos chapas en toda la noche y era sábado, se le notaba el fracaso en la cara. ¿Será por la cicatriz, Sarnita? ¿Por lo aburrida y triste, una Magdalena? Java salió a esperarla fuera. A través del cristal la vio pagar un cortadito. Él no había podido sacarle aquellos dos duros a la doña, sólo tres pelas, más dos que ya tenía…

– Traigo el dinero -dijo parándola en la acera-. ¿Subimos, Ramona?

– ¿Dónde quieres ir, mocoso, dónde te dejarían entrar?

– No tengo los dieciocho, pero se lo creen. ¿Subimos? Ella suspiró cansada, cerró los ojos. El bolso colgado al hombro, las manos en los bolsillos de la gabardina, las katiuskas donde bailaban sus piernas que se le habían quedado como palillos. Déjame tranquila, por el amor de Dios, no me busques líos y olvídame, rico, no me hagas esta faena. De pronto él cogió su mano por sorpresa y se la puso ahí, sonriendo: mira cómo estoy de malito, Ramona, mira cómo me tienes. Quita, niño. Si quieres aviso a Maruja y subes con ella, es lo único que puedo hacer.

– No. Contigo.

– Si estoy para el arrastre, hijo. ¿Ya me has mirado bien? Por mí no quedaría, no es por falta de ganas, te lo digo francamente -y cerró otra vez los ojos, cerró su mano en la mano que ardía, cerró las piernas temblonas y acercó la boca abierta rozando la bufanda de él-. Pero es mejor que no. No quiero tratos contigo, así de clarito. Abur.

– ¿Por qué? Tengo el dinero -ella se iba, pero la retuvo por el brazo-. Espera, oye una cosa…

– Dile que se vaya a paseo, a ese que te envía. Díselo.

– No diré nada, no diré que te he encontrado.

Ramona volvió a subir a la acera, de un tirón se desprendió de su mano y lo miró fijo. Pero sólo dijo, con una voz desconocida, con la cara repentinamente de otra, una calavera pintarrajeada:

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué, rico? ¿Por qué habrías de hacer eso por mí?

Java no resistió esa mirada. Pensó ¿qué pasa? Natural: no era ella, ese esqueleto no podía ser ella, Sarnita, se había equivocado de furcia; ésa no se escondía de nadie, así que no podía ser, ¿verdad? Sí que lo era, sí que tenía miedo, ahora, pero también ganas, pues acuérdate: un par de chapas solamente y tal vez con vejestorios, piensa lo que debe ser para ellas, tan acostumbradas a hacerlo cada día, un tormento, chico, iba como una perra, tú no entiendes de eso todavía pero así es la vida, Amén, así es el vicio. Y ya lo creo que era, porque en seguida añadió:

– ¿Y por qué iba yo a creerte? ¿Te crees que me chupo el dedo, que no sé que me denunciarías?

Se lo explicó cogiéndola del brazo, caminando: no me conviene, tonta, ¿no ves que si hablo te llevan a esas monjas de Gerona para regenerarte y se acabó el negocio para mí? Es matar la gallina de los huevos de oro, y no me interesa, ¿está claro?

– Entonces -dijo ella parándose- ¿qué buscas, qué quieres?

– Subir contigo. Sólo eso.

Lo pensó ella un momento y dijo: está bien, vamos. Pasaron dos borrachos alborotando y haciendo sonar palmas. Ya era muy tarde y cerraban los bares y los letreros luminosos se apagaban. ¿Tienes para una habitación?, nerviosa ella, dando traspiés: y cómo pasa el tiempo, chico, el mirón ni me reconoció, decía, fíjate, ¿tanto he cambiado, tan estropeada estoy?

– No hay mucha luz allí, y es de gas.

– No es eso. Han pasado ocho años, pero qué son ocho años…

– Debías ser casi una niña -dijo él para complacerla-. Ahora eres rubia y te pintas, y tan flacucha…

– Eso es, una buena birria.

– A mí me gustas.

– He estado enferma. Bueno, ¿tienes para la habitación, sí o no?

– Sí.

¿Que qué hay, Amén? Pues una cama, un bidet, una mesita de noche con un cenicero, nada más. Espejos en el techo, sátiros y ninfas persiguiéndose en las paredes, culos al aire, tetas. Luz roja, toallas, pomadas para el pito, nada más. Yo nunca he estado pero agárrate, que viene lo bueno: Java tampoco. No me lo creo, Sarnita. Como lo oyes, chaval, a lo mejor ni siquiera tenía roto el frenillo, el legañas. Y el caso es que no pudo hacer nada, no se le empinó. ¡Atiza!, ¿tan mal está la tía, tan jodida? No, parece un fideo pero se ve que desnuda está muy buena. Lo que pasa es que ésas siempre te cuentan su vida, ya sabes, una perra vida con hijos de padre desconocido y un chulo que las pega, siempre arrastrándose por los bares y las casas de meucas más tiradas, y eso te la baja, chaval, te la baja pero hasta los pies, si te descuidas acabas llorando, yo no he ido nunca con ellas a una habitación pero es así. ¡Ondia! entonces es mejor no dejarlas hablar. Eso precisamente haré yo cuando me estrene, Amén, pero depende de la tía y de todos modos si te tapas las orejas y cierras los ojos resulta fermi, tal como habías pensado antes de ir: estás tumbado en la cama con ella, fumando un cigarrito, hablando de la vida en general, tan a gusto, imagínate, no tienes más que alargar la mano y aquí está ella, a tu lado, desnudita, calentita como un pan.

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