Abandonamos el puesto de observación y nos desplazamos hasta la plaza principal de la ciudadela. Es un espacio pequeño, delimitado por los vetustos edificios del antiguo gobierno de la ciudad. También aquí, bajo el resol, se respira la paz de la tarde, que en nuestro paseo por Melilla la Vieja sólo hemos visto turbada por la ruidosa música de}heavy metal} que una chica bailaba frenética en una casa con todas las ventanas abiertas de par en par. Una rara sensación, para experimentarla en las adustas calles de la antigua plaza fuerte. Un poco más allá está la estatua del intrépido Estopiñán, que alza su espada sobre un mirador desde el que se domina toda la extensión de Melilla, esa extraña y complicada consecuencia de su lejana locura. Por cierto que Estopiñán, después de correr tantos riesgos, halló una muerte ridícula y estrafalaria. Pereció en Guadalupe, envenenado por una tajada de melón. Nos quedamos un rato a los pies de su estatua, extasiados ante el quieto atardecer mediterráneo. Ningún atardecer vale la sangre ni el sufrimiento de un hombre, pero ya que tantos dieron la una y padecieron el otro por éste, quizá se les deba la gratitud de disfrutar detenidamente de su conquista.
7. Los dueños de la noche
Salimos de la ciudadela por la Puerta de la Marina, la que solía usarse en épocas de paz para introducir los suministros y siempre ofició de entrada más o menos principal. Alguien toca una trompeta que resuena estrepitosamente entre las piedras centenarias. Buscamos un sitio donde tomar algo. Lo hemos intentado dentro de Melilla la Vieja, pero sólo hemos encontrado un lugar bastante oscuro y desalentador, donde para mayor sordidez tenían un siniestro mono enjaulado. Los excrementos del animal impregnaban la atmósfera con su inmundo aroma. Finalmente escogemos una terraza al pie de la muralla. Cuenta con unas veinte mesas y sólo hay un grupo de cuatro parroquianos, dos hombres y dos mujeres que tienen ese aire impreciso pero infalible de constituir dos matrimonios. Las mujeres hablan entre sí y los hombres miran hacia el puerto. Pedimos bebidas frías al camarero que atiende la terraza y vaciamos tan rápido nuestros vasos que a los cinco minutos hemos de pedir otra ronda. La temperatura, sin embargo, empieza a resultar soportable. Nos echamos atrás en nuestras sillas y estiramos las piernas.
Poco después, un par de magrebíes de quince o dieciséis años toman asiento en la otra punta de la terraza, a bastante distancia de donde nos encontramos nosotros y los dos matrimonios. Visten pantalones tejanos gastados y camisas sueltas. Se acomodan en las sillas de plástico y contemplan pacíficamente el puerto. Me pregunto qué pedirán cuando el camarero se acerque a ellos. No hay ocasión de averiguarlo, porque antes de que el camarero salga, uno de los dos hombres que se sientan cerca de nosotros se pone en pie y se va derecho hacia ellos. Es un hombre moreno y rechoncho, ostensiblemente paticorto, y tan miope que ha de llevar unas gafas bastante gruesas. Se planta delante de los dos chicos moros, les enseña una identificación y les conmina a que ellos se identifiquen a su vez. Los dos chavales se echan la mano al bolsillo del pantalón y sacan sus carteras, que le muestran temerosa y dócilmente. El hombre paticorto las coge, las mira y se las tira a la cara. Apenas tienen tiempo de sujetar su documentación cuando el hombre ya los ha cogido por el cuello de la camisa y los levanta de las sillas. Los dos son más altos que él, pero eso no le arredra. Oigo cómo uno de los chavales protesta débilmente, como si no comprendiera aquel maltrato.
– Mais pourquoi?
Toda la respuesta que consigue es que el paticorto los empuje destempladamente hacia la calle, pero el chaval sigue insistiendo, con voz lastimera.
– Pourquoi?
Esta vez el hombre recurre, para despedirlos y zanjar el asunto, a descargarle al que tanto pregunta una furiosa patada en el trasero. La escena sucede a unos quince o veinte metros, pero oímos perfectamente el ruido sordo que hace su pie al golpear el cuerpo del chaval. Y después, el exabrupto:
– Fuera de aquí, joder.
Los dos chicos se alejan rápidamente, sin pararse casi a mirar atrás.
En la cercana entrada del puerto un guardia civil, más bien ajeno y aburrido, cumple tareas de vigilancia. Mientras tanto, el paticorto regresa a su mesa. Se sube los pantalones, que le cuelgan bajo la barriga, y se sienta junto a su mujer. Ruidosamente, explica:
– No tenían papeles, los muy hijos de puta.
Y hace ver que esos dos moros le deben un gran favor por haberles dejado marchar. Su consorte, una mujer que tendrá unos cuarenta y tantos años, como él, afloja un poco su gesto más bien estragado y sonríe con suficiencia. Los integrantes del otro matrimonio sonríen también, y el paticorto disfruta así por partida triple del reconocimiento que se le dispensa a su heroica hazaña.
Nosotros tres asistimos a toda la escena en silencio. Durante su transcurso, pero sobre todo después, cuando salgo de mi estupor y puedo reflexionar sobre lo ocurrido, varios pensamientos pasan por mi cabeza. El primero es que la decencia impone levantarse y exigirle al paticorto que se identifique, para poder denunciarle por el vil abuso que acaba de cometer. Para ello podría servirnos el propio guardia civil del puerto, que debe de haberlo visto todo y tiene la obligación legal de sumarse a la denuncia. Pero si uno sopesa la situación, comprende en seguida que eso no va a ayudar mucho a los dos perjudicados, que nada tienen que ganar, como inmigrantes ilegales, de una posible intervención de la justicia en el incidente. Está claro, además, que nosotros nos meteremos en un lío, por intentar buscarle problemas a un policía, y que eso no es lo que más nos hace falta cuando tenemos la intención de cruzar mañana la frontera. Por otra parte, la posibilidad de que el paticorto llegue a ser siquiera amonestado es cuando menos remota, y tampoco nos consta, en fin, que sea del todo procedente la intervención de tres turistas madrileños en el episodio, como si viniéramos en plan de enseñarles a los lugareños cómo deben portarse. Todo esto me disuade, aunque no impide mi vergüenza por mi pasividad y por la degradación moral de mi país, al que este sujeto representa. Una degradación que no es nueva, y que seguramente pagaremos como ya hubimos de pagarla en el pasado. He podido cazar por una décima de segundo la mirada de dolor y odio que uno de los dos chavales se ha atrevido a dirigirle al paticorto mientras se marchaba. Imagino lo que pasaría si algún día el marroquí tuviera al español a su merced. Y me acuerdo de aquel otro español con un par de cojones, el ilustre general Silvestre, que aseguraba que al rifeño la mejor manera de tratarle era con la punta de su bota. De Abd elKrim, poco antes de desoír su ultimátum y cruzar el río Amekrán, opinaba: "Este hombre es un necio. No voy a tomarme en serio las amenazas de un pequeño caíd bereber a quien hasta hace poco había otorgado clemencia. Su insolencia merece un castigo". Dicen, aunque es difícil comprobarlo, que después de la toma de Annual, Abd el-Krim hizo que despedazaran el cadáver de Silvestre y que pasearan su cabeza por el Rif para que en todas las cábilas supieran de la derrota de los españoles. Pocos años antes, cuando todavía trabajaba para los españoles en Melilla, donde dirigió el suplemento árabe del Telegrama del Rif, el periódico local, el futuro caudillo rifeño había llegado a la convicción de que los europeos nunca considerarían a los suyos iguales a ellos; de que siempre los tratarían como a perros, y sólo se preocuparían de exprimirlos. Cuenta la leyenda que cuando Abd el-Krim era subinspector de asuntos indígenas, Silvestre lo llamó una vez a su despacho y tras una furibunda reprimenda lo sacó de él a empellones y sangrando. Aunque los historiadores han probado que la anécdota es pura invención (Abd el-Krim y el general no llegaron a coincidir en Melilla), simboliza algo real: la actitud despectiva de no pocos españoles, y sobre todo de Silvestre, hacia las gentes del Rif. Sin duda el descuartizamiento, si lo hubo, fue una respuesta excesiva. Pero la crueldad de la revuelta, precedida por numerosas afrentas de los conquistadores, no era imprevisible. Hay quien cree que siempre los mantendremos ahí, al otro lado de la alambrada, y que ellos se conformarán con el desprecio y la miseria. Es verdad que nuestros medios son muchos, que estamos organizados y que ellos no lo están, pero me pregunto qué pasará si falla el cálculo, si de una u otra forma entran en la fortaleza.?Con qué argumento les pediremos entonces urbanidad?