Todavía vagamos por la medina durante otro cuarto de hora, hasta que llegamos a una calle donde hay tiendas y cierta animación. Aquí seguimos la corriente predominante entre los transeúntes y ellos nos conducen en seguida hasta la plaza. En ella encontramos a Hamdani, que nos espera desde hace rato en la mesa que habíamos reservado.
Cenamos placenteramente en la plaza de Xauen, disfrutando del frescor de la noche y planeando las próximas jornadas. Hamdani nos habla de la medina de Fez, de la que no es tan fácil salir como de la de Xauen, y de las inmensas prisiones subterráneas de Meknés, diseñadas por un cautivo portugués para el cruel Mulay Ismaíl. También estas prisiones son un laberinto. Según cuentan, un día se internaron en ellas demasiado alegremente unos turistas europeos y tardaron varios días en encontrarlos. Hablamos de la música andalusí, de la que Hamdani resulta buen conocedor. Nos promete buscar un sitio en Fez donde comprar algunas cintas. También charlamos acerca del Islam. Hamdani es un musulmán devoto. No bebe alcohol y ora cinco veces al día si no está trabajando; cuando trabaja, ora dos veces y recupera por la noche las tres perdidas. Declara no entender lo que está pasando en Argelia. Según él, los argelinos se han vuelto locos, porque degollar niños y mujeres no es cumplir el Islam, sino ir contra sus preceptos.
Después de cenar damos un último paseo. Muchos comercios siguen abiertos, y quienes los atienden siguen intentando echar el lazo a los turistas que remolonean por la plaza. La noche invita a eso, a caminar sin prisa de un lado a otro y a sentarse cada tanto aquí o allá, para hablar despacio de los asuntos sobre los que normalmente no se conversa. Todo invita a la confidencia y al abandono, y los tres sentimos habernos impuesto un itinerario que nos impide permanecer en esta ciudad día tras día y noche tras noche, recuperando la insólita posesión de nuestros espíritus. Lo miramos todo infectándonos del futuro recuerdo y también de una certeza: la de que no ha de pasar mucho antes de que volvamos con más calma a Xauen. En ésta como en otras cosas, Barea ha resultado ser un explorador digno de crédito. También nosotros, como él, nos sentimos seducidos por el encanto sabio y sinuoso de la vieja ciudad acostada entre los cuernos de la montaña.
Desde la ventana de mi habitación, antes de acostarme, miro las estrellas que titilan sobre el Tissuka. Hasta la ventana llegan los aromas de la noche y las voces de un hombre y dos mujeres que charlan en un árabe cálido y despacioso. De vez en cuando se oye también una voz infantil, inmoderada y urgente, que las mujeres y el hombre apaciguan con su murmullo. Un murmullo semejante podía oírse hace mil años en Al-Ándalus, entre casas iguales a estas casas. Los echamos y vinieron aquí, para no olvidarse. Es bueno encontrarlos y escuchar la música de sus voces. Es bueno saber que Xauen, la santa y la misteriosa, sigue aquí y no se esconde de quienes nacimos en la tierra que siempre han llorado y llorarán sus hijos.
Jornada Cuarta. Xauen-Fez
Me despierto con el canto del gallo, una sensación casi olvidada en la lejanía de mi niñez. Alargo la estancia en la cama en un duermevela plácido, mientras veo aumentar la luz que se filtra entre las rendijas de los postigos. Cuando al fin me asomo a la ventana, descubro la presencia de la niebla que baja desde las montañas y que envuelve la ciudad. No se ve el Tissuka, y el morabo de la colina es una figura espectral cuya silueta se esboza apenas. Inundada por la niebla que acaricia sus fachadas de cal, Xauen es más blanca que nunca, y las rejas moriscas de las ventanas, más negras y precisas.
Hay algún problema con el agua caliente, lo que me obliga a darme una ducha fría. Otra sensación perdida en mi memoria, cuya contundenci a reconozco al instante. He madrugado más que nadie, así que me toca aguardar a mis compañeros en el vestíbulo, lleno de luz: la niebla, que no puede con el resplandor del día, se va disipando rápidamente. Media hora después, casi se ha levantado por completo. Tras liquidar la cuenta del hotel (una suma por la que en España ya no debe de encontrarse ni la más inmunda y sospechosa pensión), devolvemos el equipaje al maletero y subimos al coche. Bajamos despacio por el paisaje matinal de Xauen, resistiéndonos a despedirnos. Todavía nos detenemos un momento para cambiar dinero en un banco, a la salida de la ciudad. La transacción la intento en francés, pero el español aseado y resuelto del empleado de banca me disuade de esforzarme. Está claro que el turismo español forma parte de la rutina de la ciudad. El empleado es por añadidura de una escrupulosidad y una corrección ejemplares, como ya quisiera uno encontrarlos en España.
Si nuestro viaje fuera en puridad un recorrido por el territorio del antiguo Protectorado, la ruta obligada conduciría a Tetuán, la que fue desde el principio la capital del Marruecos español. Sin embargo, cuando decidimos venir a Marruecos, no pudimos dejar del todo al margen la antigua zona francesa. En parte puede achacarse a una frívola veleidad de turistas; pero también en el Marruecos francés hay huellas de algunas cosas que nos importan. Nuestro viaje por él podrá resultar más somero, pero no casual. Ya hemos comprobado suficientemente que nada aquí resulta casual para nosotros.
Es por todo ello por lo que desde Xauen, en lugar de viajar hacia el norte, tomamos el camino del sur; hacia Uazzán y Fez, la vieja capital del imperio jerifiano.
Esta carretera atraviesa al principio zonas de montes de mediana altura, que me recuerdan por su aspecto y por el tipo de vegetación algunos parajes de Sierra Morena. Aunque por aquí no hay niebla, el día está levemente velado por una capa de nubes que impi den que el calor empiece a apretar en condiciones. Al cabo de unos veinte kilómetros llegamos al río Lucus, la antigua frontera entre las zonas francesa y española. Todavía sigue en pie el viejo puesto aduanero, con sus barreras inservibles a ambos extremos del puente que cruza sobre el río.
El Lucus es un río importante, de ancho cauce, aunque una buena parte de él sea hoy un pedregal. La corriente, poco profunda, baña una anchura de unos veinte o treinta metros. La carretera corre más o menos paralela al río durante unos veinte kilómetros, en dirección oeste. Este recorrido por el valle del Lucus, sin apenas tráfico, resulta una experiencia grata y relajante. Un poco antes de llegar a Zoco es-Sebt, la carretera tuerce hacia el sur y se separa del río. Según el mapa, a menos de diez kilómetros río abajo, en la ribera septentrional, se encuentra Muires. Éste es otro nombre familiar para mí. Entre el 20 y el 25 de septiembre de 1920, mi abuelo, en compañía de otros pobres diablos, cazadores todos ellos del batallón de Las Navas, hubo de asaltar el blocao llamado de Muires, que cayó tras enconada resistencia. La importancia estratégica de la escaramuza no fue mucha. Con ella sólo se aseguraba una cota más en la línea del Lucus. Pero para aquellos soldados bisoños debió de ser una gran cosa conquistar la altura y pasear la mirada sobre el valle, que era este mismo valle que ahora dejamos atrás.
Seguimos camino hasta Uazzán. Cuando en 1925 Francia atacó a los Beni-Serual y Abd el-Krim se vio obligado a responder, estuvo a punto de tomar esta ciudad, que constituía la plaza más septentrional de los dominios franceses. Nuestra ruta reproduce la que entonces siguió la ofensiva relámpago de los rifeños contra la línea francesa del río Uerga. Desde la carretera vemos los caminos que serpentean entre las montañas, que forman una red alternativa por la que transitan los lugareños en sus abnegados borriquillos. A medida que nos alejamos del Lucus el terreno se vuelve más árido, y ya lo es bastante cuando avistamos Uazzán, una ciudad blanca al pie de dos montes mucho menos imponentes que los de Xauen. Es como una mala imitación, emplazada en un paisaje menos atractivo. La dejamos a nuestra derecha y en la bifurcación entre las carreteras P28 y P26 tomamos esta última. No es el camino más cómodo, pero sí el más recto, y tiene para nosotros la ventaja de atravesar por el mismo centro la zona de Beni-Serual.