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Aparece ante nosotros Tetuán, otra ciudad blanca encaramada a la montaña. Tetuán, o Aita Tettauen ("los ojos del manantial"), también parece en lontananza una ciudad andaluza, y casi desde su misma fundación, allá por el siglo Xiv, ha conocido y sufrido la presencia española. Al final de ese siglo fue arrasada por Enrique Iii de Castilla, pero cien años después fueron otros españoles, los moriscos expulsados de Granada, quienes la reconstruyeron y la hicieron florecer. Los cristianos la hostigaron durante siglos, a causa de sus actividades corsarias, iniciadas en el siglo Xvi por la princesa descendiente de moriscos Sida al Horra, también llamada la Noble Dama y la Princesa de Xauen. Al Horra, a la sazón gobernadora de Tetuán, se alió con el fa moso corsario otomano Barbarroja, y juntos sacaron pingües beneficios a costa de las flotas portuguesa y española. Los españoles volvieron a entrar en Tetuán en 1860, cuando O'Donnell decidió matar la mosca de un incidente fronterizo sin importancia con el cañonazo de una invasión. La justificación y la gloria de aquella guerra, sobradamente hinchadas por los partidarios del general en reivindicación del orgullo nacional, la herencia de Isabel la Católica y otras majaderías, fueron ridiculizadas con ingenio por Galdós en su episodio nacional Aita Tettauen. En la novela de Galdós, uno de aquellos vocingleros belicistas, metido a cronista de la campaña, cae víctima del pánico del combate, mientras un estrafalario personaje, disfrazado de moro, penetra el primero en la ciudad y enamora a una hebrea, en una suerte de "haz el amor y no la guerra". La ocupación se mantuvo durante dos años, y tras ellos los españoles se fueron por donde habían venido; no volverían hasta 1913, cuando instalaron en Tetuán la capital de su parte del Protectorado y la sede del jalifa. También fue en Tetuán, a mediados de los cincuenta, donde se organizaron los mayores disturbios en favor de la independencia, agitados entre otros por Abd el-Jaleq Torres, uno de los conspiradores que organizaron la liberación del viejo Abd el-Krim en Port-Said.

Frente a Tetuán se alzan majestuosas las montañas del macizo de Gorgues. Aun en verano, con los campos cercanos agostados y amarillos, los cañones y valles que se abren en el macizo ofrecen un espectáculo digno de contemplarse. La ciudad entera, colgada sobre otra montaña, parece estar asomada para verlo. Nos detenemos a la entrada, desde donde se domina el doble panorama. A un lado, Tetuán, extendida sobre la ladera; al otro, las montañas donde empieza el territorio agreste del Gómara. La primera vez que vi esas montañas fue en un libro de historia. Era una fotografía de 1924, y en ella se veía a una batería española situada en Tetuán disparando hacia las cumbres. Desde allí vinieron siempre las amenazas a Tetuán, y por los ásperos desfiladeros tuvieron que meterse muchas veces los españoles.

En una de esas incursiones le tocó ir a mi abuelo con su compañía de ametralladoras. Fue en noviembre de 1925, durante la proclamación del jalifa. Los españoles organizaron la fiesta como colofón de su victoria de Alhucemas, pero temían que alguna acción enemiga pudiera empañarla. Así que mientras el jalifa, el virrey de opereta al servicio de la potencia colonial, era agasajado en su palacio de Tetuán, mi abuelo y otros muchos pringaban por las veredas del Gómara. Todo a beneficio de los fastos, aunque es verdad que por primera vez en mucho tiempo aquellos soldados se sentían victoriosos. El ejército, como cualquier grupo, estimula la solidaridad, y sentir como propio lo de todos ayuda a sobrellevar las penalidades. En cualquier caso, los moros no atacaron, y mi abuelo y los demás pudieron regresar a sus acuartelamientos sin contratiempos.

El Tetuán que vive en mi mente es el ya ido de los libros, con su medina intrincada y salpicada de plazoletas, sus cafetines llenos de legionarios y sus burdeles de primera clase para oficiales y de cualquier clase para los soldados. Así es como lo describe Arturo Barea. También es el Tetuán de la música que todavía aquí se conserva, y que trajeron consigo los andaluces (hebreos y musulmanes) a quienes los Reyes Católicos expulsaron.

A partir de ahora es, además, la ciudad acostada en la montaña. No quisiéramos que se quedara ahí, pero mi tío nos hace ver que andamos algo apretados para llegar de día a Tánger. No hemos salido temprano de Rabat y ya son las tres. Debatimos si entramos en Tetuán a comer, lo que casi nos aboca a llegar tarde a Tánger, o si seguimos adelante y paramos a comer sobre la marcha en algún lugar a medio camino entre Tetuán y Ceuta. Con todo el dolor de nuestro corazón, resolvemos volver al coche y continuar. A veces ocurre eso, en un viaje; a veces un sitio te lo tienes que saltar y de ese modo sigue viviendo en tu imaginación. A Tetuán le hacemos una promesa, que nos une a él más que haberlo visto por dentro. La próxima vez que vengamos a Marruecos le reservaremos el tiempo que necesite y nos tomaremos sin prisa un té en alguna de sus plazas.

3. Tetuán-Fnideq

Dejamos atrás Tetuán y por una carretera bastante transitada (sobre todo por emigrantes que vienen en sentido contrario) recorremos los pocos kilómetros que nos separan del mar. Salimos al Mediterráneo pasado Cabo Negro, a la altura de Mdiq. El sitio tiene su encanto, con la masa alta y oscura del cabo cerrando a un lado el horizonte. Vemos una terraza en la que sirven comidas y donde mi tío nos propone sentarnos a tomar un almuerzo rápido. El camarero, que nos atiende desde el principio en español, propone pescaíto. Nos hallamos en una zona turística, por cuyo aspecto bien podríamos estar en cualquier playa de Málaga o Granada; según podemos comprobar, el restaurante y la comida están en consonancia con esa impresión.

Desde Mdiq seguimos por la costa hasta Restinga. El mar, a la derecha de nuestra marcha, es un plato de color azul turquesa. Las olas apenas levantan tres dedos del agua. Esta parte del Mediterráneo está totalmente abrigada, salvo que el Levante sople fuerte, y no es ése hoy por cierto el caso. En las playas hay algunos bañistas que chapotean en el mar como si fuera un estanque, bajo la tarde radiante y perezosa.

Sobre la arena se divisan multitud de barcas, en las que reconocemos las que normalmente solemos ver en los telediarios, encalladas en las costas de Cádiz. Son las ya celebérrimas pateras, donde los marroquíes se suben por decenas rumbo al paraíso, aunque a veces vayan a parar al fondo del mar o a los Nissan de la Guardia Civil. La misma España que vino aquí a civilizarlos, ahora no quiere saber nada de ellos. La civilización es mercancía perecedera, y en todo caso se reparte sólo cuando toca y a domicilio. Ya han quedado atrás los fraternales lazos hispanomagrebíes y todas esas pamplinas. Ahora somos policía fronteriza de Europa y nos pagan por no dejar pasar el pescado entre las redes. Y ellos, los hijos del Magreb, sueñan solamente atinar a ser como su proverbio dice: Metlah er-rih fi esh-shebca. Como el viento en la red.

Paralela a la ruta se ve a trechos una vía férrea abandonada. Es la vía del ferrocarril Tetuán-Ceuta, antaño una vía estratégica del antiguo Protectorado y en consecuencia objetivo constante de los cabileños. En Tetuán sabían si el tren había pasado o no en función de si encontraban o no pescado en los mercados. Pero desde Ceuta venía no sólo la cosecha del mar, sino muchas otras cosas que en Tetuán se necesitaban imperiosamente. Por eso los trenes tuvieron que acabar armándose con ametralladoras.

Entre finales de 1924 y principios de 1925, cuando peor estaban las cosas para el tren Ceuta-Tetuán, le tocó a mi abuelo, con sus cuotas del regimiento Borbón 17, hacer la escolta y manejar aquellas ametralladoras. Cuotas se les llamaba a los soldados que pagaban por librarse de África. Y así habría debido suceder a los que iban al regimiento Borbón, que estaba acuartelado en Málaga. Pero tan pronto como destinaron a ese regimiento a mi abuelo, después de haberse pasado cuatro años en Marruecos, embarcaron al Borbón 17 en un vapor y lo mandaron a la zona de Ceuta, donde la situación era delicada. De todos (no sólo soldados, sino también oficiales y suboficiales), el único veterano de África era mi abuelo, que se convirtió en algo así como un protector de los novatos. Durante sus primeros cuatro meses en Marruecos, los cuotas tuvieron que dar el callo en el tren y se hartaron de oír silbar tiros sobre sus cabezas. Decía mi abuelo que se portaron bien, aunque al principio estaban todos cagados, como correspondía a gente de juicio. La costa de Restinga, desde donde les tiraban, es más bien árida y pre senta accidentes donde el enemigo podía apostarse bien. Los días malos debía ser un infierno, pero los buenos podía uno volver un ojo al mar y relajarse ante la vista; todo lo que pueda relajarse uno junto a una ametralladora en un nido de sacos terreros puesto encima de un tren.

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