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Mingo le bajó la falda hasta la mitad de los muslos. Cerca se oía el canto de los grillos y lejos la música de la Fiesta Mayor. Martín se incorporó rascándose con las uñas el flaco pecho, allí donde se balanceaba el cordel con la bolita de alcanfor, y lanzó una torva mirada a través de la noche clara, al ras de los hierbajos y la tierra blanquecina y sepulcral que iba desde Legalidad hasta Encarnación, hasta las ruinas de la masía inmemorial custodiada por cuatro palmeras. Más allá de las zanjas y rastrojos se veían empalizadas rotas y alambradas abatidas, arrasadas como por un huracán. Desde la calle Escorial, asomando por encima de la tapia, una farola bañaba de azul el chasis oxidado del Ford tipo Sedán sin ruedas ni puertas, un cascarón abandonado, podrido por la lluvia. Dentro yacía una sombra inmóvil sobre arpilleras deshilachadas, Java alumbrando el dorso de su mano con una linterna de pilas, mirándolo como si leyera en la piel. Martín tocó su hombro: Java, dijo, vienes o qué. Voy, incorporándose pensativo, el pulgar engarfiado en la gran hebilla de latón del cinto. Al llegar junto a ellos apoyó el pie en el borde esmaltado del bidet, el codo en la rodilla, miró un buen rato la llama temblorosa de la vela y luego a la prisionera, de pies a cabeza: su tosco uniforme azul, la corbatita blanca, el moño de beata, las braguitas bajadas, el sucio escapulario cruzado en la cara. Sobre todo, su sonrisa torva y descarada.

Juanita miraba al trapero con ansiedad y malicia, las orejas encendidas como ascuas:

– Ya tenía ganas de verte, fanfarrón. ¿Qué quieres saber? Venga, pregunta. ¿Qué buscas?

Java no dijo nada, todavía. Fue Martín:

– ¿Es verdad que tú y tus amiguitas habéis encontrado municiones enterradas aquí?

– Mierda -dijo Juanita.

– ¿Así es como os enseñan a hablar en la Casa de Familia? -dijo Amén.

Martín limpiaba la hoja de la navaja en el borde de la falda de la prisionera.

– Este territorio es nuestro -dijo-. Habla, o te operamos la pendiz.

– Márcala, Martín -sugirió el Tetas.

– Primero le pondremos mistos encendidos en las uñas. Luis sacó la caja de fósforos. El miedo asomó a los ojos de Juanita, fijos siempre en Java. Parpadeó.

– Algo oí decir en Las Ánimas, pero no me acuerdo -masculló.

– Vomita, chavala -Sarnita esgrimiendo el boniato peludo, esperando una señal de Java-. ¿Qué fue lo que oíste?

– Que uno de Los Luises había encontrado algo por aquí.

– ¿El qué?

– Una bomba de mano.

– ¿Dónde?

– Yo qué sé, por aquí -Juanita empezó a culear furiosamente sobre las tablas desencajadas de la puerta-. Desátame, tú, que me sangran las muñecas.

– Oye, ¿tú vas mucho a Las Ánimas? -le preguntó Sarnita.

– Sí, qué pasa.

– Más alto, no te oímos -dijo Luis rascándose el ojete con el dedo-. Canta o te hacemos la vaca. ¿Quién encontró las municiones?

– ¿Qué te rascas, gorrino? -Súbitamente puso cara de pena-. ¿Tienes cucs? Huy, qué mal lo vas a pasar. ¿Quieres saber cómo se curan en seguida?

Luis asintió. Ella volvió a mirar a Java, pero el trapero seguía inmóvil y silencioso.

– Las preguntas las hacemos nosotros -dijo Sarnita-. Y no intentes desviar la conversación, muñeca.

– Pues no me sacaréis nada -dijo ella-. Trinxes. Kabileños estropajosos. Indecentes gorrinos.

Sarnita reflexionó, paseó en torno al descascarillado bidet donde Java apoyaba el pie, y leyó en la cara de Java, en su extraño silencio: las oscuras manos colgando inertes, cruzadas sobre la rodilla, el pañuelo de colores anudado al cuello, la pescadora azul, el rostro impasible sobre la luz inquieta de la vela. ¿Qué esperaba el legañoso, por qué no la interrogaba él, si había sido suya la idea de hacerla prisionera?

– Vamos a ver -dijo Sarnita volviendo junto a ella -. ¿Quién de vosotros ha estado en Las Ánimas, aparte de Amén y el Tetas?

– Yo fui una vez -dijo Mingo.

– Nada. Beatas y gorigori.

– Tú qué sabes -dijo el Tetas-. Tienen mesas de ping-pong y equipo de fútbol, con un balón de reglamento, y botas y camisetas y todo. Y además hacen funciones de teatro.

– Sí, pero a cambio te hacen tragar hostias y pasar el rosario todo el puto día -insistió Mingo-. Y te enseñan el catecismo, esas beatorras.

– Son muy buenas -dijo Juanita-. Pregúntale a Amén, que es monaguillo. Y dan merienda… ¡Las manos quietas, tú!

– Pero bueno, ¿quién habló de ir a Las Ánimas? -dijo Sarnita furioso.

– Java.

– ¿Y por qué?

– Así podrá currelar a las huerfanitas, ¿no lo entiendes, tarugo? -dijo Martín-. Podrá interrogarlas. Investigarlas.

– Ya.

Java no metía baza en la discusión. Se había sentado en un pedrusco bajo el almendro y miraba a Juanita. Resonó lejano en la noche un estallido de voces y aplausos desde una calle en fiestas, pero los músicos debían estar ya cansados y la melodía se perdía en el camino: llegaba sólo un monótono pulso de bombo y contrabajo, un sordo latido que más parecía pertenecer a la noche que a la orquesta.

– A mi madre le gustaría que yo fuera a Las Ánimas -dijo Luis -. Dice que así estaría menos en la calle.

Liberada de la puerta-camilla, con las manos ahora atadas a la espalda, la prisionera era empujada por Sarnita hasta el centro del corro fantasmal, junto al bidet con la vela. El último empujón dio con ella en el suelo. Java hacía rodar en sus manos la linterna de pilas. Sarnita se acuclilló ante Juanita y la llama relumbró en su cabeza rapada, llena de costras curándose con polvo de azufre. ¿Quién encontró las municiones?, dijo. Habla, desgraciada. Java se incorporó. Martín rugió: Nos ha tomado por el pito del sereno. Se abalanzó sobre ella y rodaron los dos en medio de un polvillo de yeso. Juanita quedó a gatas y a él se le vio un instante fugaz pegado a sus nalgas y agitándose frenéticamente, golpeándola con la pelvis como un perro. Pataleando, ella se dio la vuelta y mordía el aire, hasta que se vio aplastada bajo el peso y el ansia de Martín y se inmovilizó. Ladeó la cabeza lentamente y escupió en el polvo, y levantó despacio las rodillas, y luego, más despacio todavía, buscó a Java con los ojos y desde su ambiguo sometimiento le dedicó aquella sonrisa como una mueca. Acercándose, Java la cegó con la luz de la linterna, pero ella siguió retándole con los ojos y la boca torcida, emborronada por el polvo y una saliva sanguinolenta. Me ha mordido, el bestia, dijo con una extraña indiferencia, lamiéndose el labio, escupiendo.

– Suéltala -ordenó Java.

Martín se hizo a un lado, de rodillas, y sacudió el polvo de la falda y de las piernas de Juanita, que ya se incorporaba. Animal, murmuró ella, bestia.

– Ven aquí, acércate a la luz -dijo Java -. ¿Cómo te llamas?

– Lo sabes muy bien, trapero.

– Cómo te llamas.

– Juanita. Tú, quítame esta porquería del pelo ¡Con cuidado, bruto!

Martín le expurgaba la cabeza, tironeando briznas de hierba. Luis dijo:

– La «Trigo». Juanita la «Trigo», así la llaman.

– ¿Por qué?

– Por el color del pelo, tonto -Juanita sacudió la melena airosamente-. ¿Que no lo ves? ¡Ay…! ¡Manazas! Y acabemos, venga, que tengo que volver a la calle Sors, la señorita ya me habrá echado en falta. Vaya jaleo por dos zarrapastrosos almanaques de Merlín, y sin tapas.

Se apresuró el Tetas a precisar: un almanaque y vas que ardes, chata, y ella protestó indignada, me habíais dicho dos, jolín, un trato es un trato. Sarnita intervino diciendo que sí, bueno, pero tienes que dejarte pichar.

– Nanay, listo. Qué te has creído.

– Pues todas os dejáis tocar por los Dondi en el portal de la Casa de Familia…

– Mentira -dijo Juanita-. Quiero irme. Ojalá me hubiese quedado en la Fiesta Mayor. Cochinos.

Java, que se paseaba cabizbajo en torno a Juanita y la vela, dijo sin mirarla:

– Tendrás lo prometido, más otro tebeo de Monito y Fifí de propina. ¿Contenta? -se paró ante ella, sonriendo-. ¿Te gusta la Fiesta Mayor del barrio?

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