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– Tengan cuidado con los moros chicos.

En ese momento, un remolino de cinco o seis niños y niñas de no más de nueve años se organiza a nuestro alrededor. Es el primer contacto con la mendicidad de Marruecos, abnegada y acuciante como ninguna otra que hayamos conocido, y que en la ciudad española incrustada en el lomo de su miseria se ejerce regularmente a las puertas de los hoteles. Desde temprana edad, los moros, como los llama con superioridad el taxista y cualquier otro español que haya vivido aquí un par de meses, saben que no se puede esperar mucho de los residentes, que están insensibilizados a su portentoso aparato petitorio. Los forasteros, los que recalan en los hoteles, son las víctimas predilectas. Por eso los niños se agarran a nuestros macutos, a las piernas, nos tiran de la ropa. Con esfuerzo (nadie sale a espantarlos, como ocurriría en cualquier otro negocio del implacable occidente o incluso del mismo Marruecos), conseguimos entrar en el hotel. En el mostrador nos aguarda muy ligeramente, sin ninguna curiosidad, un hombre de aspecto amargado. Lo único un poco llamativo que percibo en su mirada es una extrañeza desvaída, la que le produce ver entrar a tres tipos de unos treinta años con aspecto de exploradores. Quién puede tener nada que explorar aquí, a esa edad y en estas fechas, en vez de irse a ligar a Mallorca o a Benidorm? Una décima de segundo después, el hombre del mostrador se provee de una esforzada sonrisa comercial y nos da la bienvenida. Confirma que tenemos una reserva, toma nuestros datos y hace que nos acompañen a las habitaciones. Cada uno toma posesión de la suya. Son dignas, aunque viejas. El aspecto del hotel (las paredes, los muebles, las tapicerías) le hace a uno remontarse a como era la Península en 1970. Después, paseando por las calles de Melilla, abandonadas no pocas de ellas a su suerte por las autoridades, podremos confirmar esa impresión de desfase temporal.

La ventana de mi habitación da a un patio mezquino y sucio. Al asomarme a ella percibo junto a mí la presencia de un aparato antediluviano de aire acondicionado, que arranca con un frágil estruendo varios segundos después de apretar el interruptor. Elijo ese momento y el asmático arrullo de la máquina para hacerme yo mismo, como comprobación, la pregunta: Qué hago aquí, en Melilla, este sábado de finales de julio de 1997? Nada de lo que veo debilita, sin embargo, mi convicción acerca de la conveniencia y aun la necesidad de este viaje. Todo lo contrario. Vengo a Melilla porque esperaba encontrar más o menos esto, un lugar que ha quedado descolgado del tiempo, como un residuo dejado por la historia. Vengo en parte por esa historia, y por eso vengo a finales de julio. Fue a finales de julio de 1921 cuando el ejército español sufrió en la zona de Melilla uno de sus más sonados reveses, quizá el que encabezaría con toda justicia el apretado libro que podría titularse Grandes derrotas de la historia militar española. Cuando menos, es el descalabro más extraordinario del siglo, y aunque casi todos los españoles de mi generación tienen o han debido tener un abuelo o un tío abuelo que participó en aquella infausta guerra, una espesa capa de silencio y de vergüenza la ha mantenido ajena a la conciencia de mis compatriotas. Hace poco se cumplieron 75 años del desastre, y como siempre que se conmemora un número redondo (o semirredondo), salió algún libro y hubo alguna reseña, pero todo se apagó rápidamente, frente a la pujanza de otros asuntos cruciales con los que la actualidad nacional reclamaba entonces la atención del público. Incluso los intentos de refrescar la memoria fueron más bien anecdóticos: mapitas esquemáticos con las líneas y las posiciones dibujadas, frías cifras de muertos (15.000, 20.000) y fotografías viejas que todos miraban con indiferencia, aunque se tratara de cadáveres pudriéndose al sol. Hay que admitir, indudablemente, que no tenían el lujo de colores con que la televisión nos acerca las masacres del momento. También se pudo ver, no obstante, una fotografía nueva, y por tanto en color. Mostraba a alguien sonriente que se había desplazado con ocasión del aniversario a la llanura de Annual, a unos ciento veinte kilómetros de Melilla. Allí, en Annual, estaba el campamento en el que comenzó el holocausto. En la fotografía era una llanura verde de aspecto inofensivo, casi bucólico, porque el conmemorador en cuestión parecía haber viajado allí en el frescor de la primavera.

Creo que fue esa fotografía colorida lo que me decidió sobre todo a venir en julio, sin riesgo de verdores refrescantes, para contemplar esa misma llanura como la contemplaron los que en ella murieron, y para sentir en la piel y en los sesos el mismo sol que a ellos los abrasaba mientras los acribillaban desde las colinas. Nunca he sido un militarista (aunque de niño corrí acaso el riesgo, como todos), y en el caso de que lo fuera, supongo que no me interesaría por las derrotas. Lo que desde hace años hace que me apasione ese olvidado y ominoso episodio de la historia de mi país es precisamente el sufrimiento desorbitado que tantos españoles hubieron de experimentar, y la inconmensurable estupidez nacional que les condenó a ello. Tampoco tengo tendencias masoquistas, pero siempre he creído que el sufrimiento revela la naturaleza del ser humano, y aquél de 1921 fue un impresionante apocalipsis, en el que miles de hombres fueron sometidos a las pruebas más duras y quedó al descubierto lo mejor y lo peor de ellos. Por eso, y porque aquellos hombres eran nuestros abuelos, me irritó hasta la náusea ver que con ocasión del aniversario se gastaban con desgana unos pocos cientos de miles de pesetas en adecentar malamente alguno de los cementerios africanos donde se pudre la infinidad de muertos españoles de aquella guerra, muchos de ellos en fosas comunes. Por eso, también, me pareció un insulto que se pusieran en aquellos cementerios unas plaquitas conmemorativas y que fuera a inaugurarlas un funcionario de segundo nivel del Ministerio de Defensa, dando lugar a alguna minúscula noticia de periódico. Ante las tumbas de aquellos hombres, enviados a morir en su día con la aquiescencia y el entusiasmo del rey, sólo acudía ahora un funcionario desconocido. Siempre había abrigado el deseo de viajar al Rif, donde ocurrió todo, pero el día que vi al funcionario corriendo la banderita sobre la placa, con cara de estar archivando sin más aquel desafuero y aquel padecimiento tan extremo debajo, me resolví a hacer sin pérdida de tiempo este viaje.

De todas formas, ésta, con ser importante para determinar el momento y el recorrido, no es la principal razón que me atrae a Marruecos. Ni siquiera es la primera, ya que en rigor su propia existencia depende de algunos otros hechos anteriores. En condiciones normales, yo debería haber sido un español ignorante de aquellos sucesos e indiferente a la suerte de Marruecos y de los marroquíes, como casi todos los españoles. Sin embargo, hay algunas circunstancias más que sutiles que me lo impiden.

Desde hace muchos años guardo un librito impreso en Tánger en 1901. Se llama Guía de la conversación y es un manual de árabe marroquí escrito por un tal Reginaldo Ruiz Orsatti, que se titula como "aspirante a joven de lenguas en la Legación de España en Marruecos". El libro está lleno de anotaciones a lápiz y está firmado con mi nombre y primer apellido. Pero yo no hice las anotaciones, ni puse la firma. El autor de unas y otra es mi abuelo paterno, que sirvió en Marruecos de 1920 a 1926 y compró ese libro para tratar de comprender un poco mejor a los hombres contra los que luchaba. Aunque mi abuelo paterno murió cuando yo era pequeño, todavía pude verle alguna vez con la oreja pegada a su vieja radio, para superar su sordera y poder oír los cantos marroquíes que las emisoras del otro lado del Estrecho retransmitían durante todo el día.

– Me gusta oírlos, a los morillos -solía decir-. Me trae recuerdos.

Mi abuelo nunca contaba casi nada de la guerra. Si acaso, pequeñas anécdotas de campamento, pero jamás acciones de combate. Cuando mi padre o cualquier otro le preguntaba cómo había sido la campaña, respondía con su laconismo de andaluz de los montes:

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