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La comida resulta estar deliciosa. Son trozos de cordero especiados y asados a la parrilla y unas patatas fritas que nos devuelven el placer por este manjar, casi olvidado tras la generalización de esa basura congelada que sirven en las cadenas europeas de fast food y de la porquería rutinaria que administran en muchos restaurantes españoles. El secreto, aparte del material natural,,está en el aceite.

Nos lo dice Hamdani:

– Aceite de oliva puro, y siempre nuevo.

En las costumbres de estas gentes conviven siempre la escasez y la generosidad. Puede ser un lugar humilde, pero no requeman el aceite. Lo consideran una grosería hacia el huésped, el único ser realmente sagrado en estos parajes. El té también llega, como siempre, en tetera de plata. Hamdani lo sirve mientras los tres pensamos si alguna vez seremos capaces de reproducir sus golpes de muñeca al cortar el chorrito.

Terminamos plácidamente nuestro almuerzo, sabroso y reparador, y apuramos los últimos vasos de la tetera. Eduardo recuerda un dicho del desierto que le enseñó su guía tuareg en Mauritania. Según él, había que tomar siempre tres vasos, y cada uno de los tres vertidos era diferente. El primero, que no ha cogido bien el azúcar, es amargo como la vida. El segundo, que ya se ha impregnado lo suficiente, es dulce como el amor. El último, que sólo tiene los últimos restos del sabor del té, es suave como la muerte. Bebemos también nosotros nuestros tres vasos y nos disponemos a reanudar la ruta que nos lleva hacia el oeste, que también es un morir.

Antes de salir de Bab-Berred, paramos en un recodo del camino y contemplamos el pueblo entre las montañas. El ajetreo del zoco, la humareda de las parrillas, la gente pululando por la calle. Incluso en esta cuneta a la salida del pueblo hay gente sentada, o parada, que nos mira mientras miramos. No podemos dejar de apurar hasta el final este trozo de vida secreta del Rif. Aquí nunca vendrán los turistas, ni levantarán hoteles. No hay monumentos, no tiene historia, no se puede hacer nada más que mirar a esta gente que te mira y que quizá no te comprende, como quizá nosotros nunca los comprenderemos a ellos. Están perdidos en mitad de las montañas, donde sólo se llega por azar o por equivocación. Bab-Berred, le digo a Eduardo, he aquí el lugar para la mejor fotografía del viaje. Posamos y mi hermano dispara. Es posible que no volvamos nunca (o quizá sí, quizá nos empeñemos en hacerlo un día, otra vez los tres, cuando seamos viejos y nostálgicos). Mientras tanto, tendremos en la fotografía un trozo de cielo, un trozo de montaña y la imagen del pueblo. Bab-Berred, un lugar del Rif.

5. Por los dominios del Raisuni

Hasta Xauen nos quedan unos setenta kilómetros, que recorremos perezosamente, bajo el sopor de la digestión, por la sinuosa carretera de montaña. El paisaje se repite: en primer término, montes medianos de tierra ocre, salpicados de manchas pardas y verdes de arbustos; más allá, y a veces colgando sobre nuestras cabezas, los montes más altos, labrados en una roca gris a la que se aferran los árboles. De vez en cuando, la roca se vuelve blanca en grandes mordeduras a cuyo pie se ve amontonado el desperdicio y el pedrisco de un derrumbamiento. Viajamos hasta Bab-Taza sumidos en una especie de modorra a la que só lo escapa Hamdani, que está obligado a mantenerse alerta por la conducción. En ese mismo estado atravesamos la propia Bab-Taza y nos dirigimos hacia el valle del río Lau.

Según nuestro mapa de carreteras ya estamos en el Yebala. No lejos de aquí se encuentra el monte Tazarut, donde tuviera su guarida el Raisuni, quien durante un par de décadas fue el señor de estas tierras. A lo largo de esos años no rehuyó enfrentarse a los franceses ni a los españoles, y hasta llegó a enemistarse con los mismísimos Estados Unidos, en un conocido y extravagante incidente a raíz del secuestro en 1904 de un ciudadano norteamericano, Perdicaris, que después resultó no serlo realmente. Pero entre tanto se descubría eso, al presidente Theodore Roosevelt, a la sazón metido de lleno en una difícil convención republicana, le dio tiempo a amenazar con declarar la guerra a Marruecos y a pronunciar su famosa frase: "Quiero a Perdicaris vivo o al Raisuni muerto". No hubo nada, porque el Raisuni, un bandido astuto y descarado, era igualmente hábil para negociar con aquéllos a los que se enfrentaba. Con quienes hizo verdadero encaje de bolillos fue con los españoles, a quienes resultó adjudicado en el reparto de 1912 el territorio sobre el que el Raisuni tenía organizado su singular imperio. Les hizo la guerra tantas veces como la paz, y consiguió en más de una ocasión que pasaran casi sin transición de bombardear Tazarut a favorecerle con sustanciosas asignaciones económicas. Era verdaderamente una pesadilla para los generales.

El 27 de mayo de 1920, apenas dos meses y medio después de llegar a Larache y con sólo dos meses de instrucción militar, mi abuelo paterno salía con el Batallón de Cazadores de Las Navas número 10 hacia Teffer, a unos sesenta kilómetros de donde ahora nos encontramos. Cerca de ese campamento, el 20 de septiembre del mismo año, tuvo su bautismo de fuego africano contra las fuerzas del Raisuni, en medio de la ofensiva lanzada por el Alto Comisario Berenguer contra el viejo bandido para tratar de pacificar definitivamente el Yebala. Los combates fueron tan violentos, y el papel de los cazadores en ellos tan expuesto (eran unidades de choque) que mi abuelo comprendió que no viviría mucho si no se le ocurría alguna idea afortunada. Poco después logró hacerse cabo y consiguió destino de cartero. Con ello libró el pellejo e hizo posible, entre otras cosas, que yo acabara viniendo al mundo y que ahora pueda recordar, a las puertas del Yebala, a aquel sujeto cuyos hombres intentaron acabar con él y de paso conmigo.

El Raisuni, también llamado Mulay Ahmed o "El Águila de Zinat" por sus admiradores, y "El Cerdo" o "Don Lirio" por los muchos que le odiaban, era descendiente de Mulay Abd es-Selam ben Emxis, el santo de Yebel Alam, montaña sagrada situada en el centro del Yebala, por la zona de Beni-Arós. Mulay Abd es-Selam, quien a su vez descendía de Mahoma (a través de Mulay Idriss, el fundador del imperio de Marruecos), fue un erudito y viajero que después de pasar quince años en Oriente regresó al Yebala, donde con ayuda de su oratoria y su magnetismo personal sedujo irreparablemente a sus paisanos. Cuando murió, asesinado por un cabileño cuya familia quedó maldita desde entonces, le enterraron en lo alto de un monte, pero uno de sus brazos no pudieron taparlo y quedó a la vista como señal de sus profecías (el monte se llamó desde entonces Yebel Alam, o "monte de la señal"). Se le atribuían numerosos milagros, y entre las gentes de la región llegó a ser poco menos que un segundo Mahoma. Según decían, siete peregrinaciones a la tumba de Mulay Abd es-Selam en años consecutivos equivalían a una peregrinación a La Meca. Por eso eran rarísimos los yebalíes que viajaban a Arabia. Autosuficiencia y sentido práctico, dos rasgos constantes del carácter marroquí.

El propio Raisuni, aprovechando hábilmente este islamismo localista de sus paisanos y el prestigio de su ancestro, oficiaba también de santón. En su época de mayor pujanza, cuando se codeaba con el sultán Mulay Hafid, era un sujeto avasallador, dotado de una fuerza colosal, una risa sonora y una voz tronante. Aunque llegó a alcanzar los 150 kilos de peso, tenía fama de donjuán incorregible, pasmoso jinete y muy diestro tirador. Gonzalo de Reparaz, que le conoció, le describe como un hombre de tez blanca, nariz roma y ojos y barba muy negros, cuya sola mirada atestiguaba su perspicacia. Sus orígenes fueron accidentados. Tras una juventud dedicada a los estudios religiosos y jurídicos, mostrando viva inteligencia y formidable capacidad, se lanzó a los caminos para ejercer la justicia por la fuerza, como una especie de bandido romántico, imagen que siempre se preciaría de ofrecer. Sus fechorías alarmaron al Majzén y el bajá de Tánger consiguió con engaños atraerlo a su casa y prenderle. Lo tuvieron cuatro años preso en Mogador (hoy Essauira, en la costa atlántica), encadenado y sin poder juntar las manos. Tan prolongada y cruel prisión le proporcionó tiempo para pensar y el estímulo suficiente para su bien dotada inteligencia. Sus anhelos de poder aumentaron, su prestigio se incrementó y se volvió más pragmático en el terreno de la acción. Según le gustaba decir, "en la prisión mueren muchos poetas y nacen muchos políticos". Lo cierto es que de Mogador volvió cargado de astucia y vacío de piedad, y que en los años siguientes se entregó sin tasa al saqueo y al secuestro de occidentales y marroquíes, una industria que se reveló grandemente lucrativa y que llegaría a darle fama mundial. Poseía una flota pirata en el Atlántico, y se complacía en afeitar las barbas a los musulmanes que capturaba, principalmente porque afeitar la barba a un musulmán era equivalente a quitarle su virilidad, la máxima afrenta imaginable. Tampoco vaciló en asesinar, en plena boda, a las que iban a ser su segunda esposa y suegra de su cuñado, y se las arregló para establecer y cobrar un tributo a todas las familias que vivían en sus dominios. A los pobres los hacía matar o los esclavizaba, pa ra que le sirvieran de algo. Sus harenes repletos de concubinas de todas las procedencias eran comparables a los del sultán, y con la fortuna que amasó pronto, merced a sus desvelos, se las arregló para disponer de un palacio en cada uno de los muchos sitios donde actuaba: Tánger, Tetuán, Xauen, Arcila y las colinas de Zinat y Tazarut.

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