– Aquí venía tu abuelo a pasear todas las mañanas, y siempre se asomaba a la ría. Le gustaba mirar Salé, ahí enfrente.
La voz de mi tía se quiebra un poco y la tibia y soñadora noche de Rabat queda por un momento velada por una bruma que no sale de la ría, sino que tiembla y porfía por derramarse desde mis ojos. Impido que caiga, aunque quizá no debiera. A todo hombre debe pasarle alguna vez que esa bruma resbale, para saber que ha vivido.
Jornada Sexta. Rabat
Hemos dormido en un hotel próximo a la casa de mis tíos. Ellos no tienen espacio para todos y no podemos consentir que Eduardo se aloje solo por ahí. Desde Melilla hasta el final iremos juntos, porque somos compañeros de viaje y asumimos con pundonor esa condición. Despertamos algo más tarde que el resto de los días. Hoy no saldremos a la carretera y anoche nos recogimos de madrugada. Al llegar al hotel, el vestíbulo estaba convertido en un bar un tanto particular, lleno de hombres maduros y mujeres desinhibidas. El dueño diversifica el negocio montando ese club nocturno, que produjo a mi tío al verlo anoche una especie de horror. Es musulmán practicante, aunque no fanático, y el espectáculo de alcohol y mujeres en apariencia livianas le escandalizó vivamente. No conocía el hotel más que de día, cuando, como comprobamos por la mañana, es un tranquilo e inocente alojamiento. El dueño es conocido suyo y nos hace un buen precio, pero nos costó persuadirle de que nos quedábamos.
Después de desayunar, vamos a casa de mis tíos. Desde anoche, por primera vez desde que llegamos, conducimos mi hermano y yo alternativamente. El coche tiene el cambio muy brusco (algo que con Hamdani no notábamos), y aunque en el barrio el tráfico sea relativamente apacible, conviene ir atento a los demás conductores. Cuando llegamos, una de mis primas y mi tío se han ido a trabajar y mi otra prima atiende a sus clientes en el salón de belleza que tiene montado en la casa. Recogemos a mi tía y vamos hacia el centro. Bajamos hasta la mellah, junto a la que se encuentra el mercado de pescado. Aquí compramos comida para el almuerzo. Todo está recién cogido, de esta misma noche. En uno de los puestos llama nuestra atención un de pendiente negro que engulle las gambas crudas mientras te despacha. Las pela con una habilidad pasmosa y las deja deslizarse a su garganta, desde donde las traga directamente, sin masticar.
Llevamos el pescado a casa y desde aquí nos dirigimos hacia el mercado de las flores. El centro de Rabat, entre los ejes que forman la avenida de Mohammed V y el bulevar de Hassan Ii, tiene el aspecto atildado de una blanca y rectilínea capital colonial. Ésa fue la fisonomía que le dieron los franceses a lo largo de más de cuarenta años de dominación, y la que desde la independencia se ha venido conservando por los rabatíes. En esta zona están los ministerios, los bancos, y los demás edificios propios del decorado capitalino. También hay parques, y el mismo mercado de las flores se encuentra en una bonita plaza ajardinada. Sin embargo, el sello colonial no ha privado a Rabat de su aspecto marroquí. Lyautey, que confesaría años después de instalar aquí su sede que se había enamorado de Rabat durante una visita que había hecho a la ciudad en 1907, tuvo siempre una obsesión por conjugar el urbanismo moderno con la tradición del país. Según él mismo contaba, a su llegada como Residente General había suspendido la construcción de unos cuarteles para las tropas de ocupación, porque en su parecer estropeaban el bello horizonte marino que se abría más allá del cementerio el-Alu, una imagen que recordaba intensamente de su primera visita.
El paseo matinal de mi abuelo materno, cuando venía a pasar una temporada con mi tía en Rabat, continuaba desde la torre Hassan hasta la plaza de Sidi Majluf, también a la orilla de la ría del Bu Regreg; seguía por el bulevar Hassan Ii hasta la avenida de Mohammed V, bajaba ésta y luego torcía otra vez hacia el punto de partida. Es justo el itinerario que recorremos hoy nosotros. En la avenida de Mohammed V, una vía amplia con palmeras en el centro, mi abuelo se paraba siempre a tomar un café en la terraza del Henry's Bar, un local cosmopolita desde su mismo nombre. Mi tía nos lo señala, cuando pasamos frente a él. En la terraza están cómodamente instalados algunos hombres de edad. Mi abuelo era un hombre sociable y seguramente charlaba de vez en cuando con sus vecinos de mesa en la terraza del Henry's. Recurriría para ello al francés que recordaba de cuando se había ido de emigrante a La Rochelle, siendo apenas un chaval.
Desde la avenida de Mohammed V giramos hacia la avenida en-Nasr y tomamos la antigua carretera de Casablanca. Junto a ella, en el barrio de el-Akkari, se encuentra el cementerio católico o europeo. Es un recinto tranquilo, en el que desde hace ochenta años se entierra a los cristianos que viven y mueren en Rabat. Hay estatuas de prohombres y un enorme monumento a los caídos franceses. Los paseos están flanqueados por altos cipreses y setos y las tumbas están alineadas al estilo de Europa. En un campo delimitado del resto hay un bosque de sencillas cruces blancas de madera. Las fechas que se leen en ellas son siempre las mismas: 1924, 1925 y 1926, los años de las campañas contra Abd el-Krim. De los nombres, algunos son franceses y muchos no. Estos últimos corresponden a los áscaris que no sólo se enrolaron al servicio de Francia, sino que también abrazaron su religión y de esa manera ganaron el derecho a ser sepultados a la vez en su tierra y fuera de ella, en un camposanto de infieles al Islam. Es, no obstante, posible que muchos de ellos fueran argelinos o senegaleses. Sobre las cruces que tienen sus nombres dibujados en negro y en letras europeas, cantan hoy igual que sobre el resto los perezosos pájaros marroquíes. Si es que los pájaros tienen país.
Sobre una elevación, al pie de una frondosa adelfa, se encuentra una tumba en la que se lee un nombre español y también en español la leyenda "Tus hijos". El nombre es Manuel y el apellido el que mi hermano y yo le debemos a mi abuelo. En cuanto nos ha visto acercarnos, uno de los que cuidan el cementerio viene hacia nosotros. Mi tía le paga regularmente una especie de propina para que la tumba esté bien atendida. Es una de las más limpias, y las plantas se ven cuidadas y saludables a su alrededor. Mi tía charla brevemente en árabe con el guarda. Para haber aprendido la lengua de oído, la habla con una soltura espectacular. Colocamos ante la lápida las flores que hemos comprado en el centro y saco de mi bolsillo el saquito de tierra de Madrid que traje conmigo. Antes de que el guarda riegue las jardineras, echo la tierra en una de ellas. Mi tía parece extrañarse.
– Es tierra de Madrid -explico.
A ella no hace falta que le diga que la traje para que él tuviera cerca un poco de aquella tierra por la que caminó y me enseñó a mí a caminar. Sin saberlo, lo sabe. Mi abuelo fue hasta el final de su vida un incansable andarín. Lo mismo en Madrid que aquí en Rabat no perdonaba un solo día sus cinco o seis kilómetros, y eso que se había roto la cadera con casi ochenta años. No sé nada que quiera ser cuando sea tan viejo, si alguna vez por ventura llego a serlo. Nada salvo un andarín tan pertinaz como mi abuelo Manuel. Mi tía se queda mirando la tumba y recuerda:
– Cuando se murió, un amigo francés me preguntó: "¿Por qué lloras? Ha venido aquí, a quedarse contigo. Sabía que tú estabas sola y que le necesitabas más que ninguno de sus hijos". Y otro amigo musulmán me dijo un proverbio árabe: "Vivo donde quiero, y muero donde debo". Pero en fin, qué sé yo.
Llora mi tía y yo me vuelvo a contemplar el limpio horizonte de Rabat que se divisa desde el cementerio. Es un cementerio hermoso y una hermosa vista, toda llena de luz. Yo tampoco sé con seguridad si mi abuelo murió donde debía. Lo que sé es que ahora reposa en un cementerio francés construido en la tierra marroquí, frente al Atlántico, él que nació en la meseta de Castilla y siempre fue un hombre de tierra adentro. Y por eso, porque él vino a quedarse en Rabat, esta tierra y este océano ya nunca podrán ser algo extraño para los suyos. Por eso vuelvo hoy y por eso sentiré siempre el deseo y el deber de regre sar, mientras tenga fuerzas para hacerlo. Muchos de mis compatriotas piensan de una u otra forma que Marruecos es poco más que un estercolero desde donde llegan oleadas de desgraciados a mendigar las raspas de Europa. Para mí es el lugar donde vive mi familia y donde descansa mi abuelo para siempre. Supongo que en una situación parecida, muchos se plantearían trasladarle. En un cementerio de Madrid está enterrada mi abuela, con quien quizá habría preferido mi abuelo ser sepultado. Pero creeremos en el proverbio árabe y aceptaremos que aquí es donde debe estar y que somos nosotros los que debemos venir a verle. He tardado muchos años en hacerlo, por impedimentos que ahora se me antojan vergonzosos. Hoy estoy aquí y respiro este aire que fue el último suyo. Me acuerdo de cuando paseaba con él por los parques de Madrid. Él me enseñó a conocerlos, y me enseñó también los nombres de los pájaros y de los árboles. Ante su tumba, en la mañana azul de Rabat, dejo que las lágrimas escapen al fin y advierto que he completado uno de los pocos viajes cruciales de mi vida. Porque él ya no está y eso es triste, pero venir a verle y sentirme unido a este país y a este horizonte es una nueva cosa hermosa y afortunada que todavía ha podido darme.