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– ¿Una torre en la calle Camelias que estuvo cerrada, con rosales blancos y una palmera en el jardín? -dijo Sarnita parpadeando cara al sol, haciendo visera con la mano-. ¿Con una niña que entonces tenía ocho años y que ahora tendrá trece? Pues es ésta, Java, la misma torre y la misma niña que huele a mandarinas dulces, el mismo cacharro negro con gasógeno que suelta pedorros como la abuela.

– Hum. No hay que fiarse mucho de lo que dice una furcia

– meditó Java.

– Cuando los dueños volvieron a abrir la torre, aún comían butifarra que se trajeron del pueblo: recuerda las pieles que encontramos, y la escarola y las mandarinas -insistió Sarnita -. Es verdad, esa fulana no te engañó.

– Puede ser -Java se hurgaba los dientes con un palillo-. ¿Todo eso lo ha lavado tu madre?

– Todo -dijo el Tetas.

Estaban tumbados al sol en el terrado del Tetas, la colada aleteaba sobre sus cabezas esparciendo un fresco olor a lejía. Se oían trabadas voces de mujeres abajo, en el patio. Java escupió el palillo.

– Hay que avisar a los demás -dijo-. Que vengan esta noche. Traeré a la Fueguiña para que haga de Virgen.

– ¿No sería mejor esa niña del chalet? -dijo Sarnita-. Si es verdad que conoció a la criada, te puede interesar…

– Otro día -Java desmenuzó tres colillas con parsimonia, el papel de fumar pegado al labio por una punta-. Susana es una lela.

Cuando salía a trabajar con la abuela y el carrito comían juntos sentados en el bordillo de cualquier calle, donde les pillara el hambre: potaje de garbanzos o de lentejas que se traía la vieja en la fiambrera. Ella disfrutaba mucho cuando iban a vender el papel: comían en una taberna del Paralelo y después la abuela se compraba una faria, era una fumadora empedernida. Cuando salía a la busca solo, Java planeaba el trayecto de forma que la hora de la siesta lo pillara cerca de la casa de Sarnita o del Tetas, en el Cottolengo: diminutas azoteas con sábanas mojadas que batía el viento, que soltaban trallazos de lejía en la cara, un cielo azul de primavera donde se bamboleaban pesadas cometas de papel de periódico.

– Todo el santo día en la calle, sólo se acerca por casa a la hora de comer -las quejas de las vecinas subiendo desde los fregaderos, enredándose en el aire con la canción que emitían las radios al unísono, alegres estribillos como lentejuelas al sol, como pescaditos plateados mordiéndose la cola. -Ya puedes decirlo, ya. Pero así dan menos guerra, mujer. Ese ganapias del trapero hace con ellos lo que quiere

– voces apaleadas al mismo tiempo que la colada, que los chillidos de pájaros como flechas en el cielo y el griterío de chiquillos y perros en las cercanas colinas. -Y el otro, el hijo de la «Preñada», vaya elemento. Parece que ahora frecuentan algo más la Parroquia, pero no será para aprender el catecismo, no te hagas ilusiones.

– Hostia -gruñó el Tetas-. Cotorras.

– ¿Cuál es tu madre, Tetas?

– La que chilla más.

– Pues el mío, desde que es monaguillo, por lo menos sé dónde está cuando no le veo.

– Ésa -dijo el Tetas.

– Vámonos -Sarnita se levantó-. ¿Hay que avisar también a Luis? Está muy chingado con la tos, se le oye desde un kilómetro.

– Las juanola que tú le das -dijo el Tetas bajando las

escaleras-. Cuantas más pastillas juanola tome, más toserá. Vienen infectadas, chaval, dicen que ahora en los laboratorios trabajan tísicos, los cogen porque cobran menos jornal…

– Esto es una trola.

– A las diez -dijo Java al despedirse-. Tetas, no te olvides del trozo de riel y la cuerda.

Esa noche, cuando Sarnita llegó al vestuario, la Fueguiña ya estaba preparada de Virgen, sentada muy rígida en una silla. Los cabellos sueltos, los pies desnudos y juntos, la túnica blanca y el manto azul, y debajo nada, se le notaba. Habían encendido candelabros y los repartían estratégicamente. Java apagó la luz del techo y puso dos candelabros en el suelo, uno a cada lado de la Fueguiña, que no parecía tener miedo, nunca se quejaba. Sólo dijo: ¿aquí, por qué aquí?, mejor en el escenario.

– Primero ensayaremos un rato aquí -dijo Java-. Figura que te llamas Aurora.

– Me habías dicho que ensayaríamos tú y yo solos… -y recelando de los demás, mirando los preparativos, la caja de cerillas en las guarras manos de Amén-: ¿Ellos también tienen un papel?

– Hoy no vamos a ensayar Los Pastorcillos -dijo Java corrigiendo la posición de los candelabros -. Es una función nueva que se ha inventado Sarnita. Verás, queremos darle una sorpresa al señorito Conrado. ¿Has entendido, niña? Función nueva.

– ¿Cómo se titula?

– Aurora, la otra hija de Fu-Manchú -dijo Sarnita.

– Seguro que al director le gustará mucho -dijo Java-. Primero dame las manos, déjate, no tengas miedo.

– ¿Y todo el rato así, amarrada?

– No -Sarnita suavecito como un guante, acercándose con la cuerda al hombro-, todo el rato no. Depende de ti, chavala.

Verás, es una función muy especial, decía el puta: aquella cabeza rapada y, dentro, aquella imaginación endiablada, legañoso, ¿te acuerdas? Mira en qué ha ido a parar. No está escrito, le explicó a la Fueguiña, ni tu papel ni el de ninguno de nosotros, son cosas que aún tienen que pasar pero las sabemos de memoria y tú las aprenderás, Fueguiña. Empieza así: tú figura que tienes las manos atadas a la espalda y quieren hacerte cantar, ya están preparando el tormento. Levántate.

La llevó al rincón, la hizo sentar a caballo en el bidet, en medio de un fortísimo olor a meados, la hizo juntar las manos a la espalda y se disponía a atarle las muñecas. Entonces ella lo miró con ojos repentinamente furiosos.

– Tú no -dijo, y apartó los ojos de Sarnita para mirar a Java-: Que nadie me toque más que tú.

Sabe Dios cómo conseguía escapar de la Casa de las huérfanas. Ellos pensaban que podía ser así: hacían la colada de Las Ánimas y de otras Parroquias, manteles de altar y sotanas, a veces era tan grande la colada que a las niñas se les hacía de noche antes de terminar el planchado, tenían dos planchas de carbón y una de ellas se la pedían prestada a una vecina, la Fueguiña bajaba a la calle a devolverla y ya no volvía a la Casa.

– ¿Preparada, Aurora?

Arrodillado, Java le ató las muñecas a la espalda, la despeinó con cuidado, separó sus rodillas y dobló su espalda hacia atrás, y ella cerró los ojos: cabalgaba contra la noche y el viento de un recuerdo. Así está bien, dijo él, acerca más los candelabros, Sarnita. Diez velas escalonadas, cinco por banda, que arrojaban resplandores sobre sus mejillas de manzana y sus ojos de arena. ¿Qué figuro que hago?, preguntó, ¿por qué estoy sentada en eso?, mirando con asco el bidet, y Luis riendo: figura que cabalgas, tonta, y confórmate, ¿de dónde quieres que saquemos un caballo? Asistido por Mingo y Amén, el Tetas trajo la lata de pólvora con alguna solemnidad, como si fuera el viático. Java tomó la lata, hizo levantar un momento a la Fueguiña y vertió cuidadosamente un fino reguero de pólvora a lo largo del borde semicircular del bidet. La hizo sentar de nuevo con las piernas abiertas, rozando con la cara interna de los muslos los dos extremos del reguero de pólvora, una negra culebra con dos cabezas. Así está bien, ¿no, Sarnita?, dijo Java, y encendió el cirio pascual adornado con la cinta de plata y lo paseó ante los ojos de la prisionera. Todos se sentaron silenciosamente en el suelo. ¿Ya vale?, dijo ella, ¿qué tengo que hacer ahora?, siguiendo la llama con los ojos que no revelaban miedo ni curiosidad, solamente desdén o asco, ¿qué tengo que decir? Lo que quieras, dijo Sarnita con la voz agrietada y misteriosa, pero figura que has sido secuestrada por los moros y te harán la vaca si no hablas. Y se echó de bruces al suelo como un perro viejo, sujetándose el mentón con las tiñosas manos rosadas, mirándola semidormido, ronroneante: dale ya, legañoso, interrógala, qué emocionante tenerlas así, muérdele una teta, méate en su espalda, que cante. Otra furiosa mirada de ella especialmente dedicada a Sarnita: ¿ése es tu papel, sarnoso pelado, azuzarles contra mí? Sí, Aurorita, ése es siempre mi papel, hacer que los malos sean más malos, me gusta. Y ahora contesta todas nuestras preguntas si no quieres ver marcada con fuego tu delicada piel. Entonces se llamaba Aurora.

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