Литмир - Электронная Библиотека
A
A

7. Alhucemas

Al fin la carretera se separa del Nekor y enfila hacia Axdir. Por toda esta zona, bastante llana, abundan las explotaciones agrarias de aspecto boyante. Se percibe la proximidad del mar y hay bastante tráfico. Rebasamos el desvío del aeropuerto, llamado sugestivamente "Cáfe du Rif". Alhucemas está cerca. Al fondo se divisa ya la bahía, y en ella el Peñón, esa delirante posesión española. Hemos decidido que mañana nos acercaremos por allí con más tiempo y menos cansancio. Ahora estamos tan agotados, después de toda la jornada trotando por las carreteras del Rif, que sólo queremos llegar al hotel cuanto antes. Por eso cruzamos Axdir sin detenernos. El pueblo, que se ha desarrollado mucho, no parece tener gran atractivo, salvo la parte que da hacia la costa, que también reservamos para mañana.

Pasado Axdir, la carretera se encarama al acantilado donde los españoles, después de tomar el reducto de Abd el-Krim, levantaron la ciudad que llamaron Villa Sanjurjo (en honor a uno de los militares que dirigieron el famoso desembarco). Hoy los marroquíes la llaman Al-Hoceima, nombre que nosotros hispanizaremos como Alhucemas. La ciudad se asienta sobre un relieve irregular, asomándose al filo mismo del acantilado. Es bastante grande, tiene la categoría de capital de provincia y esta tarde hay en ella muchísimo movimiento. De hecho, es la primera ciudad del Rif en la que nos vemos envueltos en un atasco en toda regla. A la entrada está el consabido letrero de bienvenida a los emigrantes, y por las matrículas advertimos en seguida que ellos son los responsables de esta actividad excepcional. La ciudad tiene el aire de un lugar de vacaciones, con todas las cafeterías abiertas y mucha gente que pasea relajada por las calles. Además de los emigrantes, Alhucemas es un destino apreciado para el turismo interior marroquí.

Buscamos el hotel que tenemos reservado. Nos han asegurado que es el mejor de Alhucemas, pero su aspecto, una vez que conseguimos superar el atasco y llegar hasta él, no resulta prometedor de lujos asiáticos. Hamdani se ofrece a comprobar cómo son las habitaciones. Se nos hace un poco violento cuestionarlas, pero él dice que lo normal es que se pueda ver si el hotel merece la pena y si no buscar otra cosa. Va a hacer su exploración y vuelve al cabo de un rato con la impresión de que el hotel es demasiado caro para lo que ofrece. Propone que busquemos otro. Por un lado estamos cansados y lo único que nos apetece es entrar en este hotel, sea como sea (no somos delicados y el precio es más que asequible para el bolsillo español). Por otro tenemos curiosidad por lo que nos pueda conseguir nuestro conductor. Tras deliberar, le autorizamos a buscar otro hotel.

Lo que sigue es una peregrinación interminable, durante la que descartamos otros tres alojamientos, y que concluye al fin en un hotel que está enfrente del primero. Hamdani dice haberse asegurado de que las habitaciones son decentes y están limpias. Y no es nada caro. De hecho, cuando nos dice el precio nos parece ridículo. Propre, et pas cher, insiste Hamdani. Nos dejamos guiar por su criterio. Éste será el ritual en cada uno de los sitios a los que lleguemos con Hamdani. Siempre descartaremos el hotel caro que traíamos reservado y él nos buscará otro, propre y pascher. Conseguiremos dormir por menos de mil pesetas, en lugares muy modestos, pero efectivamente limpios. Terminaremos por maliciarnos que Hamdani llega con el encargado del hotel a algún tipo de arreglo que le permite a él pasar la noche gratis. No nos importa. Si podemos echarle esa mano, está bien que lo hagamos, y de paso nos alojamos en lugares bastante más estimulantes que los hoteles para turistas. Éste de Alhucemas, por ejemplo, es poco más que una fonda, y el hombre que lo regenta un tipo muy delgado de unos cincuenta años y aspecto sospechoso. Nuestras habitaciones están en un pasillo largo y oscuro. Al principio del pasillo hay un cuarto con una televisión en blanco y negro, y desparramadas en el sofá un par de mujeres en bata. Las habitaciones son grandes, están horrorosamente decoradas y tienen un baño pequeño en el que el suelo hace a la vez de plato de ducha. Dejamos los equipajes y nos refrescamos someramente. Le hemos pedido a Hamdani que no guarde aún el coche, para dar una vuelta por la ciudad antes de que se vaya la luz. Devolvemos las llaves al encargado, que nos pide que le dejemos los pasaportes. Consulto a Hamdani con la mirada. No me gustaría quedarme sin mi pasaporte de la Unión Europea en mitad de Alhucemas. No tengo tanto espíritu de aventura. Hamdani menea la cabeza.

– Ningún problema. Como si lo llevara usted.

Confiamos, pues, en el taciturno gerente, y le pedimos a Hamdani que nos acerque a la playa. Salimos de la calle principal y bordeando una gran plaza peatonal nos dirigimos hacia el mar, o hacia donde debe de estar el mar, porque desde Alhucemas el mar sólo se ve cuando se llega al borde del acantilado. No resulta fácil alcanzar este punto, y mucho menos abrirse paso en la carretera serpenteante que baja hasta la playa. Está llena de coches con matrículas europeas y de paseantes que invaden la calzada con parsimonia. Son casi to dos muy jóvenes y una buena parte, tanto ellos como ellas, van vestidos con ropa occidental, pantalones e incluso shorts. Pero algunos de ellos visten gandoras de color marfil resplandeciente y bastantes de ellas elegantes chilabas de colores vivos. Por el aire con que las llevan, es como si vistieran de fiesta. Entre estos chicos europeizados, como en general en el ambiente de la juventud urbana marroquí, la ropa tradicional se reserva para casa y para momentos especiales.

En la playa, una vez que conseguimos llegar hasta ella, hay un poco menos de bullicio, pero todo es estrecho, en el poco espacio que hay entre el acantilado y el agua, y el único sitio de que disponemos para aparcar lo vigila un hombre que en seguida pide su estipendio. Hamdani le dice que no nos vamos a separar del coche. Aun así el otro insiste. Nuestro conductor se enfada y trata de sacudírselo de encima, haciendo gestos indicativos de que el vigilante intenta estafarnos. El otro, un sujeto desgarbado y parlanchín, porfía. Por poder mirar la playa tranquilos acabamos claudicando. A estos vigilantes se les da un par de dirhams, cinco a lo sumo. A cambio de eso se tiene custodia asegurada, algo que parece necesario en cualquier ciudad de Marruecos, porque los vigilantes tienen licencia municipal y nadie deja de pagarles. Aunque se haya peleado con éste de Alhucemas, en ninguna ocasión en que nos alejemos del coche discutirá Hamdani la obligación de remunerar al individuo que acudirá invariablemente a exigir sus monedas.

El mar está como un plato y el horizonte algo brumoso en este atardecer de Alhucemas. Quedan pocos bañistas en el agua, que da la impresión de estar templada, casi caldosa. A esta playa los españoles la llamaban Cala Quemada, pero en los letreros que hoy conducen hasta aquí se la denomina, con un misterioso cambio de género, Plage Quemado. No es demasiado grande, y está casi toda ella ocupada por un club y unos bloques bajos de apartamentos. Desde ellos, a juzgar por la placidez del ocaso, debe de poder disfrutarse de unos bellos amaneceres. La gente que viene a pasear por aquí busca la sensación de abandono y paz que producen las quietas aguas de la bahía, que también proporcionan el primer frescor de la jornada. Es probable que nadie se acuerde mucho ya de los fundadores españoles de la ciudad, y menos aún de quienes desembarcaron en esta misma playa un lejano día de septiembre de 1925.

Es difícil, en mitad de esta tarde indolente y voluptuosa, representarse aquel infierno. Cuentan que Cala Quemada hubo de tomarse cueva a cueva, por la feroz resistencia de los hombres de Abd el-Krim. En la cumbre de Morro Viejo, el farallón que ahora tenemos enfrente, quedó aislada una partida de rifeños que sabiéndose cercados resistieron hasta morir, bajo el fuego de artillería y las bombas de mano de los españoles. El general Goded, jefe de la columna atacante, refiere que en una de las cuevas que ahora vemos ante nosotros encontró a un caíd (oficial) muerto, con su fusil y su Corán al lado. La escena le conmovió tanto que se guardó el Corán del caíd de recuerdo.

32
{"b":"100305","o":1}