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Somos viajeros y nos es lícito sentir lo que nos parezca; lo mismo que esforzarse por conservar esta ciudad es una locura inútil o que se trata de un hermoso empeño romántico. Al sentimiento nadie puede pretender ponerle tasa, mientras quede en su lugar. Lo que no debe el viajero es sacar frívolas conclusiones históricas, y mucho menos proponer lo que debe hacerse.

Una ciudad, aunque sea pequeña y anómala como ésta, es quienes en ella viven. Es la mujer del oficial y la hija del camarero marroquí. Que ellas decidan, mientras el viajero se lleva sólo lo que le incumbe, la imagen contradictoria y a la vez tan simple de dos chicas en la playa.

4. Un imprevisto

Algunos de los hallazgos que al viajero le deparan sus pasos se deben a su imprevisión, por cuya causa se ve obligado a veces a tomar derroteros que en modo alguno se proponía de antemano seguir. A las cuatro y media, después de una brevísima siesta en el hotel, un deplorable olvido en la preparación de mi maleta nos arroja a la calle, en busca de una farmacia de guardia que según los informes que hemos podido reunir se halla en la otra punta de la ciudad. El objetivo es conseguir unas pastillas de cuya eficacia sobre el trastorno por el que me fueron recetadas dudo seriamente, pero que no quisiera echar de menos si tuviera algún episodio de súbita fe en la medicina cuando ya estemos en territorio marroquí (donde puede ser más difícil adquirirlas).

Recorremos las calles desiertas, derretidas bajo la canícula. Cruzamos a pie bajo el puente del antiguo ferrocarril y seguimos el cómicamente llamado Río de Oro, un cauce seco lleno de inmundicia sobre el que se alzan algunos polvorientos y desastrados eucaliptos. Es posible que sea un río sólo cuando hay lluvias torrenciales, como el resto de sus hermanos del Rif (salvo el ingente Muluya y un par más, que mejor o peor llevan agua durante todo el año). Me pregunto por qué le pusieron ese nombre; si es porque alguna vez alguien sacó oro de él, lo que resulta más bien extraño, o si es una alusión humorística a la arena amarilla de su cauce sin agua. La farmacia está en una esquina. La atiende una mujer de unos cincuenta años, expeditiva y enérgica. Cuando llego está entendiéndose como puede con un par de marroquíes, de los que llega a averiguar al fin que quieren preservativos. Los trata un poco como si fueran niños, aunque sin descortesía. Les entrega su mercancía mientras coge su billete y reúne a toda velocidad las vueltas, con las que los despide. El tono que emplea conmigo es mucho más respetuoso y relajado. Me facilita mis pastillas, me cobra y me desea buenas tardes con amabilidad. Es esa cálida amabilidad andaluza, que tanto añoro en Madrid.

De vuelta hacia el centro pasamos por la Comandancia General, enfrente de la entrada trasera del parque. Es un edificio pequeño, de color vainilla recién enlucido, que conserva un aroma intensamente colonial. A la puerta hay un legionario firme y quieto como una estatua, conforme a la exagerada y melodramática marcialidad del cuerpo. Apenas a un par de metros, paseando de un lado a otro con las manos en la espalda, hay un cabo que nos mira un instante y que a continuación se queda parado delante del centinela, como si fuera un zoólogo examinando un oso disecado. En ese edificio estaba el despacho del general Manuel Fernández Silvestre, el bravucón amigo de Alfonso Xiii que con su ciego desprecio por los rifeños condujo al ejército español al descalabro de 1921. Un día de julio salió de aquí creyendo dirigirse a la victoria y la gloria, y no volvió nunca. Su suerte, como la de la mayoría de sus hombres, se pudrió al sol sobre la árida tierra del Rif, lejos de esta sombra que en la tarde estival envuelve la entrada de la Comandancia General y de este aire en el que flotan los aromas del parque cercano. Silvestre era un hedonista y el parque debía gustarle, como le gustaban las francachelas que se organizaban en el casino militar, del que fue máximo impulsor.

Bordeamos el parque hacia la plaza de España y alcanzamos a un hombrecillo bastante anciano que camina por la acera con la camisa abrochada hasta el cuello y una chaqueta nada veraniega. Al vernos pasar nos saluda:

– Qué, ¿cuánta mili todavía? Al principio no entendemos, pero en seguida reparamos en que los tres llevamos el pelo bastante corto, una precaución tomada antes del viaje para soportar mejor el calor. Le contesto:

– Ojalá nos quedara mili. Ya la terminamos, hace años.

– ¿Y entonces?

– Nada, venimos a hacer turismo.

Es un viejecillo renegrido, y robusto en su delgadez. Se nos pega y trabamos conversación mientras andamos. Como hemos empezado por la mili, nos cuenta que sirvió en Regulares, durante la guerra civil y después. Habla un español en el que no se atisba deje alguno de extranjería, pero por su aspecto cuesta decidir si es marroquí o no. Ya en esa época en Regulares había marroquíes y españoles. Lleva prendida en la chaqueta una insignia del Partido Popular, quizá por militancia o quizá por simple adhesión al gobierno de Melilla, que ahora pertenece a ese partido 1. A medida que se embala a hablar nos va costando más entenderle, lo que por un momento nos hace sospechar que no sea de origen español. Pero la razón del oscurecimiento de su discurso es otra: le faltan casi todos los dientes. Y nos explica por qué:

– Las malditas tifoideas. No saben lo que es. La boca se ponía negra y empezaba a caerse a pedazos, podrida.

Como casi todos los hombres que han hecho la guerra y sufrido severas privaciones, refiere los incidentes de la una y los detalles de las otras como si fueran cosa de la víspera, sin que ninguna normalidad, una normalidad de cincuenta años en el caso de este hombre, hubiera habido entre medias. Ya que parece ser éste su tema predilecto, trato de sacarle algo.

– ?Y luchó también por aquí, por Melilla?

– Bueno, no mucho. Por aquí estaba todo tranquilo. Sólo una vez, en el 43, hubo unos líos más allá de Nador y nos dieron carta blanca para castigar a los moros. Llegamos hasta Dar Dríus, pegando tiros. Pero fue poca cosa.?Y para dónde van ustedes?

– Para Alhucemas, lo primero.

– Pues tengan cuidado. Marruecos, y esta parte sobre todo, está mal ahora; mucha droga y muchos ladrones. Y mucha miseria que tienen. Vivían bastante mejor con los españoles, vaya que sí.

– ?Ha ido por ahí recientemente?

– No, ya hace muchos años que no paso. Ni creo que vuelva a ir nunca.

Nuestro interlocutor aparta la idea de volver a Marruecos con una especie de repugnancia, como si no tuviera el más mínimo sentido. Supongo que para él Marruecos ya es sólo la imagen menesterosa de los que cruzan la frontera todos los días para buscarse la vida, una vaga imagen de la pobreza y el infortunio de los que todos intentan huir en cuanto tienen ocasión.

– ?Y hace siempre este calor, aquí? -le preguntamos.

– Este año menos que otros. Hasta hubo un poco de nieve en la cima del monte, en invierno.

El monte es el Gurugú, no hace falta decir el nombre. A la altura de una de las entradas laterales del parque, el hombrecillo se despide repentinamente de nosotros y echa a andar presuroso bajo los árboles. Irá a sentarse a la sombra, para cambiar recuerdos y olvidos con algún otro jubilado militar.

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1 «Ahora», en el texto, es julio de 1997. El PP perdió el gobierno en las siguientes elecciones

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