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– Con esta facha -dijo Mingo-nadie te sacará a bailar.

– ¡Y a mí qué! Yo bailo con la Trini.

– Luis, acompáñala -ordenó Java, y a ella-: Ya sabes, si hablas de esto, si se lo cuentas a alguien, entonces sí, entonces te rajo esta bonita cara de un tajo y además te pelo al rape.

– No me digas -canturreó Juanita-. ¿Nada más? ¿No queríais nada más de mí, esta noche? Os creéis muy listos, ¿no? Lo único que sois unos cochinos.

Y dando media vuelta se alejó en dirección al boquete de la tapia que daba a la calle Legalidad, tropezando con matorrales y escombros pero decidida y ágil. Rascándose el ojete, Luis se precipitó tras ella y al ir a cogerla de la mano ella le esquivó furiosa. Pero le dijo en voz baja, casi dulce: conozco un remedio para los cucs que no falla, un collar de ajos. Te regalaré uno, aunque no te lo mereces, no, guarro.

Y fue esa misma noche cuando Java empezaría a interrogar a todas las huerfanitas, buscando alguna pista que le llevara a la puta roja. El verano del cuarenta, debía ser. Calle por calle, custodiado por los kabileños de bolsillos repletos de pólvora y pellejos de serpiente por cinturón, durante cerca de dos horas recorrió inútilmente el barrio en fiestas. Encontró a varias muchachas de la Casa, pero no a la Fueguiña. El Tetas y Amén le abrían paso penetrando en las riadas de gente con violencia, a codazos y levantando las faldas de las chicas y tirándolas del pelo. Volaban serpentinas de balcón a balcón y de una acera a otra, por encima de parejas y mirones que transitaban apretujados en ambas direcciones. La pandilla permaneció un rato frente al tablado de la calle Sors, admirando una frenética exhibición del batería de la orquesta Melody. En la esquina de la calle Laurel, en medio de un corro de excitadas muchachas que lamían polos de limón y naranja, un artista joven y vestido pobremente pintaba bonitos paisajes al pastel con asombrosa rapidez y los vendía allí mismo a perra chica la media docena. Un anciano barquillero que había instalado su ruleta con cigarrillos de anís, boquillas de papel y botellines de vermut, fue expulsado de mala manera por un guardia civil vestido de paisano, vecino de la calle Argentona. Casi nadie se fijó en el joven perdulario con macuto y cabeza rapada que se inclinaba muy despacio sobre el bordillo de la acera; parecía agacharse a recoger algo, pero en realidad se estaba cayendo de debilidad. Lo incorporaron a medias y lo sentaron recostado en la pared, y tenía una brecha en la frente y la hija de una vecina, una muchacha con un ceñido vestido verde, trajo un vaso de leche que el joven vagabundo no quiso beber.

Al final de la calle se oían aplausos. Con los negros cabellos engomados y la chupada cara de tuberculoso, un fino bailarín de entoldado evolucionaba elegantemente con su rubia pareja en medio de un círculo de mirones. Frente al portal de la Parroquia, las huérfanas de la Casa de Familia bailaban entre sí empuñando monederos de plexiglás verde. Al preguntarles Martín, dijeron no saber dónde estaba la Fueguiña, riendo como tontas, ¿pues qué le queréis a ésa?, aquí tenéis a la Pili… En un callejón oscuro y desierto se besaba una pareja y ellos se pararon a escudriñar las sombras con sus vertiginosas pupilas, habituadas a cazar gatos en la tiniebla más densa. Las campanas de Las Ánimas dieron las doce. La sombra silenciosa que en este momento se cruzó con ellos era el novio pistolero de Margarita: pasaba sin verles con su rostro terrible picado por la viruela, blanco y duro como el hielo. Sarnita se agachó como si oyera silbar un obús.

– El «Taylor» -dijo.

El «Taylor» caminaba con los brazos separados como si tuviera ganglios en las axilas, amargado, lento y abstraído y con su pelo negro acharolado, y pasó tan cerca que ellos captaron el sudor de los sobacos oliendo a cuero.

Pasada la medianoche, Java propuso formar dos grupos y volver a encontrarse más tarde. Excepto él y Mingo, todos se juntaron media hora después en las atracciones de la plaza Joanich. En las casetas de tiro pidieron una escopeta y por un real le tiraron a una botella de anís hasta que la dueña descubrió que utilizaban balines que Amén llevaba en el bolsillo, y les quitó la escopeta. Subiendo por Escorial, al romper a pedradas el solitario farol de la esquina con San Luis, un viento repentino que surgió de la oscuridad tumbó de espaldas a Sarnita; fue como una aparición fantasmal, explicaría después, un hombre alto y pálido que avanzaba encorvado contra la noche; pudo ver un instante el brillo acerado de sus ojos, su abierto chaquetón azul de marinero y su alto pecho desnudo y tatuado; asomaban rizos de oro bajo su boina y su barba era rubia como la miel. Que se le vino encima al doblar la esquina, dijo, y que luego se alejó a grandes zancadas con sus andrajosas alpargatas azules. Quiso añadir, aunque no pudo o no supo, que aquel hombre parecía venir no de la noche más remota, sino de un naufragio, una tormenta o una taberna del puerto con su manchado mostrador.

– Es él -dijo-. Es el marinero.

– Yo no he tenido tiempo de verle -dijo Amén-. ¡Vaya susto!

– No puede ser. Está en Francia -dijo Martín-, se fue en un buque de carga.

– Pues ha vuelto.

– ¿Será el que trae café de estraperlo al tostadero clandestino donde trabajas tú, Luis? -dijo el Tetas-. Seguro, seguro.

– Sí que lo trae un marinero -dijo Luis-, pero no es éste. Éste es un maquis, chaval, ¿qué te juegas? Seguro que lleva un carnet de AFARE, mi padre tiene uno…

Nanay, lo interrumpió Sarnita echando a caminar, os digo que es él y viene de Marsella, siempre quiso ser marinero. Pensaban contárselo a Java, pero esa noche ya no le vieron. Y cuando Mingo se juntó con ellos, les contó lo ocurrido con la Fueguiña: él y Java la habían encontrado por fin en la calle Torrente de las Flores, y Java estuvo con ella más enigmático que con Juanita, ni siquiera le preguntó por las municiones. Al parecer no la reconoció en seguida, era muy distinta a aquella chavala que vio por primera vez, aquella sombra gris en una tosca bata gris y con sandalias de goma. Bailaba, dijo, con uno que llevaba pantalón bombacho, un tal Sergio, que Java conocía de venderle novelas de Doc Savage de segunda mano. La apretaba mucho pero ella no quería darse cuenta o le gustaba. Por encima de su avispada cabeza, de sus negros cabellos partidos sobre la frente y recogidos en dos gruesas trenzas, se extendía hasta el final de la calle el techo de guirnaldas y tiras de papel de seda desflecado y bombillas de colores. Párvulos y voraces, los ojos del trapero vagaban por la pobre faldita floreada y el mísero pullover rojo, mordisqueado en las mangas y erizado de una pelusilla luminosa, mientras se dejaba sobar por su pareja. Aprovechando una pausa de la orquesta, se interpuso entre la pareja y la invitó a bailar el siguiente bolero, pero ella le rechazó. Mingo no sabía cómo se deshizo Java de su rival, sólo vio que le daba un recado a la oreja, que entraron juntos en un portal oscuro y que al poco rato volvían a salir para reunirse de nuevo con ella. Cojeando un poco, Sergio todavía la sacó a bailar, pero no terminó el bolero. Fue como si de pronto le diera un calambre terrible o como si hubiese recibido una patada en los huevos, dijo Mingo: rojo como un tomate, ahogando un alarido, soltó a la chica y se fue renqueando hacia su casa, arrimado a las paredes como un perro herido. Ella no se quedó sorprendida ni nada, sólo un poco fastidiada. Pensó que al pobre le había dado rampa en la pierna.

Al primer baile ya se dejó apretar igual que con Sergio, a lo bobo, como si no tuviera conciencia de su cuerpo o como si no le importara. Su voz era como su mirada: turbia, fija, de una indiferencia destrempadora.

– ¿Cómo te llamas?

Tardó un poco en contestar.

– María.

– Pero te llaman la Fueguiña. ¿Por qué?

– No sé.

– ¿No te acuerdas de mí?

Ella se encogió de hombros. Sus ojos de ceniza asomaban por encima del hombro de Java como detrás de un parapeto.

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