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– ¡Soberbio, atrevido aliento…!

Java Luzbel:

– ¡Maldición, maldición!

Inválido:

– ¡No, no! ¡Vencido estoy, vencido estoy!

Java Luzbel:

– ¡Ah, sí, perdone! ¡Vencido estoy, Miguel…!

Arcángel Fueguiña:

– ¡Abrásate, infiel!

Inválido:

– ¡Más brío!

Pastores:

– ¡Ay, ay, ay!

Virgen Juanita:

– ¡Virgen!

Cortó el director golpeando las tablas con la puntera del bastón. Y avanzando en su silla con la boca abierta y ansiosa, como si le faltara el aire, pasó entre los despavoridos pastorcillos amonestando dulcemente:

– Te has perdido, Luzbel. Aquí venía eso de… a ver -hojeó el cuaderno, rápidos los dedos, jadeando todavía-. Sí, eso: Áspid seré vengativo. Otra vez por el principio, venga, y menos rabia en ese Miguel, niña, más dulzura, ¿eh?, con firmeza pero con mucha dulzura, que tú eres una guerrillera celestial, ¿entiendes? Es la eterna lucha entre el Bien y el Mal, entre la Belleza y la Fealdad, digamos, ¿entiendes?

– Sí, señorito.

Regresó el director a su puesto entre las cortinas del fondo.

– Y tú sí, Luzbel: con furor, con rabia, con verdadera saña. No temas hacerla daño, entra decidido.

– Sí, mi alférez -aprovechando la pausa, Java había encendido un cigarrillo y lanzaba rosquillas de humo al techo.

– Pues vale. Empieza por: calla, atrevido mortal. Alerta, pastores. Abrid la escotilla. San Miguel preparado… ¡Suelta ese pintalabios de una vez!

La cortina estaba corrida tres palmos y dejaba ver el telón de fondo, una puerta de cuarterones. Agazapado entre las dos ruedas niqueladas, mirándoles por encima de las manos cruzadas sobre el puño de bastón, el inválido apretaba las flacas y temblorosas piernas, agazapado en un nido bermellón de sombras. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Sus ojillos amodorrados y húmedos semejaban dos puntos de luz corroídos por un ácido y la sangre golpeaba sus sienes con urgencia. Había algo inhumano en su inmovilidad de maniquí roto. Golpeó el aire con la barbilla, un gesto que denotaba hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: fuera cigarrillos. Java obedeció transpirando un sudor insensible, una humillación asumida y ensayada fríamente.

Java Luzbel a un pastor:

– ¡Calla, atrevido mortal,

que aquí te rompo algún hueso!

Pastor:

– Hombre, no, no haga usted eso.

– ¡Habráse visto animal!

Java Luzbel:

– ¡Seréis, en estos parajes,

pasto a las fieras salvajes!

Arcángel Fueguiña blandiendo su espada:

– ¡Detente, monstruo del averno!

Java Luzbel:

– ¡Vano intento, Miguel!

Llevo una pena mortal,

tal, que el alma se suspende

y aunque mi mal no se entiende

yo sé que es grave mi mal.

Mientras esto decías vi al Arcángel levantar una bien torneada pierna y rascarse la rodilla con aire distraído. Se oyó el chillido de pájaro tras la cortina, el golpe imperioso del bastón. El aburrimiento o la indiferencia, nada angélica, de la muchacha rascándose la piel, crispaba los nervios del inválido.

Arcángel Fueguiña:

– ¡No acaudilles la locura, maligno,

no te rebeles contra el poder Divino!

Java Luzbel:

– ¡Áspid seré vengativo!

¡Furias abrasan mi pecho,

iras, despecho, furor,

y una desazón eterna

inquieta mi corazón!

De nuevo el Arcángel, con un desdeñoso mohín, alzó la rodilla para rascarse, cuando ya te lanzabas contra su pecho obedeciendo el oscuro mandato que llegó desde la cortina. Blandió ella soberbiamente la espada sobre tu cabeza, pero eso le costó perder el equilibrio momentáneamente, y entonces los pastores, boquiabiertos, vieron rodar sobre las tablas a Miguel y a Luzbel enlazados y rabiosos en medio de un revuelo de capas que encendió una llama roja y azul. Pataleando en el suelo y boca arriba, con Luzbel montado a horcajadas en su vientre, el Arcángel aún consiguió gritar:

– ¡Ay de ti, Luzbel,

que en torpe maldad confías!

¡Rabia, monstruo criminal,

arde en vituperios,

mas respeta estos misterios

sin pecado original!

Y acto seguido te golpeó furiosamente con la pelvis hasta que saliste catapultado por los aires, legañas. Entonces el Arcángel se incorporó con la espada en alto y, cuando arremetías de nuevo, exclamó:

– ¡Mira el brazo de Dios

cómo te arroja a mis pies!

Y caíste rendido, bramando, escupiendo fuego por los ojos y por la boca, ella puso el pie sobre tu cabeza y tú ibas arrastrándote, tanteando con tus garras sus botas altas, la faldita ya hecha jirones y el ancho cinturón de púrpura, buscando un asidero en medio de la agonía y de cuando en cuando echando ojeadas a la cortina, donde el bastón volvía a golpear el suelo.

Encogido en la silla, ronroneando como un gato, el alférez Conradito achicaba los ojos para captar mejor los detalles. Por su jeta de señorito instruido, por la mueca de asquito que se dibujaba en su boca, uno habría jurado que aquello no le gustaba y le hacía sufrir, pero la mirada, vidriosa, se había colgado de un punto en el vacío y sus largos dedos sobaban con rapidez increíble la toalla-bufanda. Era como si mirara sin ver, agotando su rara ceguera hasta el fin. Podía hacer pensar que estaba incluso indignado, que algo le enfurecía, contemplando la lucha entre el Bien y el Mal, y transpiraba, trémulo y rígido en su silla, mudo, cegato, atenazado como por un repentino ataque de dolor en las piernas.

Caído de espaldas y con el pie de San Miguel en tu pecho, aún te incorporaste un poco para aferrarte a su cintura y decir:

– ¡Maldición! ¡Vencido estoy!

De hoy más, contrario Miguel,

yo me confieso vencido.

¡A tu poder ya rendido

queda por siempre Luzbel!

Y a rastras, como un cocodrilo de fuego, dando zarpazos y dentelladas al aire, te hundiste en la trampilla. Qué bueno, legañas, qué bueno fue. Y el director te dio el papel, porque te lo habías ganado. Aunque te lo hizo sudar; yo me fui a casa, ya era muy tarde, pero más adelante lo supe: cinco veces más tuviste que repetir la escena con el Arcángel Fueguiña, enroscado en sus muslos de guerrillera celestial.

El Tetas gimió, golpeándose el oído con la palma de la mano:

– ¡Ay! Me se ha metido una pipa en la oreja.

– ¡Vale! No te laves por siempre jamás y te nacerá un girasol como al capitán Blay -dijo Amén.

– Al capitán se le metió una lenteja, capullo -dijo Luis.

– ¡Callaros, hostia! -ordenó Sarnita-. Sigue, Martín.

¿Cómo podían jugar con las mentiras, intercambiar tantos embustes, qué les incitaba a ello, dónde estaban ese día? No lo sé, Hermana. En tantos sitios. Les veo sentados en corro en la escalinata del parque Güell, o cabalgando todos juntos el Dragón de cerámica, agarrados de la cintura, descalzos y lanzando gritos de guerra; deambulando por los terrados del barrio como gatos tiñosos y famélicos; tumbados en las aceras entre sus improvisados tenderetes de tebeos y novelas baratas de segunda mano; mendigando calderilla para el Cottolengo del Padre Alegre, o unas pastillas para la tos en el Dispensario del Centro Parroquial…

Aquel invierno había por todas partes un olor dulzón y persistente a fango y a hojas podridas, a zapatos mojados secándose junto al brasero. Las lluvias y los fríos intensos propiciaron las mejores aventis de Martín en la trapería de Java. Ellos le escuchaban comiendo pipas y altramuces, hundidos hasta el cuello en la montaña caliente de trapos y papeles y cercados por el estrépito del agua cayendo de los canalones rotos: la trapería era el ombligo del mundo. Los zapatos de Sarnita echaban humo junto al brasero, pero él ni caso, de bruces sobre la pila de diarios y rascándose las junturas infectadas de los dedos. Las aventis de Martín le dejaban turulato. Salió la abuela de la cocina con medio caliqueño apagado en los labios y un cazo con el potaje, pero al verles allí, volvió a esconderse. Esa tarde Mingo llegó corriendo, muerto de frío y con los mocos colgándole hasta el labio; venía del taller con su guardapolvo de aprendiz y su gran bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas, y llevaba el encargo de entregar unas joyas muy valiosas a la querida de uno, dijo, una rubia platino que vivía a todo tren en el Ritz con dos perritos pekineses. Había ido otras veces y era el recado que más le gustaba hacer, la fulana siempre le daba un duro de propina y dice que un día le abrió la puerta en camisón transparente y se le veían unas medias negras con liguero y unos pezones de color rosa. El mismo Java decía que era una fulana de fábula, aseguraba que un estraperlista de los gordos se enamoró de ella cuando la vio y tuvo la idea de deslizar en su escote un talón bancario en blanco con la firma, y que ella había escrito un nueve y detrás 69 ceros, todos los que cabían. El 69 es el número de la suerte para las fulanas de lujo, dijo el Tetas. Entre las joyas que traía Mingo había un brazalete de oro macizo del que pendía un pequeño escorpión, también de oro y montado con articulaciones. Casi andaba. Mingo les permitió tenerlo en la mano un rato cada uno, y fue cuando Java explicó una vez más aquello de que los escorpiones, cuando se ven cercados por el fuego y sin posibilidad de escapatoria, se revuelven contra sí mismos y se suicidan clavándose el aguijón envenenado de la cola. Dijo también que el escorpión es un bicho maléfico que trae mala suerte y representa el odio entre hermanos, la capacidad de autodestrucción que hay en el hombre, ¿recuerdas el rollo, legañoso?, nos prometiste una aventi a propósito de todo esto. Esos primeros tanteos con las pajilleras del Roxy, esa visita como espía al bar Continental, entrando con el saco de tela de colchón al hombro y la romana colgada al cinto, cantando: papeles, botellas, con ronca voz de adulto; ese primer encuentro con el tuerto que resultó que también buscaba a la furcia, esas primeras chispas de la Fueguiña que habían de acabar en incendio, legañoso, ¿de verdad nos divertían? ¿De verdad podían parecemos tan emocionantes como las pelis del cine Rovira o del Delicias o del Roxy? Día tras día tirando del carrito, haciendo sonar por las calles tu campana adornada con una tira de trapo rojo y una reseca piel de conejo, la mirada atenta en los balcones y ventanas, a veces en compañía de la abuela que caminaba detrás vigilando la carga, sordos los oídos al interminable grito: ¡yacapeeeelldecuniiiiill…!, que se metía en todas las casas, en todas las tiendas, talleres y tabernas del barrio, juntamente con el nombre: Ramona.

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