5. La ciudadela
En 1497, hace ahora quinientos años justos, Pedro de Estopiñán, un hidalgo bragado, meritorio de los duques de Medina Sidonia, se llegó al amparo de la noche con una flotilla y unos cuatro mil hombres y se deslizó por sorpresa entre las ruinas de la vieja fortaleza de Melilla. Aquellos cuatro mil invasores (según algunos, sólo quinientos) reforzaron rápidamente con maderas las brechas de la fortificación y a la mañana siguiente, cuando los moros se dieron cuenta de la osadía, ya estaban lo bastante bien pertrechados como para repelerlos, lo que hubieron de hacer varias veces. Desde entonces, los defensores españoles de la ciudadela, que ha ido cambiando en aspecto y dimensiones a lo largo de los siglos, se las han arreglado para rechazar otros muchos asaltos, todos los que los moros de los alrededores, unas veces con el impulso del sultán de Fez y otras por su cuenta, han dado infructuosamente en intentar. Hubo una vez en que quizá pudieron conquistar la ciudad sin esfuerzo, cuando el ejército español de Melilla se hundió en 1921, pero entonces su caudillo Abd el-Krim y los propios rifeños tenían otras prioridades. Sea como fuere, de esos quinientos años ininterrumpidos de defender el botín del temerario Estopiñán nace el argumento de la rancia españolidad de Melilla, en el que se basa su estatuto y la alegada prevalencia de los derechos españoles sobre la plaza.
La ciudad ha sido durante la mayor parte de esa historia una ciudadela, es decir, una fortaleza presta a ser sitiada: durante varios siglos, en el sentido más estricto y físico de la palabra, y desde el establecimiento del Protectorado hasta aquí, al menos en un sentido moral. Hasta más allá de mediados del siglo Xix, o lo que es lo mismo, durante la mayor parte de su historia como posesión española, Melilla no era mucho más que lo que hoy se conoce como Melilla la Vieja, una pequeñísima ciudad fortificada sobre un peñón unido al continente por un áspero istmo. La utilidad principal de la plaza, aparte de constituir una base pesquera y comercial (al menos entre asedio y asedio), no era otra que la de servir de presidio, y en estos menesteres, que permitían alejar de la Península y neutralizar más que convenientemente a los descarriados, compartía el honor con lugares tales como el Peñón de Vélez de la Gomera, el de Alhucemas o la propia Ceuta, otra ciudad fortificada de características similares aunque algo más grande. Melilla venía a ser nuestra Isla del Diablo, y hasta tal punto debía resultar dura la vida de los penados que no pocos de ellos escapaban a tierra de moros, donde renegaban y se hacían circuncidar y vivían el resto de su vida con arreglo al Islam. Más de una vez viajeros y militares españoles, en el curso de sus expediciones o de las sucesivas campañas de conquista, se tropezaron con uno de estos presidiarios renegados, convertido en santón musulmán o incluso en jefe de poblado o de tribu.
A partir de las campañas de 1860 y 1909, y después con el Protectorado, los límites urbanos de Melilla se ensanchan notablemente, desde el perímetro ocupado por la antigua ciudadela hasta los doce kilómetros cuadrados actuales. En la década de 1910, su área de influencia se extiende rápidamente hasta Nador y Zeluán, consolidando el control sobre el macizo del Uixán, con la explotación de las minas de hierro y la construcción del ferrocarril. A partir de 1920 se produce la fulgurante incursión del general Silvestre en el centro del Rif, detenida bruscamente en Annual y reconstruida después penosa y sangrientamente, hasta la derrota de los rifeños en el corazón de su territorio tras el desembarco de Alhucemas de 1925. De 1927 en adelante apenas hay guerra, propiamente dicha, hasta la independencia de Marruecos en 1956, que sólo da lugar a alguna escaramuza. Desde ese año hasta acá la situación ha permanecido pacífica. Sin embargo, la idea de que Melilla está más o menos expuesta se ha venido sosteniendo a lo largo de todo el siglo; durante la guerra porque los moros se acercaron más de una vez a sus puertas, y después, tras la independencia, por las constantes reivindicaciones marroquíes, aunque pocas veces hayan sonado de veras decididas y convincentes.
Para la tarde hemos reservado un recorrido por la parte de Melilla que evoca los asedios y su tenaz resistencia a mezclarse con el África sobre la que se levanta y que desde siempre la acosa. Esa Melilla que ostenta una poblada galería de héroes militares, valerosos o simplemente insensatos, y que está edificada sobre copiosos derramamientos de sangre, esfuerzos sin cuento y las más diversas industrias defensivas; algunas tan particulares como el arte de las contraminas, túneles con los que se trataba de desbaratar la labor de los minadores marroquíes que buscaban con los suyos pasar bajo las murallas para volarlas y entrar en la ciudad. Quizá sea ésta una de las mejores imágenes simbólicas de esa actitud que constituye la esencia secular de Melilla y el empeño sobre el que se ha edificado su espíritu: sobre tierra y bajo tierra, no dejarles entrar.
En la Plaza de España, bastante solitaria bajo el solazo de las cinco de la tarde, se encuentra uno de los monumentos que mejor representan el espíritu de la vieja ciudadela. Está dedicado, significativamente, a los héroes y mártires de las campañas. Es una alta columna que se alza entre palmeras y que está rematada por la figura de una desagradable mujer desnuda. La mujer apoya la mano sobre su rodilla y al pie de la columna hay un soldado con capote y sombrero que sujeta con aire distraído un fusil. No sé qué pinta la mujer, ni cómo el escultor dio en representar a los héroes y mártires en la figura de ese soldado un poco negligente (aunque confieso que esta figura tiene un aire veraz que me gusta, y que misteriosamente abunda entre las esculturas españolas que representan militares del siglo pasado y comienzos de éste). Pero resulta elocuente que en el centro mismo de la ciudad, en lo mejor de su mejor plaza, sea precisamente esto lo que se conmemore, y que el recuerdo no se limite a los héroes, sino que se distinga y se recuerde, además de éstos, a los mártires. Se trata de una sutileza española, aunque por ahí los españoles no seamos tenidos normalmente por sutiles. Hubo muchos de nuestros muertos que no fueron técnicamente héroes; por ejemplo, los miles que salieron a la desbandada de la posición de Annual cuando los rifeños empezaron a batirlos desde lo alto y se perdió toda esperanza de resistir. No fueron héroes, por fugitivos y por derrotados, pero la mayoría de ellos murieron y con ello se hicieron acreedores a ser considerados al menos como mártires. Una gratitud tardía y escasa por parte de la nación que los envió a una campaña suicida, pero una gratitud al fin y al cabo. Un mártir es un muerto por algo, lo que al menos salva a todos aquellos muertos del absurdo, la vergüenza y el olvido.
De camino hacia Melilla la Vieja, nos tropezamos con otro hito conmemorativo: la calle de los Héroes de Alcántara. Éstos sí fueron héroes, en toda la anchura de la palabra. El regimiento de cazadores de caballería de Alcántara fue el único que mantuvo la compostura y siguió plantando cara ordenadamente al enemigo durante la trágica y caótica retirada de 1921. Su valor permitió a muchos llegar sanos y salvos hasta Monte Arruit, y aunque al final también este fuerte acabara cayendo, demostraron lo que uno de los militares españoles que mejor conoció a los moros, hasta el extremo de formar con ellos su célebre guardia de corps, dejara escrito acerca de su comportamiento en combate: la única manera de mantenerlos a raya era no darles la espalda nunca. Lo que el moro esperaba era la retirada o el descuido, para hostigar con ventaja.
El combate de frente, en cambio, lo rehuía siempre, o casi siempre. Aun siendo valeroso cuando hacía falta, en el ánimo del combatiente rifeño pesaba más la astucia, la necesidad de ahorrar todo lo que no tenía en abundancia, desde fuerzas y alimentos hasta munición. Es humillante para el ejército español reconocer que contra ese soldado ahorrativo y cerebral no encontró mejor arma (aun siendo una presunta potencia moderna) que los suicidas del Tercio, quienes aplicando hasta el extremo la teoría de su comandante Franco se arrojaban a pecho descubierto contra las balas e iban conquistando el terreno al precio de su sangre. Hubo banderas de la Legión que perdieron el setenta y cinco por ciento de los efectivos en un solo día, y casi todas sus unidades tenían que reorganizarse varias veces al año.