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– ¿Ramona? No he vuelto a verla, hijo, ya no viene por aquí -dijo la dueña del Continental, desayunándose con una gran taza de malta negra y espesa como alquitrán. Le echó coñac al brebaje y, al devolver la botella al estante, de espaldas a Java, lo miró por encima del hombro sonriendo con la boca torcida-. Te gustó y quieres repetir, ¿verdad, pillín?

– No es por eso, mastresa. Tengo que darle un recado. ¿Por dónde anda? ¿Dónde vive?

– No lo sé -y otra vez la sonrisita -. ¿Qué te hizo que no la puedes olvidar, rey mío?

Java se acomodó el saco al hombro y gruñó contrariado, acodado al mostrador con aquella gandulería simpática enroscada en los riñones y en las largas piernas. La mastresa lo miraba fijamente, ahora preocupada:

– Oye, ¿te ha pegado alguna mierda?

– No, no.

– Ah, me extrañaría. Porque es muy limpia, eso sí que lo tiene.

– ¿Sabe si estaba fija en alguna casa?

– Que yo sepa, no. Precisamente ayer se lo decía a mi hermano: meses que no la vemos el pelo. Como si la tierra se la hubiese tragado. Pareces cansado, hijo. ¿Quieres una cerveza? Ya que has venido, te llevarás una piel de conejo, espera.

Era por la mañana temprano: una tenue ceniza enredada en la luz, sillas patas arriba sobre las mesas, el pringoso suelo sembrado de huesos de aceitunas y serrín a medio barrer. El hermano de la dueña, la escoba en la mano y sentado en un rincón, hablaba con el señor Justiniano, que hoy vestía la guerrera negra. Por encima de sus cabezas, en el sombrío altillo, una puta muy joven, casi de bruces en el mármol de la mesa, desayunaba pan con sardinas de lata, la mirada aún suspendida en los afanes de la víspera.

– Qué raro que no haya vuelto por aquí -dijo Java colgando en su cinto la sanguinolenta piel de conejo.

– ¿Se llevó algo de la habitación? -dijo la mastresa.

– No, no.

– Con éstas nunca se sabe.

– ¿Dónde la encontró?

– Aquí. Solía venir a empezar la noche. Comía algo y casi no hablaba con nadie. Si no le salía pronto un cliente, se iba por ahí a buscarlo. Termina tu cerveza -añadió bajando la voz, al notar de refilón la negra mirada del tuerto-, éste no quiere que entren menores.

– Estoy trabajando, yo, tengo el Haiga fuera. ¿Quién es? Se volvió a mirarle y vio el parche en el ojo, las sienes canosas, la boca amarga bajo el bigote-mosca. Su gran mandíbula, un monumento cuadrado a la voluntad de mando, se irguió un poco al devolverle la mirada por encima del hombro.

Java le volvió la espalda ostensiblemente. Bajando aún más la voz, la mastresa: ¿No le conoces?, pues es amigo del pagano, te interesa estar a buenas con él, no le plantes cara nunca, no le discutas nada, hijo, y si por casualidad te lo encuentras un día sentado a tu lado en el cine, cuidado, levántate y arriba el brazo cuando toquen el himno, bien arriba, créeme, sin pitorreos y mantén la boca cerrada, ahora mandan éstos. Ya lo sé, mastresa. Y ella, en un susurro: él es quien me avisa cuando hay trabajo para ti, siempre con muchas exigencias sobre el día y la hora y que no falle la chica, gasta malauva. Debe ser una especie de secretario del inválido.

– ¿Pero usted no hace los tratos directamente con él?

– Nunca lo he visto. Me entiendo con éste.

Y señaló al señor Justiniano sentado en la mesa: el delegado local, dijo, el mandamás que le dicen, el alcalde de barrio, pero en el fondo un jefecillo, uno de tantos. Le verás por ahí reclutando chavales, ¿a ti nunca te ha parado en la calle para hablarte de ir a Campamentos Juveniles? Te tendrá algún respeto. Bastante mal parido, la verdad, cada mes nos pasa a cobrar la cuota de Auxilio Social y la contribución de la Falange del distrito, no se deja ni un bar por el camino, a cambio me deja vender rubio de estraperlo, ya me entiendes, hijo: es uno de ellos, de esos que se dedican a chuparte la sangre, qué le vamos a hacer. Con lo que me sacan, alguno se estará haciendo una torre.

– Paciencia, mastresa -dijo Java-. Son malos tiempos.

– No, si ya nos entendemos, éste y yo. Porque si yo le debo favores, él a mí también. Y me callo porque me callo, que yo me entiendo.

Java había alzado la cabeza para mirar a la meuca en el altillo: comía con su cachaza noctámbula, la mirada descreída en el vacío, los morritos de hastío brillantes de aceite.

El trapero notó en el perfil el único ojo del delegado, negro, insistente. Se había levantado y caminaba hacia la puerta, seguido del hermano de la mastresa.

– Yo a lo mío -dijo la mastresa viéndole salir con el rabillo del ojo-. Me dicen: tal día a tal hora traes a la parejita, éste me da la llave y el dinero, yo voy al piso y os doy acomodo, y cuando el trabajo está hecho os pago, limpio un poco, cierro y a casita.

– ¿Allí no vive nadie? ¿Nunca vio a la madre?

– No. Creo que vive en otro piso más arriba o más abajo, no sé, todo el edificio es de la viuda y tiene todos los pisos alquilados menos dos. En el que tú vas, sólo duermen de vez en cuando el hijo y una chica que le cuida. Ahí es donde vivían antes, pero se mudaron al morir el padre, creo. ¡Y mira que aún hay cosas de valor en este piso, vamos, que está puesto!

– Y hablando del asunto -dijo Java-, ¿nada por ahora, mastresa?

– Nada. Ya te avisaré, prefiero que no vengas por aquí -de nuevo la malicia risueña en sus ojos pintarrajeados-. Te gustaría que la próxima vez fuera con esa Ramona, ¿eh, sinvergüenza?

– Pues sí.

– Una cosa tiene la chica, es limpia. Se le nota -apuró el

café-malta, metió la taza en el fregadero -. Espera a ver… ¡Balbina!

– mirando a la chica del altillo-. ¿Has visto a Ramona?

Irguiéndose como si despertara, Balbina meneó la permanente: nanay, frunciendo la boca sin pintura. Java ya subía la escalera de madera, vio el tomate de la media en su rodilla, sus gruesas caderas forradas de raído satén rebasando el taburete, unas manos pecosas y una cara bonita a más no poder. Se quedó de pie delante de ella.

– ¿Es usted amiga de Ramona?

– ¿Qué quieres?

– Tengo que darle un recado y no sé dónde para.

– Vivía en una pensión. Pero se ha mudado. Y debiéndome quince duros.

– Pero, ¿dónde?

– ¿A ti te lo dijo?, pues a mí tampoco -alzó los ojos y ahora miró a Java con ojos de chunga-. No sabía que le gustaban los guayabos…

– ¿Hace tiempo que la conoce?

Ella hizo un gesto vago con la mano, acompañándose de una mueca de inseguridad: y tanto, fíjate qué suerte, chico, de cuando eran vírgenes las dos, riendo y masticando a dos carrillos, ya ves si hará tiempo, Sarnita, atragantándose del gusto de engullir, qué suerte encontrarla allí en el Continental y con su risa plena de mamona al recordarlo: de cuando las dos tenían otro nombre y otro coño, hijo, menos gastado, y también otro trabajo: criadas en un chalet de Gracia, dos marmotas como dos pimpollos sirviendo a un matrimonio con una hija y unos abuelos muy ancianos. El merdé de la guerra ya duraba un año, el terror ya se había metido en todas las casas de señores y un buen día los suyos deciden irse a vivir definitivamente al pueblo, y cierran el chalet. Ellas se quedan sin trabajo. La Ramona por segunda vez: ya había servido en otra casa poco antes de empezar la guerra y algo le pasó allí con el señorito que hacía las milicias, la Balbina se figuraba el qué aunque su amiga nunca se lo contó: entonces aún vivía intensamente su primer amor, la Ramona, un buen chico que luego murió en el frente de Aragón, pero no de la metralla sino del frío, eran novios desde los trece años y se querían con verdadera pasión, una historia para llorar, chicos. Así que estos primeros días sin empleo, perdidas en el centro de un tumulto civil del carajo, a las dos raspitas sólo les queda un novio en primera línea de fuego, si me quieres escribir ya sabes mi paradero, pero muy pronto ni las cartas llegan, ellas no tienen trabajo ni dinero, y la trampa se cierra: todo parece haber sido dispuesto para que las dos se abran de piernas, tanto si les gusta el tomate como si no, y ellas se abren. La Balbina empezará mucho antes que la Ramona pero de eso ella ya no se acuerda, lleva a los tíos a la torre donde había servido de criada, tiene una llave y una clientela de alucinados soldados con permiso, libertarios, percutantes, engatillados, agazapados soldaditos en su entrepierna, como niños asustados. Antes que la torre sea confiscada por los anarquistas, queda embarazada y una noche de bombardeo del treinta y ocho encuentra a la Ramona durmiendo en la estación del metro con un hombre: es mi tío Artemi, le dice, y la Balbina, que siempre creyó que no tenía familia: reina, no me hagas reír que aborto aquí mismo, seguro que tú también lo tienes ya más abierto que un paraguas. ¿Y esa cruz de rubíes que llevas al cuello, me dirás que la has ganado a cambio de nada? Es noche de alarmas y presagios, entre la muchedumbre que yace desquiciada y semidormida en el andén, una niña orina en cuclillas y a calzón quitado, y la culata de una pistola asoma entre las solapas de una americana a rayas sobre un mono de mecánico. Ninguna de las dos tiene ya salvación. Volverán a encontrarse después de la guerra y compartirán una habitación alquilada y algunos clientes de lo más tirado, pero por poco tiempo: la Balbina pesca un novio formal, cree que puede casarse y la Ramona se va a vivir a una pensión. Ya no parecía la misma, Sarnita, dijo: teñida de rubio, oxigenada, tan flaca, tan triste y esmirriada y con sus cicatrices, con su tío en la cárcel y los nervios destrozados por aquel extraño miedo, aquellas pesadillas de sangre que no la dejaban dormir. Últimamente nos veíamos poco, concluye la Balbina, alguna vez aquí o en el bar Alaska, siempre anda en las últimas.

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