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Después vamos a cenar, a un sitio que no tiene nada de especial y cuyas condiciones y precios están directamente pensados para los visitantes. No es mucho más barato que un chiringuito de la Costa del Sol en temporada alta, por ejemplo, y la comida es mucho menos sabrosa que la que probamos en Xauen o en el mismo Bab-Berred. La digerimos dando un largo paseo por las despejadas avenidas de la ciudad nueva, observando la fauna que pulula por ellas o vegeta en sus terrazas. Hay grupos de marroquíes bien vestidos, con sus elegantes gandoras blancas, otros de gentes más torvas y preocupantes, y entre ellos los alelados rebaños de turistas que van en busca de diversión. Para ellos han hecho una buena cantidad de discotecas y antros nocturnos, en los que sólo por un momento sentimos la curiosidad de entrar. No puedo acostumbrarme a esa actitud engreída y suficiente que adoptan nuestros compatriotas, identificables por su solo aspecto y (si eso no fuera bastante) por lo alto que van diciendo lo que les gusta o les fastidia. Es como si pensaran que Marruecos es un lugar muy típico, sí, pero que no termina de estar bien puesto. Uno espera que en cualquier momento alguno comente que le gustó más Port Aventura porque los retretes estaban más limpios.

En las terrazas se sientan mezclados los marrakchíes y los extranjeros, y la convivencia tiene sus altibajos. Oímos a una española quejarse a su ceñudo novio de la atención que tres marroquíes sentados a su lado le dedican, realmente indisimulada. Quizá si hubiera probado a no ponerse una minifalda tamaño servilleta y una camiseta tan ajustada, y a llevar por si acaso sostén, no tendría tantos problemas. Siempre conviene saber adaptarse un poco a las circunstancias. Algo más allá hay una silenciosa pareja. Él es un nórdico flaco y atildado, de transparentes ojos azules y unos cuarenta años de edad. El otro él es un muchacho marroquí, lampiño y de profunda mirada oscura. No cambian palabra, sólo contemplan la noche que les contempla a ellos. Distinguimos a otras parejas por el estilo, y algo más peliagudo, marroquíes que nos miran con interés a nosotros. Uno duda hasta qué punto será la afición y hasta qué otro la perspectiva de algunas divisas.

Alargamos mucho el paseo, tanto que nos deja agotados después del día que llevamos a las espaldas. Al final, hasta la noche se vuelve un poco fría. A partir de cierto momento nos vemos recorriendo calles desiertas, entre chalés silenciosos tras los que se adivina una acomodada vida al estilo occidental. En uno de ellos hay una fiesta, a la que llegan muchachos engominados y chicas rubias con vestiditos. En el interior se oye música mecanizada, como la que podría sonar en cualquier discoteca de Europa. Debe de dar mucha sensación montarse un party así en una de estas noches de Marrakech.

Al regresar al hotel, enfilamos directamente hacia nuestras habitaciones. Ni siquiera vemos la televisión. Sólo mi tío se entretiene a hacer algo, que me explica casi como si pidiera excusas, poniéndome en un apuro.

– Tengo que rezar mis oraciones.

Me quito rápidamente de la circulación, para que mi tío rece tranquilo. Con los musulmanes sucede lo que al menos a mí me ha sucedido con pocos cristianos. Cuando hablan de rezar se refieren a un acto a la vez solemne y de púdica intimidad. Aunque se reúnan a miles en la mezquita, cada uno está solo con Alá, tanto como lo puedan estar los que rezan sobre una estera al borde de la carretera. Es una religión con conciencia del deber y de la discreción. Se practica o no se practica, se interpretan flexible o rígidamente los preceptos, pero nadie la defrauda ni la ostenta.

Cuando al fin estoy instalado en mi cama enorme, arropado porque a ello obliga la potente climatización, poco más puede suceder. Me quedo dormido en el acto. Apenas pasa por mi cerebro, antes de la desconexión, una imagen fugaz del anochecer en Xemaa-elFna, con sus sonidos y sus olores. Es una lástima, por cierto, que las palabras sirvan tan poco para describir el olor.

Jornada Octava. Marrakech-Casablanca-Rabat

El desayuno en el hotel Imperial Borj tiene de todo; cruasanes crujientes, bollitos de crema, cereales, fruta, yogures, zumo de naranja y también ese café anodino que hacen en todos los hoteles. Era mucho más consistente el que llevaba impregnada toda la porquería de la máquina exprés del sitio donde desayunamos en Alhucemas. A veces al café le hace falta un poco de roña y de mugre para merecer ser bebido.

Con todo, no puede negarse que tomar un desayuno reparador e higiénico tiene siempre sus aspectos deseables. Para redondear el asunto, en la mesa de enfrente hay dos jóvenes actores españoles, recién llegados a la fama. Ella tiene probablemente los mejores ojos que hoy puede enfrentar una cáma ra en España. Comida abundante y compañía glamourosa. Qué más se puede pedir a la vida, en una perezosa mañana de agosto.

Perezosos y todo, liquidamos sin pérdida de tiempo nuestras habitaciones, y nos dirigimos con los ánimos renovados hacia la ciudad vieja para darnos una vuelta por alguno de los muchos lugares que no pudimos visitar ayer. En Marrakech el verdadero problema es elegir, y más si se pasa en ella poco más de un día, como va a ser nuestro caso. Nos hemos dejado aconsejar por nuestras guías y hemos seleccionado un itinerario que mi tío considera realizable en el tiempo de que disponemos.

Nuestra primera etapa nos lleva a la kasba, y en particular al punto donde limita con el recinto del palacio real y con la mellah (los judíos, como siempre, prudentemente pegados al sultán). En su paso por Marrakech, Domingo Badía constató que la condición de los hijos de Israel era tan menesterosa como en Fez o Meknés, ya que se les obligaba a ir descalzos por la ciudad y se les encerraba con llave por la noche. Además, dejó una descripción de las hebreas de Marrakech que no tiene desperdicio:

Las mujeres de esta religión van por las calles con la cara descubierta, las he visto muy hermosas y aun de belleza deslumbrante; por lo común son rubias. Sus rostros, teñidos de rosa y jazmín, embelesarían a los europeos. Nada es comparable a la delicadeza de sus rasgos, expresión de su rostro, hermosura de sus ojos y demás encantos y gracias repartidas en toda su persona, y no obstante aquellos modelos de perfección, que ofrecen la reunión del bello ideal de los escultores griegos, aquellas mujeres son objeto del más vil menosprecio; andan también descalzas y se ven obligadas a postrarse a los pies ricamente adornados de negras horribles que disfrutan del amor brutal o de la confianza de sus amos musulmanes.

Llega a resultar mosqueante este arrobo de los viajeros españoles ante las muchachas judías, sin duda inducido por una afinidad racial o quizá más bien racista (las hebreas eran más blancas que las musulmanas, y no digamos ya si éstas eran negras, como registra horrorizado Badía). Pero viendo el hechizo que podían ejercer, casi llega a lamentarse que hoy en la mellah de Marrakech no se adviertan diferencias sustanciales con el resto de la ciudad. Sus habitantes no van descalzos, ni (al menos nosotros) nos cruzamos con ninguna de esas turbadoras hadas rubias y humilladas.

Entre la kasba, la mellah y el palacio real se encuentran las ruinas (no pueden ser llamadas de otra forma) del palacio Badi. Tras recorrer unos pasajes entre muros altísimos, se llega a una puerta donde se adquiere el correspondiente billete. Provisto de él se puede entrar en el recinto de lo que antaño fue una residencia de ensueño. Hoy quedan unos jardines que no son ni la sombra de lo que debieron de ser los originales, unos estanques que ya no reflejan el paraíso y en torno de unos y otros unos muros a los que su grosor y fabulosa consistencia salvaron de rodar por tierra, pero no de las mellas que los hieren por todas partes. En el colmo de la ignominia, sobre las mordeduras asientan sus nidos una aglomeración de indiferentes cigüeñas. Cuentan que Ahmed al-Mansur, el vencedor de Alcazarquivir, conquistador de Tombuctú y rico gracias al tráfico de azúcar y esclavos, se dirigió una tarde a su bufón y admirando el espectáculo del palacio de mármol que se había hecho construir, le solicitó un juicio que estuviera a la altura de tanta maravilla. Y cuentan que el bufón respondió: "Hará unas magníficas ruinas". Como todas las historias que se cuentan en Marruecos, ésta puede ser verdadera o falsa y tampoco importa mucho.

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