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Al salir habría jurado que ella no dirigió ni una mirada al difunto.

– Dejaré las maletas. ¿Se encargarán ustedes de llevarlas al piso de Pilar? Ya se fue la criada, pero mañana me encontrarán a mí.

– Yo mismo las llevaré -dijo Ñito.

Al juntarse con las huérfanas en el pasillo, la mujer les pidió un lápiz para anotar la dirección, pero el celador dijo no hace falta, meneando la cabeza con aire chusco, no erraré el camino, no.

¿Pilar?, rumiaba al volver a la farmacia, ¿Pilarín? Podía ser cualquiera de aquellas que cada domingo cruzaban el barrio emparejadas en dirección a Las Ánimas, con sus baratas mantillas blancas y sus devocionarios, una de tantas en medio de la doble serpiente de uniformes azules, corbatitas blancas y sandalias de goma, conducidas por la señorita Moix; cualquiera con trenzas y lacitos rosa y un frío maligno apretado entre los párpados, una niña que en la calle sabía sacar la lengua a la conmiseración de la gente, que formaba corro con sus compañeras en torno al simpático alfilador en la plaza del Diamante, que bromeaba cada mañana con el joven basurero, un chaval con cara de viejo y ojos de gato, o que corría a ver el panel de fotos del cine Verdi, este sábado veremos La ciudad de los muchachos y Chicago; Pili, en la tercera fila está el trapero y qué guapo es, espabila, niña, dile algo… Sí, una del montón, un rostro anónimo, arrebolado y vivaracho como el de todas; una mosquita muerta que nunca se hizo notar mucho pero cuyos ojos debieron registrarlo todo, camuflada entre las demás para espiarlo cuando iba a la Casa de Familia cada viernes a llenar el saco de papeles: hoy vendrás conmigo, chaval.

– ¿Nunca has estado allí, Sarnita, nunca has visto a las huerfanitas en su salsa? Hoy vendrás conmigo.

– Me lo imagino, pillastre. Te veo entrar gritando: ¡Niñas, al salón!

– Frena, no seas bestia -decía Java.

– Entonces, ¿de pichar nada?

– Nada, qué pensabas.

La oscura y empinada escalera de viejos peldaños alabeados, pensaba, el primer rellano apestando a vagabundos, la puerta negra con el parche ovalado del Sagrado Corazón, regalo del alférez Conrado: Detente, bala. Las niñas espían por la mirilla antes de abrir, oyes las risas, los cuchicheos, las carreras tras la puerta. Esperas con los tebeos en la mano, el saco al hombro y la romana al cinto, siempre abre la misma renacuaja de puntillas que apenas alcanza el cerrojo, ¿traes el Guerrero del Antifaz y Monito y Fifí?, y escapa corriendo con el botín en las manos. ¡Señorita, el trapero! Una reverencia medio en broma, buenas tardes, directora, ¿algo para mí, papeles, trapos, botellas? Alrededor alborotan las huérfanas, se asoman y ríen: el novio de la Fueguiña, el Luzbel más guapo de Las Ánimas, una de ellas tenía que ser Pilar. De beatas nada, chaval, y tanto que las hacen rezar: bailan agarrao en los dormitorios, esconden novelas y cancioneros debajo de los colchones, retratos de artistas de cine y de vocalistas, se saben Bésame mucho y Perfidia de memoria. Desde el terrado, a oscuras, en las verbenas de San Juan y San Pedro, aprovechan la música de los terrados vecinos adornados con farolillos y bailan unas con otras, turnándose para vigilar que no las descubra la directora.

– Son la pera.

En el terrado hay un cuartito con lavaderos, allí guardan trapos viejos y montones de retales de papel fino y rizado, de colores, con el que hacen las flores artificiales y las tiras de flecos que adornan las calles del barrio en las fiestas de septiembre. Siempre te acompaña una de las huérfanas para que no hagas trampas con el peso, Virginia o la Fueguiña, y siempre hay un rato para ensayar la función.

– La madre que te matriculó, legañoso, vaya lote te pegas con esta chavala…

– Frena, Sarnita, frena.

– Qué remanguillé tiene la niña, no digas que no.

– Hay otra que también me gusta, pero se hace la estrecha. Pilarín. ¿Sabes quién digo, la ves? Una seriecita, más formal que las otras, alta, muy fina. A veces viene ella a vigilarme el peso, pero no se deja tocar ni un pelo, aunque juraría que es de esas que el día que se dejan…

Y así debió ser. Una muchacha esbelta, frágil, pero de tobillo grueso, de grandes y flojas tetas.

– Pero bueno, ¿tu novia no es la Fueguiña?

– Sí, sí. María es otra cosa. Esos pechitos como limones.

– ¿Y lo hacéis allí mismo, en el suelo del terrado?

– De eso nada, hombre, tú siempre imaginas más de lo que hay.

Las negras sotanas balanceándose al viento como fúnebres campanas, los roquetes y los manteles de altar goteando agua desde los alambres, la colada de Las Ánimas secándose al sol y el ronroneo del palomar en la azotea vecina. Java sentado de espaldas contra la balaustrada, a su lado la Fueguiña con el cuaderno en el regazo.

– ¿Aún quieres ensayar más? -dijo ella-. Jolines, si te sabes de memoria hasta mi papel. Qué aburrido.

– Menudas sois, las huerfanitas -dijo Java-. Dime una cosa. ¿Cómo hacéis tú y Juanita para escaparos y venir al refugio?

– Tenemos un truco -guiñando ella los ojos al sol-. Ven, levántate. ¿Ves el cestito con la cuerda que va de balcón a balcón, ahí, sobre la calle? No te arrimes tanto, listo. Es nuestro teleférico. El balcón de enfrente es de la dueña del colmado de abajo, ¿ves?, ahí viven los Dondi. Tres hermanos como la peste. Nos pasamos recados y cartas con la cesta. El mayor está tísico, ¿ves el cristal agujereado, en el balcón, donde sale el tubo de la estufa?, pues ahí está, siempre en la cama, y en la estufa hierve día y noche una olla con agua y eucaliptos, un olor más bueno… Los tebeos que tú nos traes, cuando todas los hemos leído, se los enviamos allá con el cestito, pero luego ya no los queremos porque vuelven con microbios, yo los quemo.

Cuando una quería escaparse escribía su nombre en un papel, lo metía en el cestito y tiraba de la cuerda hasta hacerlo llegar al otro balcón; siempre había un Dondi haciendo compañía al enfermo; recogía el aviso y ya sabía lo que tenía que hacer: bajar al colmado, cruzar la calle y subir a la Casa para decirle a la directora: mi madre dice que si puede dejar salir a fulanita para que venga a hacer la limpieza. A veces eso era verdad, y como pagaba con comida…

– ¿Y cuando es mentira?

– Los Dondi nos dan algo para que la señorita no sospeche, chocolate, un saquito de harina para hacer buñuelos.

– ¿A cambio de qué, Fueguiña?

– De un beso. De prisa y corriendo, nada, a oscuras, abajo en el portal.

– ¿Sólo un beso?

– Juanita se deja levantar la falda.

– ¿Y tú?

– Yo hago por escaparme, tonto. ¿Celoso?

– ¿Yo? Atiza, ni que estuviéramos casados. Anda, ven aquí.

En la trasera del terrado, abajo, había un pequeño huerto del que subían mariposas blancas que rondaban la ropa tendida: un pasillo de negras sotanas donde ellos se besaban de pie, sin que nadie pudiera verles. El vuelo de las palomas era un estruendo blanco en el azul del cielo, los pechos de la Fueguiña se ponían de punta. La rodea con los brazos, acaricia su cuerpo repentinamente redondo y lánguido, extrañamente dócil, vacío de huesos. Su uniforme azul mil veces restregado en la colada parece una piel finísima. Java pierde hasta la noción del hambre. En el cuarto de los lavaderos, ella siempre sostenía el saco mientras él lo llenaba de papeles. Volvió a abrazarla.

– ¿Cuándo te casarás conmigo, Fueguiña?

– Marrano. Quién sabe con qué intenciones me das carrete.

– Hablo en serio.

– Díselo a Pilar, a mí con ésas no.

– Tú me gustas más, ladrona. Me he enamorado de ti. Estáte quieta.

– ¿No me encuentras flaca, traperito?

– Deja al inválido y escapemos juntos… ¿Cuándo se acabará eso de pasearle y limpiarle los mocos y la caquita?

– Nunca -repentinamente seria, librándose de sus manos-. Nunca, por favor -no porque sintiese asco del señorito ni mucho menos por mojigata. Parecía, simplemente, un reflejo nervioso de aquella tristeza que se asomaba de golpe a su boca mellada, entreabierta, y a sus ojos entrecerrados: como si ya la estuvieran besando o dispuesta a dejarse besar en seguida.

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