Confirmamos la reserva en el hotel, bastante céntrico, y seguimos avanzando hacia el oeste a través de la ciudad, o lo que es lo mismo, muy tortuosamente. El eje que forman el boulevard Mohammed V, el boulevard Pasteur y la rue de Belgique no es demasiado ancho y los coches lo colapsan con facilidad. Nos armamos de paciencia y aprovechamos para observar el paisaje tangerino. En este momento pasamos junto a la terraza del boulevard Pasteur, un lugar de reunión con una hermosa vista sobre la bahía. Un poco más allá está la place de Mohammed V, antigua de France, y en ella, discreto y casi insulso, avistamos el café de París, afamado centro de reunión de la antigua ciudad internacional. Decepciona su aspecto, lúgubre y pasado de moda.
Si hubiéramos podido venir a este café una tarde cualquiera de fines de los años sesenta, nos habríamos encontrado con un viejo rifeño tomando apaciblemente su té a la hierbabuena o su café en alguna mesa apartada. A cualquiera le habría costado reconocer en aquel parroquiano a Mohammed Azerkán, ex ministro de asuntos exteriores de la República del Rif, Pajarito para los españoles. Retirado en Tánger, apuraba sus últimos años sin que nadie supiera que era el mismo hombre que había osado rechazar el ultimátum de España y proclamar ante sus embajadores el orgullo rifeño. No resistió hasta la muerte, como prometiera en sus bellas misivas, pero si hay una palabra a la que se puede y se debe ser infiel, ésa es sin duda la que compromete la propia destrucción.
La rue de Belgique lleva hasta la place de Kuwait. Desde ella tomamos la avenue Sidi Mohammed ben Abdallah y después la rue de la Montagne. A partir de aquí el tráfico empieza a perder intensidad, y pronto se hacen empinadas las calles. Estamos subiendo a una de las colinas que forman el anfiteatro sobre la bahía. Cuando al fin la coronamos, tenemos por primera vez una imagen despejada de la ciudad. Tánger se nos aparece como una gran olla blanca, con sus casas apretadas las unas contra las otras. Sobresale la altura de la kasba, rodeada por sus murallas, y dentro de ella el minarete de la mezquita. En lo alto de las colinas localizamos bonitas villas, a las que cabe imaginar deliciosas vistas sobre la bahía y la ciudad. Manteniendo nuestra dirección llegamos a algunos de los barrios periféricos más pudientes. Aquí desaparece la mugre y el caos casi por completo. Las calles y las casas recuerdan a las de cualquier urbanización de la Costa del Sol. Como en cualquiera de esas urbanizaciones, se ve pasar a chicos y chicas en ciclomotores y hay coches de distintas nacionalidades aparcados frente a los chalés. A partir de ahora nos encontramos también con algunos hoteles de lujo, cuyos jardines de ensueño apenas se dejan ver desde la puerta siempre rigurosamente vigilada.
La ruta sube y baja, siguiendo los relieves de las colinas. Esta parte occidental y arrabalesca de Tánger resulta todo lo amena y escrupulosa que no es su zona céntrica. Sigue imperando una blancura uniforme, que a la luz de la tarde se atenúa blandamente. Y aunque las casas nos impiden ver el mar, se huele su cercanía. Así llegamos ante lo que podría parecer la entrada de otro hotel, si no fuera por los soldados armados de la puerta, que nos mueven más bien a suponer que es el palacio de alguien importante. Por estas colinas, en resumen, se extiende una Tánger rica y prohibida, reservada únicamente a los privilegiados, que mira displicente hacia el centro donde se amontona la chusma. Nunca me ha interesado mucho esta clase de ciudades, pese a su relumbre. Todas tien den a parecerse y a atraer cierto tipo de manifestaciones de la cursilería universal, con las que se dilapida la belleza natural sobre la que normalmente se organiza el tinglado.
Vislumbramos un bosque al fondo de la carretera. Más allá se pone el sol, al que venimos persiguiendo desde Melilla. Viéndole declinar, sentimos como si se nos escapara algo más que la luz. Se nos acaba Tánger, si esto sigue mereciendo el nombre, pero todavía nos quedan unos kilómetros hasta el cabo. Allí, precisamente allí, corresponde que terminemos nuestro viaje. Somos viajeros tradicionales y nuestra ruta debe morir en un finisterre. A éste de África le dicen Cabo Espartel.
6. En el cabo
Por una extraña casualidad, los tres cabos donde he tenido la más palpable sensación de fin del mundo son cabos noroccidentales. Al noroeste está el Cabo Finisterre, el último lugar de España y el primero a donde llega el viento del Atlántico. He aspirado ese aire intacto sobre sus castigadas rocas, donde hasta en los días más sosegados golpea un mar roto de espumas. En el último noroeste se encuentra también Cape Wrath, el Cabo de la Ira, donde los páramos de las Highlands escocesas se asoman temerosos a un acantilado que cae a pico sobre un mar ancho y salvaje. También he ido allí y en un prado próximo a su faro he disfrutado la limpia soledad del paraje extremo. Y ahora toca este Cabo Espartel, punta noroccidental de Marruecos y de África, viejo finisterre fenicio y remate insustituible de nuestro viaje marroquí.
Desde los últimos barrios de Tánger, la carretera hacia el cabo recorre un paraje de colinas boscosas. Vemos a bastantes familias de picnic entre los árboles, o en los promontorios desde los que se contempla la ciudad en lontananza. Hay tráfico de excursionistas que regresan, aunque ya son menos los que nos acompañan en dirección al cabo. Por aquí se halla también el Mirador de Perdicaris, llamado así en homenaje al falso estadounidense secuestrado por el Raisuni. Ignoramos si haberle dado su nombre al mirador tiene algún fundamento concreto en la peripecia de aquel sujeto o si se trataba sólo de buscar algo que sonara para los turistas.
Al fin la carretera tuerce hacia el cabo propiamente dicho, siempre sin salir del bosque. Tras un recodo, aparece la torre amarilla del faro, de planta cuadrada y un vago aire morisco, mezcla de minarete y torreón defensivo, que le confiere cierta singularidad. Fueron los extranjeros, tras el acuerdo alcanzado en 1865 entre el sultán y el cuerpo diplomático acreditado en Tánger, quienes levantaron este faro sobre el Cabo Espartel. Sólo la torre sobresale en medio de la densa vegetación. El resto del edificio queda semioculto por una línea de palmeras. En su conjunto, la imagen, lánguidamente colonial, es digna del extremo africano, como lo es del español el macizo faro de Finisterre o corresponde al escocés el modesto faro blanco de Cape Wrath. Los cabos del fin del mundo no estarían completos sin su faro, que es a la vez su atalaya, su antorcha y su insignia.
El paisaje del cabo, por lo demás, no es muy impresionante. Al final de la carretera hay un aparcamiento y alrededor de él algunos puestos de recuerdos y baratijas. Desde aquí, los árboles impiden obtener una buena perspectiva del contorno oceánico. En los espacios que quedan abiertos a nuestra vista, se extiende esta tarde un mar de color gris azulado, con matices violetas. Hemos llegado a tiempo de ver ponerse el sol, cuyos rayos iluminan en un último esfuerzo la pared occidental del faro y levantan de la superficie del agua un destello melancólico. El Atlántico está hoy tan quieto que ni siquiera se le ve golpear los peñascos que emergen del agua en las inmediaciones del cabo. Al norte se adivina la costa española, y al oeste, donde el día muere por momentos, la inmensa distancia del océano inacabable. No sin esfuerzo conse guimos encontrar un sitio desde el que poder mirar también hacia el sur. Lo que desde él se nos ofrece es la larga línea de las playas que se extienden hasta Arcila, sesenta kilómetros de arena dorada que constituyen una de las principales atracciones turísticas de Tánger. La franja amarilla se prolonga hasta más allá de donde llega la vista.
Dejamos que nos anochezca en el Cabo Espartel. En la ciudad ya no hay ninguna atracción turística abierta y todo lo que podremos hacer es pasear por sus calles, para lo que tenemos todavía unas horas. No vamos a visitar ninguno de los muchos museos de Tánger, ni podremos tampoco conocer la propia ciudad con demasiada profundidad. Pero no importa, porque en nuestro viaje Tánger sólo es esto, el final, este híbrido irrepetible de Europa y África desde el que daremos el salto de regreso. Aquí se nos deshace entre los dedos Marruecos; aquí empezamos a sentir ya la nostalgia. Tánger, en su lenta ruina, es una ciudad apropiada para este tipo de sensaciones, y también es lugar a propósito este cabo que se alza silencioso y solitario sobre el océano.