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Era cuando él se desconcertaba, cuando intuía en esa chica condescendiente, aunque de reacciones imprevisibles, el mismo pavor sin fondo, el mismo destino atroz que vio un día en la piel de Ramona, morena y sucia como un estigma: también en este cuerpo desmedrado, en estos dientes picados y en estos ojos muertos se operaba la misteriosa putrefacción de la ciudad, aquella indiferencia de charco enfangado recibiendo sucesivas lluvias de humillaciones y engaños. Quizá por eso preguntó Java:

– ¿Todavía se la tienes que sacar para que mee? -sonriendo.

Ella tenía la cara vuelta a un lado: de nuevo el inválido pilló su mano indecisa en el aire y le dobló el brazo en la espalda, atrayéndola hacia sí, jugando: ¿Y eso por qué, si sabes que tu Conrado tiene mucha fuerza en las manos, aunque esté paralítico?

– Di, anda. ¿Por qué se la tienes que limpiar -insistió Java-y volvérsela a meter, y abrocharle? Qué lata tener que ir cada mañana tan temprano, ¿no?, qué lata vestirle en la cama, lavarle, darle masajes en las piernas…

En un momento que ella se descuidó, aprisionó sus manos entre los muslos, riendo como un niño.

– Ninguna lata, estoy acostumbrada. Eso no, ahora no, puede entrar alguien.

– Puedes librarte, si quieres, niña, puedes sacar las manos por arriba. Así. Puedes hacerlo, si quieres…

El alférez se lo pasa bomba, había dicho Sarnita, y Java: no creas. Procura ponerte en su piel: el dolor le despierta puntual, dice ella, nunca después de las ocho. Le gusta ser manejado sin miramientos, con energía. De un manotazo ella aparta la sábana y pone la palangana bajo sus nalgas: frotarle el pecho con la esponja empapada de jabón, las axilas, las rodillas, la entrepierna. Darle la vuelta y ahora la espalda, las nalgas, las corvas, los tobillos. Cortarle las uñas de los pies. Masajes de alcohol en las piernecitas cada día más flacas y se diría que más cortas. Cuando lo veía quejarse de fuertes dolores, lo hacía sin que él tuviera que pedírselo. Ni siquiera la miraba: los ojos cerrados y cara al techo, medio dormido aún, como en sueños y frotando las yemas de los dedos en la toalla, todo el rato, como si desmigajara la tupida mata de hilos. Al subir intentando librarse, las manos de ella temblaban un poco.

– No te dé reparo, caray, ahí noto alivio. Ahí. Y tienes que ser tú, precisamente: ¿no te da vergüenza, un hombre desnudo? -dijo Java.

– Pobre. Ha tenido enfermeras, señoritas de compañía, practicantes que van a pincharle, criadas de su madre de toda confianza… Pero no le duraban tres días. Yo sí. Incluso me prefiere al bueno del señor Justiniano, que para él es como un perro.

– ¿No bajan del piso de arriba para ayudarte?

– No necesito a nadie. Arriba su madre tiene doncella y cocinera y ahora quiere volver a tener chófer. Pero él no soportaría a nadie más que a mí y a Justiniano, bien clarito se lo dijo a la señora. ¿Por qué me prefiere? Yo no lo sé, lista que es una.

Ya estoy en su piel, legañoso: el muñeco roto que se deja mecer y mimar y calentar por una huérfana lela, el soldadito de plomo paticojo que ganó la guerra, caprichoso, maniático, mandón. Ella lo sienta en la cama, acomoda las almohadas en su espalda, le lleva los trastos de afeitar y vuelve a la cocina a preparar el desayuno. Luego pasará el trapo por la silla de ruedas, pondrá una gota de aceite en el eje que chirría. Y a la media hora, otro timbrazo desde el dormitorio: vestirle, calzarle las botas que ha escogido, cogerle en brazos, perfumado y peinado, y sentarle en la silla. Hace un año aún podía hacerlo solo, apoyándose en las muletas, pero el espinazo ya no le sostiene. Lo tiene podrido, niña, vaya trabajo duro el tuyo.

– No se necesita fuerza, sino maña -dijo la Fueguiña -. Pesa menos que una pluma. Las manos quietas, por favor, es tarde. Si alguien nos ve. Qué pensará usted de una pobre chica como yo… No es bueno excitarse así.

– Un día le encontrarás muerto en su cama, como un pajarito. Esto no puede durar.

– Qué va, el señorito vivirá más que nosotros, si no al tiempo. Por caridad, hoy le he enjabonado dos veces y le he dado tres masajes, ahí no podría, no, por favor, a veces no me importa pero hoy no podría

– suplicaba, pero dejaba conducir su mano, encendiéndose en la secreta combustión de él-. Por qué, por qué, qué se siente con eso…

Luego empujaba la silla y salían al corredor, una sucesión de puertas de cristal tallado abiertas de par en par, repitiéndose como en un espejo. Cruzaban el salón y alcanzaban la galería, y antes de parar su mano se hacía con el periódico sobre el velador. Le dejará encarado a la gran cristalera de colores encendida por el sol, frente al desayuno: su café muy fuerte, sus tostadas, su mermelada y su mantequilla. Y ella otra vez a sus quehaceres, barrer, vaciar los ceniceros, hacer la cama, sacudir el polvo. Con los ojos bajos, decidida, sofocada, musitando una tonadilla: inexplicablemente contenta, Sarnita, como unas castañuelas.

Me gusta esa casa, dijo encandilada, cómo me gusta, chico. Todo lo que hay. Los armarios llenos de ropa bien dobladita y oliendo a naftalina, las vitrinas con collares y abanicos, miniaturas, crucifijos de marfil y de nácar, y las arañas del salón y los globos de luz en las alcobas. Todo. Incluso aquella foto de Mussolini montado en una motocicleta infernal con gorra y chaqueta de cuero y dedicada de su puño y letra «Al señor Galán, con abrazo romano», que estaba en la mesa del despacho de Conrado y tenía enquistada en el ángulo del portarretratos otra foto pequeña del padre. Hasta el pisapapeles con las balas que le sacaron del espinazo le gustaba, y la bufanda amarilla que llevaba puesta su padre cuando lo mataron. Y explicaba con voz soñadora cómo era el cuarto de baño: de baldosines verdes, con una bañera rosa, con unos grifos dorados en forma de peces de anchas bocas y colas entrecruzadas. Y la gran alfombra del dormitorio, que es un cuadro famoso, me explicó riendo el señorito: no restriegues tanto con la escoba, que las manchas de sangre en la arena no son de verdad, tontita.

Háblame del dormitorio, decía Java, y ella describiéndolo como un sueño: la puerta con el terciopelo claveteado, color berenjena, y la habitación larga y la cama muy baja, y las sábanas de hilo, y la colcha roja y una sola almohada. En el techo, la deslumbrante araña de cristal, una explosión de cuellos de cisne, luego el sofá con flecos y forrado con una tela verde, listada, y el biombo con querubines y nubes de nácar, la silenciosa alfombra y las oscuras sillas artesonadas, en una de las cuales colgaba siempre un cordón morado con borlas y una capa pluvial con cenefas y un misterioso escudo en la espalda. Varios pares de botas de montar lustradas y dispuestas en batería al pie del armario, las pesadas cortinas color miel y los dos balcones siempre cerrados, sin dejar pasar ni un resquicio de la luz del día.

– ¿Cómo puedes aguantarle, un día y otro día y otro día?

– No se mueve por no molestar, el pobre. Tan serio que parece en los ensayos, ¿verdad?, tan estirado y antipático. Pues es como un niño, en casa, como un niño asustado. Tiene miedo de quedarse solo, de hacerse pipí encima o de coger un resfriado. No deja que nadie le vea el agujero de la garganta, las feas heridas de la guerra, sólo yo se las he visto al cambiarle la toalla, le gustan de colores y no es una manía, tiene alergia a las bufandas de seda, ¿no lo sabías?

Otra llamada y empujar la silla de ruedas hasta la biblioteca: allí escribe cartas, telefonea al administrador, repasa las cuentas de su madre, el cobro de alquileres, archiva facturas. Dicen que casi todas las casas del barrio son de la señora, además de los terrenos de Las Ánimas y de Can Compte, fincas que le fueron requisadas cuando la guerra y que ha vuelto a recuperar. Pero Conradito tiene muchos disgustos, la gente no paga, le oigo maldecir por teléfono, chillar, amenazar: entonces parece otra persona.

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