En La ruta, Arturo Barea narra cómo se construían aquellos fortines de madera, reforzados con sacos terreros. Las tropas de choque conquistaban la cota, y una vez que la consolidaban mínimamente llegaban los ingenieros con los sacos y con los listones de pino numerados, que ensamblaban como si de un rompecabezas se tratara bajo el fuego enemigo. Había que acabarlo antes de que cayera la noche, como fuera. Cuando terminaban el reducto lo cubrían con una chapa acanalada, momento siempre esperado por los rifeños, que sabían que en el momento de colocar la chapa algún soldado de ingenieros ofrecía blanco. Después los ingenieros y el grueso de la fuerza se retiraban. Allí dentro, en un habitáculo angosto, quedaban veinte o treinta hombres, cercados desde el primer instante, tumbados ante las aspilleras y preparados a ver pasar el tiempo. En algunos blocaos los relevaban cada tres o cuatro días. En otros cada mes. Pero hubo mucha gente que se tiró en un blocao tres meses seguidos, y al comienzo de la novela de José Díaz-Fernández titulada precisamente El blocao leemos que sus protagonistas, que ya llevan cinco meses esperando el relevo, reemplazaron a unos salvajes barbudos que habían pasado año y medio en el fortín. Parece una exageración, pero Díaz-Fernández era veterano de la guerra de Marruecos y su novela no es por lo demás una narración fantástica. Los rifeños que estaban afuera iban y venían, se reemplazaban, descansaban, y siempre frescos acechaban un descuido de los sitiados. A veces, sobre todo si conseguían cortarles los suministros, no tenían más que esperar a que se volvieran locos de sed y salieran para aniquilarlos. Era la misma técnica que ya habían probado con éxito los beduinos de T. E. Lawrence con los blocaos turcos que defendían la ruta de kaba. En el blocao había dos objetos más importantes que todos los demás: el reloj que estaba colgado en la pared principal y servía para saber cuánto faltaba para el relevo, o para el convoy que traía el correo y las provisiones; y una lata de petróleo donde los hombres hacían sus necesidades. Cuando la lata se llenaba había que salir a vaciarla, operación que daba una deseada oportunidad a los rifeños. Si el que la sacaba caía y la lata se quedaba fuera, el siguiente que sintiera la necesidad tenía que salir a recogerla. Y la lata siempre estaba bien vigilada por los tiradores que les rodeaban.
Pero lo cierto es que aquellos desdichados, con medios precarios y en condiciones infrahumanas, acabaron ganando aquella guerra. ¿Cómo sucedió el milagro? Después de los desastres, las tácticas mejoraron, y algunos jefes parecieron aprender algunas lecciones. También mejoró algo el armamento, y además ocurrió que Francia, que había asistido desde una neutralidad estupefacta al hundimiento español en Melilla, sintió también la amenaza de la República del Rif y se sumó a la tarea. Pero lo que acabó decidiendo fue la pasta de la que estaban hechos aquellos hombres, que habían sido enviados con todas las desventajas a una guerra injusta y absurda. Pronto se vio que los españoles también eran capaces de sufrir los asedios, la sed, las enfermedades. Los británicos y franceses que conocieron las condiciones en que se batían los soldados españoles se admiraban de que pudieran aguantarlas. Algún extranjero que combatió en el Tercio se quejaba de que reinaba el desorden y faltaba constancia, porque los españoles lo mismo podían estar luchando veinticuatro horas seguidas que pasarse las siguientes veinticuatro durmiendo, sin preocuparse de asegurar lo que habían ganado. Pero como diría el general Despujol, por encima de todo llamaba la atención lo obedientes, pacientes, disciplinados y honrados que resultaban aquellos campesinos arrancados de sus familias para combatir en el Rif. Con un poco de instrucción, y un poco de orden y claridad en las cabezas de sus jefes, bastaba para que pudieran plantarles cara a los diablos rifeños.
Afirma Gonzalo de Reparaz, cuyas curiosas tesis geopolíticas ya casi nadie recuerda, que Africa, "el Africa Mediterránea, o mejor bereber, empieza en el Pirineo, verdad científica que agravia a la necedad triunfante en la escuela de la desorientada nación hispana". Según él, esa Africa se extiende hasta el Atlas y muere en el Sáhara, en el punto justo donde empieza la tierra de la sed. Invoca en justificación de su tesis la para él inequívoca raíz bereber de muchos toponímicos peninsulares: Uarga (hay un río Uarga o Uerga al sur del Rif), Arán, Andorra, incluso Ebro e Iberia (de i-ber). Afirma que nada debe avergonzarnos de esa herencia, teniendo en cuenta que el océano al que se asoma la civilización occidental es el Atlántico (que viene también del bereber Atlas). Y añade que la naturaleza bereber de la Península Ibérica no fue alterada por los romanos, ni por los godos, ni por los conquistadores "europeizantes" posteriores que protagonizaron lo que se dio en llamar Reconquista. Según él, esta última marea norteña supuso para la Península "un proceso de degeneración, sin capacidad de crear una clase directora apta para aprovechar el escenario magnífico de su actuación histórica". Ese escenario sería el de la gran nación bereber hispanomauritana, de los Pirineos al Atlas, con el Estrecho de Gibraltar como centro y Córdoba como la capital ideal. Sostiene Reparaz que si Pirineo y Atlas, reconociendo su centro gibraltareño, hubieran acertado a permanecer unidos formando "la nación natural", habrían dominado "la principal arteria del Globo, especie de Calle Mayor terráquea". Cómo esa nación no pudo finalmente consolidarse es para Reparaz la no escrita historia de una gran tragedia. Pero no sin cierto sentido del humor, a la hora de buscar las causas del infortunio les echa las culpas a dos animales: el camello, venido de Arabia, que hizo que los nómadas triunfaran sobre los bereberes sedentarios, restándoles posibilidades de consolidarse como nación; y el cardenal Cisneros, que expulsando a los moriscos y tomando Orán obligó a la Berbería a aliarse con los turcos y a ponerse para siempre enfrente de sus hermanos españoles.
Ironías aparte, es posible que las teorías nacionalistas de Reparaz estén hoy un poco pasadas de moda. Sin embargo, siempre he pensado que en la guerra de Marruecos se enfrentaron gentes que se parecían en muchas cosas. No sólo porque España pueda ser bereber o porque los rifeños puedan proceder de la Península Ibérica (de donde sin duda, por cierto, venían muchos de los habitantes de la zona de Tetuán y Xauen, descendientes de los moriscos expulsados). Les unía, además, la dureza de sus vidas: a nadie se le oculta que no era mucho mejor la que llevaban en aquella época las gentes del campo castellano, extremeño o andaluz. Y como los rifeños, los españoles eran orgullosos e indisciplinados, pero sabían soportar la adversidad y contra ella eran capaces de un sacrificio ingente. Puede que aquella guerra fuera tan terrible y larga precisamente por eso. Porque cruzamos el Estrecho y en aquellos montes como los de Almería, en aquellos llanos como los de Ciudad Real y sobre aquellos matorrales que huelen como los de Málaga nos enfrentamos a nosotros mismos. No les pasó a los franceses, no podía haberles pasado a los británicos ni a los alemanes. Era un cáliz que nos estaba reservado.