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Y los abortos que han tenido: también eso te cuentan, chaval. Y el cuidado que ponen en no correrse, en que no les des mucho gusto, en distraerse con algo, por ejemplo contando mentalmente hasta cien. Por no gastarse. ¿No sabes que el nervio del gusto lo tienen muy fino y acaban estropeándolo de tanto darle gusto? ¿No ves que no podrían aguantar, con lo que trabajan, no ves que acabarían tísicas de tanto correrse?

– Pero a su padre sí -dijo Java notando la lengua en las ingles, cogiendo su cabeza con las manos, quizá con la idea de mitigar un poco aquella fiebre, aquella ansiedad que la consumía-. Espera… Al padre sí que volviste a verle, ¿verdad? Ramona se incorporó con una tristeza en los ojos, pellizcando con dedos temblorosos un pelito pegado a la comisura de los labios. Suspirando, se recostó a su lado.

– Sí -dijo-. Entonces ya otra gente se ocupaba de las niñas y yo volvía a servir, esta vez en una torre de la barriada de La Salud que los señores dejaban largas temporadas a mi cuidado. Salía cada noche y me iba emputeciendo, es la verdad, no sé cómo pudo ocurrir pero así es. Me desesperaban los bombardeos, y no lo digo como excusa, me deprimía meterme en el metro y en los refugios. Balbina y yo frecuentábamos el hotel Falcón, en las Ramblas.

– ¿En busca de plan?

– En busca de compañía. Amigos de Pedro y de mi tío. El hotel siempre estaba lleno de milicianos con permiso y la paga aún caliente, y a veces invitábamos algunos a la torre de La Salud y se quedaban a pasar la noche. Balbina quedó embarazada y la señora la despidió. Pero yo seguí, me enamoré locamente de uno y después de otro, y no creas que estaba triste ni amargada, no, no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi tío se enteró y un día me dio una paliza. Entonces se lo conté todo: que me gustaba, que no podía pasarme sin eso, que nunca olvidaría a Pedro pero que necesitaba a un hombre y que la culpa la tenía el mirón. Mi tío no dijo nada, no quiso saber los detalles, sólo su nombre. Conrado Galán, le dije. Dos meses después me vinieron a buscar unos hombres de las Patrullas de Control y me llevaron al hotel Falcón en coche, recuerdo que era primavera y había tiros y barricadas en las calles, se veían ventanas protegidas con sacos terreros y aspas de papel engomado en los cristales, y los hombres de mi tío iban preocupados y callados con sus fusiles y granadas, sus pañuelos rojos y negros anudados al cuello, eran muy jóvenes. En las Ramblas no se veía un alma. En el hotel, una miliciana con el gorrito ladeado sobre los rizos fue en busca de tío Artemi. Se oían risas y canciones de soldados, en el pavimento resonaban culatazos de fusiles y había mucho trajín de chicas recaudando fondos para el Socorro Rojo. Mi tío no estaba, había ido al Comité, que estaba más arriba, junto al café Moka. Fuimos y allí nos dijeron ha ido a hablar con el inglés en la azotea del edificio de enfrente, sobre el cine Poliorama, ¿ves esa cúpula?, me dijeron, ¿ves al Paco que asoma la cabeza? Recuerdo el perfil alertado de un hombre flaco, con el fusil vertical rozándole la nariz, leyendo un libro. Mi tío apareció a su lado ofreciéndole una botella de cerveza y palmeando su espalda. Me enteré entonces del asalto a la Telefónica y me explicaron la situación: se temía un ataque a nuestros locales, había que defender el hotel. Ahora vendrá tu tío, me dijeron, pero lo esperamos en vano, ellos decidieron volver al coche y poco después corríamos por una carretera de las afueras. Tendrás que identificarlo tú sola, me dijeron. Paramos en una curva y bajamos, ya era de noche y yo tenía frío aunque estábamos en mayo. Nos esperaba otro coche y dentro unos hombres que fumaban, el chófer era jorobado, llevaban cazadoras de piel y boinas y caras de sueño. Hasta que se volvió no reconocí su cara detrás del cristal, no iba esposado y los agentes que lo custodiaban no le prestaban atención. Siempre tan bien peinado y con su bigotito recortado, me miró con pena, pero todo ocurrió tan de prisa que no me dieron tiempo a pensar. Le había visto muchas veces en Las Ánimas, en compañía de la señora, y entonces le hacía en Burgos o en cualquier otra parte con los nacionales, no sé cómo lo pescaron pero allí estaba y lo sacaron del coche a empujones; deslumbrado por los faros, nos miraba de pie al borde de la cuneta con las manos en los bolsillos de su abrigo de cuero y la bufanda amarilla colgada al hombro, tan pálido y demacrado, envejecido de pronto, tan repentinamente cargado de espaldas y hasta más bajito. Pero no le oímos suplicar. Ahí le tienes, dijo el Responsable mirándome, y sacó la pistola y otro de los faieros también, pero una voz dijo espera, cuando lo ordene Navarro, no antes. Entonces comprendí, y quise decirles que se habían equivocado pero el miedo me atenazaba la garganta, no conseguía decir no es éste, éste es el padre, aunque los muchachos de mi tío debieron notar algo porque pareció que dudaban un instante. Pero los agentes del SIM tenían prisa, acabemos, venga, dijo uno de ellos. El señor me miraba esperando quizá un milagro, no era un mal hombre, él y la señora siempre se portaron bien conmigo. No protestó, no hizo la menor resistencia. En el silencio de los preparativos se oía el viento nocturno silbando entre los pinos. Todavía hoy no sé si conseguí decir, con una vocecita, qué vais a hacer o algo así, se trata de un error, pero ellos ni me escuchaban ni parecían dispuestos a echarse atrás, todos son iguales cuando empuñan una pistola, crueles y sanguinarios, le ha llegado la hora y basta, decían, y mientras el señor me miraba seguro ya de morir y yo repetía que no, que no lo mataran y que al que había que prender era a su hijo, alguien me empujó diciendo vuelve la cara si no quieres verlo o mejor vete al coche, y allí me encerré pero lo vi todo a través del cristal. Le dieron orden de caminar y empezaba a moverse al borde de la cuneta cuando, el más decidido, alcanzándole de dos zancadas, le dio dos tiros en la nuca, tan seguidos que pareció uno. Le descargó la pistola en la cabeza, cuando ya estaba caído, y le quitaron el abrigo de cuero, el reloj y los zapatos. Con la punta del pie le movieron la cabeza agujereada. Luego pasaron sobre él con el coche, el jorobado al volante miró atrás y preguntó ¿cómo ha quedado el señor?, y otro dijo: bien, planchadito. Y lo dejaron tirado al borde de la cuneta.

Y todo te lo cuentan, todo, si consigues su confianza y su afecto: como una novia, pero más triste y necesitada de cariño del verdadero, ¿entiendes?, más jodida. Son unas sentimentales, te lo digo yo. Y entonces, en plan de queridos, os veis con frecuencia como en secreto y podéis ir al cine o a bailar, ella te invita a su piso calentito y os hacéis la comida compartiendo lo que haya, si tienes suerte es como una madre para ti. ¿Sabes que desde Can Compte, subido a la tapia, casi se la puede ver en la cama?

Java se levantó y fue a mirar por la ventana. Apartó los visillos rojos con lunares verdes y vio el solar ruinoso al otro lado de la calle Legalidad, una tierra embrionaria otra vez, después de haber pasado por ella a sangre y fuego. Se volvió con las manos en los bolsillos, balanceándose: no se atrevía a desnudarse ni a sentarse ni a tocar nada. Era la primera vez que ella lo invitaba a su casa, y tenía canguelo.

– ¿Y cómo te convenció la dueña del Continental para que fueras? -dijo Java-. ¿Cómo fuiste capaz de meterte en aquel piso, cómo no reconociste el portal…?

Ramona se cogió las rodillas con las manos entrelazadas.

– Yo nunca había estado en la casa de la calle Mallorca, sólo conocía su piso de soltero, el ático de la calle Cerdeña.

– ¿Desde cuándo vives aquí?

– Hace un mes -quitándose el sostén, sentada en el camastro, con el pie arrojó la katiuska contra la máquina de coser-. Ven.

– ¿Y por qué no me has traído hasta hoy?

– No quería que lo supiera nadie -tenía frío en los pies: dejó para el final los calcetines, las medias, la braguita negra -. Lo comparto con otra que pronto se irá, y entonces me pondré a trabajar.

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