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Algo en su sonrisa hizo pensar a Juanita: ahora sí, ahora me podría dar el verdadero miedo, podría sentirlo sobre mí, y nadie me oiría gritar, nadie acudiría si me desangrara.

– Si una pudiera quedarse toda la noche y bailar con quien le gustara… -dijo-. Pero la señorita, se lo decía a éste mientras me traía aquí, la señorita sólo nos deja un rato. Un paseo para ver las calles adornadas, las orquestas, los vestidos de las chicas…

De todos modos, que se había divertido mucho, añadió, primero fueron todas a la Parroquia y desde allí, en compañía del mosén y algunas catequistas, a recorrer calles; que en la calle Sors el mosén había subido al tablado de la orquesta para inaugurar las fiestas, y también subieron Pilar, Virginia y Rosita, y el mosén había hecho un bonito sermón, bueno, un discurso, dijo que era el primer año que la junta de vecinos lo invitaba a la inauguración y que esto satisfacía mucho a la Parroquia y a Dios también, que así la iglesia volvía a participar de la sana alegría del pueblo, después de tantas desgracias y penalidades con la guerra, y al recordar a los caídos algunas mujeres lloraron, pero entonces el mosén cogió la trompeta de uno de los músicos y tocó, todo el mundo se rió mucho y decían qué campechano es este cura, y lo dijo uno que dicen que era rojo, fíjate.

– ¿Tampoco tú tienes padre? -dijo Java. Juanita se encogió de hombros, los labios prietos.

– Como todas las de la Casa -gruñó contrariada, escupiendo las palabras -. Los nacionales lo fusilaron, por si te interesa. Bueno, qué más quieres saber, presumido. Para qué me quieres. Martín me ha dicho que es por las municiones… ¿O no es por eso?

Java se quitaba el pañuelo del cuello y ella dijo intrigada: ¿me vas a vendar los ojos? Mientras él se lo anudaba en la nuca, cuando ya no veía nada, pudo oler la misma colonia que usaba el alférez Conrado y que a veces gastaba la Fueguiña. La voltearon como una peonza y notó bajo la falda la rápida mano, adivina quién es, ella se revolvió pataleando, se desequilibró, las manos de Java la sostuvieron por la cintura: tranquila, Juanita. Y la voz ansiosa de Sarnita: ¿es verdad que un moro te pichó en tu pueblo, golfanta, y delante de tu padre? Y las risitas del Tetas y de Amén.

– Callaros, coño -dijo Java, pero ella notó que no ponía autoridad en la voz -. Juanita, no tengas miedo. Ahora te quito el pañuelo y podrás volver al baile. Confía en mí. Sólo quiero que me digas una cosa.

– Si la señorita se entera que me he escapado, me mata.

– Dime, ¿quién es ahora la directora de la Casa?

– La señorita Moix. Ya es vieja y no guipa nada, pero se entera de todo. La Fueguiña y yo siempre nos escapamos. Claro que la Fueguiña tiene la suerte de trabajar fuera de Casa…

– ¿Trabajáis?

– ¡Que si trabajamos! Coser, bordar, lavar y planchar y fregar. Casi nada. Todo el santo día. Y fabricamos flores de papel, esas que adornan las calles para el baile. Y también hacemos encaje de bolillos, y la Biblia en pasta, hijo. Otras tienen más suerte y trabajan fuera, de criadas o de asistentas, como la Fueguiña. Lolita va a una academia de corte y confección…

Alguien que no era Java la cogió por los hombros y de nuevo le hizo dar vueltas, y una voz carrasposa para darle miedo: ¿ves algo, niña? Pero la voz del trapero, tan cerca de su oído, era la única que le causaba escalofríos:

– La directora que había antes, ¿cómo se llamaba?

Juanita se estremeció. Su cabeza, con los ojos vendados, se irguió un momento como si hubiese captado una señal en la noche, más allá de la música de grillos y orquestas. Los altavoces de la calle más próxima soltaban una voz nasal de vocalista: el mar, espejo de mi corazón.

– ¿Cómo se llamaba? -insistió Java.

– Yo no sé nada. Yo llegué a la Casa hace cuatro años, ya habían entrado los moros en mi pueblo -las veces que me ha visto llorar-. Yo, cuando me trajeron aquí a Barcelona, ella ya no estaba de directora, ya había la señorita Moix -la perfidia de tu amor.

– Pero has oído hablar de ella -dijo Java-. A las otras huérfanas.

Juanita oyó una voz que subía irritada desde el suelo, la de Sarnita: serás cabrito, ¿qué cuento es ése de la otra directora? ¿Qué buscas, Java, qué investigas en realidad, qué tiene eso que ver con nuestras municiones? Pero el trapero no le hizo ningún caso, y dirigiéndose a Juanita, en el mismo tono afable pero frío de antes, repitió:

– Habrás oído algún comentario sobre ella, a que sí.

– La señorita Moix no quiere que hablemos de ésa… Alguna chica habrá que la haya conocido, supongo, entre las mayores. Pero está prohibido nombrarla. Yo ni siquiera sé cómo se llamaba.

– ¿Por qué está prohibido?

Juanita suspiró. Adivinaba una tensión en todos menos en el trapero. Ellos no entendían las preguntas de Java. Este interrogatorio es una tifa, dijo Sarnita. Se oyó el clic de la navaja.

– Habla o te marco la cara -dijo Java-. Yo no bromeo, chavala.

– Por algo malo que hizo una vez -susurró Juanita-. Dicen que una noche cortó las cabezas de todas las muñecas de las chicas de la Casa. Y además ahora hace la mala vida, dicen, igual que Menchu.

– Una furcia.

– Eso.

Notó los dedos de Java en la nuca, el pañuelo resbaló por su cara y lo primero que vio fue a Sarnita sentado a sus pies, mirando al trapero con impaciencia y fastidio. Por fin, dijo Juanita, ahora las muñecas, creo que tengo sangre. ¿Me puedo ir ya? Luis ofreciéndole una pastilla en la palma tiñosa de la mano: ¿quieres una juanola?, con la otra hurgándose el trasero. Pónmela en la boca, así. Oye, ¿de verdad tienes cucs?

– ¿Habéis tenido noticias de ella? -dijo Java -. ¿Sabéis dónde vive ahora?

– Pregunta a la Fueguiña. Ella la conocía, creo.

Java le dio la espalda, alejándose hacia el chasis del Ford. Sarnita protestó de nuevo: esto es muy aburrido, y empujó a la prisionera hasta obligarla a sentarse en el bidet. El cirio ardía entre sus rodillas. Java se había recostado en el interior del automóvil y desde allí contemplaba la escena, sin mucho interés. Luis y el Tetas la sujetaban por los tobillos, Mingo le juntaba las muñecas a la espalda y Sarnita le cerraba los muslos en torno a la llama. Verás ahora si cantas o no, verás si le dices a Java dónde vive esa meuca. Y volviendo la cabeza hacia el Ford: ¿es importante, Java? El trapero frunció la boca y Sarnita añadió: ¿lo ves, perra? Vomita.

– Pero si yo no sé nada, si nunca la he conocido. Qué vergüenza, virgen, qué vergüenza.

– Se está poniendo cabrona, Sarnita -dijo el Tetas -. ¿Le bajamos otra vez las bragas?

– Te vamos a quemar el conejo, chavala -dijo Mingo cortándole el paso a Martín -: Tú quieto, no te acojones, que no pasa nada.

– Se va a quemar.

Con ojos desorbitados ella miraba la llama de la vela a unos centímetros de los muslos polvorientos y rasguñados. Debatiéndose consiguió liberar una mano y arañar la cara del Tetas, que rodó por el suelo exagerando un aullido.

– Juani la intrépida -dijo Sarnita.

– Canta, mala zorra.

– Te vamos a meter el boniato por el ojete.

– ¡No sé nada, os digo que no sé nada!

– A ver una cosa -intervino Java alumbrándoles con la linterna. Ellos cejaron en su empeño, pero no le quitaron las manos de encima. La respiración entrecortada de Juanita aplastaba la llama de la vela -. A ver, si me dices la verdad te soltamos. ¿Sabes si tenía una marca especial, alguna vez oíste decir a las huérfanas si tenía una señal en la piel, una cicatriz?

– ¿Una cicatriz en la piel?

– Sí. Unos costurones…

– No. Y te lo repito: pregunta a la Fueguiña. Yo no sé nada.

Java se quedó pensando y todos protestaron de nuevo: cabrón de legañoso, ¿qué misterio se trae? Cuéntanos de una vez qué buscas, quién es la meuca de la cicatriz. Java sólo dijo:

– Soltadla, y que se vaya a bailar.

Juanita sonrió entre las lágrimas, frotándose las doloridas muñecas. Luego sacudió su falda y su pelo.

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