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7. En el laberinto blanco

Subimos por la calle hacia la plaza. Son algo más de las seis y el sol empieza a bajar, aunque todavía hace bastante calor. En invierno, el Meggú y el Tissuka se cubren de nieve, y a veces también la propia Xauen, donde debe de ser difícil distinguirla de la propia blancura de la ciudad. En muchos callejones de Xauen, hasta el suelo está encalado. Según afirma una leyenda, hace muchos siglos un grupo de peregrinos del desierto paró una noche de invierno en las montañas de Xauen. Cuando aquellos hombres y mujeres del sur ya estaban a punto de perecer de frío, quien los conducía encontró dos piedras negras con las que hizo un fuego que los salvó. A la mañana siguiente, los peregrinos intentaron apagar la hoguera, antes de reanudar la marcha, pero se encontraron con que ni la nieve ni el agua podían extinguir aquella llama, que en ese instante supieron sagrada. A Arturo Barea le aseguraron que algunas noches la llama podía divisarse aún desde Xauen, y que muchos se aventuraban por los desfiladeros entre el Meggú y el Tissuka en su busca. Pero nadie la había vuelto a encontrar jamás.

En la plaza, costado con costado, se encuentran la alcazaba y la mezquita. Esta última, como infieles que somos, tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Es un antiquísimo edificio enjalbegado con un minarete ocre que emerge de la blancura, como un muñón castigado por el tiempo y no obstante airoso. En el banco que corre a lo largo de la fachada hay diez o doce ancianos observando la plaza. Comentan los pequeños acontecimientos que aquí suceden y mientras tanto de jan vagar su vista por encima de las casas, hacia el valle. Cuentan, no sé si será cierto, que en 1924, durante la retirada, los españoles bombardearon la ciudad a la hora de la oración de la tarde, cuando los fieles salían de la mezquita. La plaza donde se halla el templo está alta y es vulnerable. Hacia abajo se extiende la medina, que también sube un poco, por el otro lado, hacia las montañas.

En la alcazaba, a cambio de un precio casi irrisorio, sí podemos entrar. Le ofrezco a Hamdani sacar también una entrada para él, pero la rechaza con la cabeza. Se queda en el umbrío arco de la puerta, conversando con el vigilante. El interior de la alcazaba es un auténtico paraíso, lleno de árboles frondosos y flores espectaculares. No hay apenas visitantes y podemos pasear entre sus muros y subir a sus baluartes imaginando los lejanos días de la ciudad hermética. Desde la alcazaba de Xauen, mientras uno camina entre los macizos y los estanques, se ve un cielo azul intenso y la lejanía gris y verde de las montañas. El aire es puro y vivificante y uno comprende la sensación de poder casi divino que debía de experimentar quien fuera en cada época el amo de la ciudad y tuviera aquí su bastión. Estos aromas y este verdor mitigaron en algunos de esos corazones la nostalgia de Al-Ándalus, de donde el pérfido cristiano, que ya sólo venía a Xauen para ser quemado, había arrojado a sus abuelos en la noche más aciaga de los siglos.

La alcazaba de Xauen contiene también un pequeño museo, situado en el pequeño palacete que se guarece al abrigo de los muros. En sus salas umbrías y silenciosas hay enseres, mapas, fotografías de la Xauen de mediados de siglo, y una muestra de cada uno de los instrumentos de la música andalusí: el kaman (violín de cuatro cuerdas), el oud (guitarra de diez cuerdas), er rabab (violín de dos cuerdas) y el terbukal (tambor). La música andalusí, herencia conservada de aquéllos que fueron expulsados de la Península, es el folklore más característico del Yebala. Poco antes de emprender nuestro viaje, en una noche tibia del manchego Getafe (Xataf, también una antigua fortaleza musulmana), pudimos escuchar a un grupo de mujeres de Tetuán interpretar algunas piezas de esa música. Era al aire libre, en el recogido patio del Hospitalillo de San José, un trozo todavía conservado de La Mancha de Cervantes. Durante el primer cuarto de hora del concierto, el auditorio español estaba completamente desorientado. Costaba entrar en esas armonías, en esos ritmós, en esa narración musical. Pero al final del concierto, el entusiasmo era absoluto. Todos nos dejábamos llevar en la prolongación casi infinita de cada melodía, deseando que no acabara, que la noche no se detuviera y nunca se callaran aquellas voces femeninas que desenterraban el espíritu precioso de la perdida hispanidad musulmana con la misma rotundidad con que echaban al aire mesetario los vivos alaridos del desierto. Algo desde lo hondo de la sangre nos devolvía el eco de los remotos antepasados que habían sentido y creado aquella música. Las serenas mujeres tetuaníes, asombradas, daban las piezas de propina con una azorada sonrisa, y al final se abandonaron también a la alegría del reconocimiento entre las almas y los corazones. He ido a otros conciertos, pero nunca he visto al público y a los intérpretes arrojándose besos como los de aquella noche.Besos espontáneos, como de familia.

Desde la alcazaba, subimos por las empinadas calles de la ciudad hacia el manantial del que se abastece el pueblo. El agua que brota de la entraña del monte, según nos cuenta Hamdani, es fresca y pura y puede beberse sin miedo. Según él, sólo en ciudades con manantial puede beberse el agua:

Xauen, Fez, Marrakech. En las ciudades costeras no debe beberse nunca: ni en Casablanca, ni en Essauira, ni en Agadir. Rabat es una excepción. Le escuchamos atentamente, aunque suponemos que el consejo es sólo válido para el estómago marroquí. En la medina de Fez mi propia familia marroquí me ha desaconsejado beber el agua corriente. Mis dos primas estuvieron al borde de la tumba por beber de una fuente de la que los niños fasíes bebían con toda la soltura del mundo.

Ascendemos por las calles de Xauen, entre las casas entreabiertas y las tiendas de los viejos artesanos que cuelgan los cueros y los bronces junto al umbral. Nos cruzamos con chavales vivarachos, ancianos absortos, perros indolentes. Todas las casas lucen un blanco impecable, sobre el que se dibujan los postigos y puertas de un celeste vivo. Es una extraña cosa pisar el suelo encalado e impoluto. Nos cuenta Hamdani que una vez salió de Xauen de madrugada y vio a las brigadas de mujeres que limpian la ciudad, tan meticulosamente como se limpian pocas otras en Marruecos. Hamdani afea a los de Xauen que dejen hacer esa pesada tarea a las mujeres. Para Hamdani, marrakchí y meridional, los de Xauen son tan "montañeses" o rifeños como los de Alhucemas, y les reprocha que sean tan vagos y hagan trabajar a las mujeres, algo que según él no consentiría nunca un marroquí del llano o del sur.

El manantial, entre rocas y vegetación, es lugar de esparcimiento. Aquí acaba la ciudad y empieza la montaña y aunque no hay mucho sitio las parejas de novios y los jóvenes suben a solazarse. Un militar vigila las bombas y los depósitos de agua, sin demasiada marcialidad. Pasea entre la gente y departe amigable con unos y otros, aunque su uniforme color arena inspira indudable respeto. Desde el manantial se domina el valle y se ve caer la ciudad blanca por la ladera. La tarde es esplendorosa y apacible. De la ciudad viene sólo un murmullo del que de vez en cuando sobresale una voz.

Regresamos hacia la plaza, para curiosear un poco en las tiendas. Ya ha bajado algo la temperatura y empezamos a ver algunos grupos de turistas. Son prácticamente los primeros que encontramos desde Beni-Enzar. Los de Xauen son casi todos españoles, como se ve por su aspecto y sus camisetas de Praga, Londres o Nueva York (destinos turísticos masivos de nuestros compatriotas). Van hablando alto, señalando con el dedo, comprando compulsivamente gumías y trastos de plata. Seguramente bajan desde Ceuta camino de Fez y del circuito de las ciudades imperiales. No es el itinerario más frecuente y no son demasiados, pero su peso se deja sentir en el ambiente angosto de Xauen. Los que atienden en los comercios andan a su acecho. Muchos se le dirigen al forastero en vertiginoso español. En una calle próxima a la plaza nos cruzamos con un mendigo joven y dicharachero. No había mendigos en el Rif, donde faltan los turistas. Éste se ofrece como guía y nos llama todo el rato "amigo". Nos pregunta de dónde venimos y cuando le decimos que de Madrid se despacha orgulloso con cosas tales como "Madrid me mata", "de Madrid al cielo" y "los madrileños son gatos". Y para remate, un arrastrado "Vaya, vaya, en Madrid no hay playa". Es curioso cómo han llegado hasta Xauen los viejos tópicos mezclados con las bobas canciones del verano. La televisión, quizá.

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