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En la calle de los Héroes de Alcántara hay una placa conmemorativa reciente:

Abarrán, Igueriben, Anual, Izumar

Cheif, Igan, Monte Arruit, Zeluán, Nador

Lxxv

Aniversario de la Gesta Heroica

de los Cazadores del Regimiento de Caballería

Alcántara y en honor a los soldados de la

Comandancia General de Melilla

que entregaron sus vidas por la patria

en las operaciones de julio y agosto

de 1921

En Monte Arruit, poco antes de la rendición, mandaba el regimiento el teniente coronel Fernando Primo de Rivera. Mientras caracoleaba con su caballo y sus pocos jinetes supervivientes delante de los rifeños que sitiaban la posición, un obús disparado por uno de los cañones arrebatados a los españoles le dejó malherido. Hubieron de amputarle el brazo con una navaja y sin anestesia, pero eso no detuvo la gangrena ni a la postre le evitó la muerte. No pudo así disfrutar del largo cautiverio que tuvieron los pocos defensores de Monte Arruit, principalmente oficiales, que no fueron pasados por las armas tras deponer las suyas. Aquellos prisioneros volvieron a Melilla una oscura tarde de enero de 1923, después de que el millonario vasco Horacio Echevarrieta, amigo de Indalecio Prieto y de los alemanes Mannesmann (en opinión de algunos, los dueños secretos del Rif y sostenedores económicos de su rebelión), entregara al líder rifeño Abd el-Krim el rescate que el Gobierno español se había negado hasta entonces a asumir. El precio que pedía Abd el-Krim por aquellos centenares de españoles, cuatro millones de pesetas, debía parecer excesivo al por tantas razones inolvidable Alfonso Xiii (ocupado, aquel día de enero de 1923, en una montería en Doñana). Según se dijo, al conocer la cifra había mostrado su gracejo asombrándose de lo cara que estaba la carne de gallina.

Pero la placa no recuerda la gangrena ni las mutilaciones, ni el cautiverio ni la indiferencia de aquel ocioso hijo de papá, sino la gloriosa gesta de los cazadores de Alcántara cabalgando alegremente entre cañonazos. Y despacha una genérica ración de honor para todos los muertos en las operaciones de julio y agosto de 1921, a quienes, si pudieran ver la placa, les parecería el más escandaloso de los sarcasmos que se considere un honor militar morir como ellos murieron y operaciones a lo que ocurrió en julio y agosto de 1921. Aquello fue una simple cacería. Los moros les disparaban desde las colinas y a medida que las tropas se replegaban las moras iban rematando a los heridos que quedaban tendidos sobre la tierra reseca. Ya que la vida no puede serles restituida, cuánto más juicioso habría sido ofrendar a aquellos muertos, en vez del honor que no tuvieron y nunca necesitaron, la justicia y la contrición nacional que merecen.

Al otro extremo de la calle de los Héroes de Alcántara hay una plaza desangelada, que en su lado septentrional limita con los muros de la antigua ciudadela. Cerca de la muralla, el consistorio, por no ser menos que cualquier otro consistorio del país, ha ensayado un parquecillo con farolas modernas y esculturas audaces. El conjunto desentona notoriamente con el descampado que ocupa un buen trozo de la superficie de la plaza y con los ajados edificios militares que delimitan gran parte de su perímetro. Cae el sol a plomo sobre la extensión desierta, y en el silencio de las seis de la tarde reina sin estorbos la estridencia de una música estilo máquina total. Sale de una discoteca situada en los bajos de un edificio nuevo, en la otra esquina de la plaza. Nos acercamos hacia allí para curiosear. Comprobamos que se trata de un local que debe de vivir de los soldados de la guarnición, profesionales y de reemplazo; al menos, todos los que se arremolinan en la puerta ostentan un corte de pelo característico. Entre ellos destaca uno con pinta de ser legionario y talla de gastador, que viste una camisa rosa desabrochada hasta el ombligo y unos luminosos tejanos ajustados color crema. Es de ésos a los que no conviene mirar demasiado, por el gesto temible, por la estatura y porque debe de pasarse los días haciendo ejercicio en la pista de entrenamiento. Parece esperar a alguien y en seguida se confirma esta impresión. Por la acera vienen dos chicas de veintibastantes años, no demasiado agraciadas ni esbeltas. Son acogidas por el grupo como si se tratara poco menos que de Ava Gardner y Sofía Loren en sus mejores tiempos y una de ellas se abraza al gastador. Uno de esos pensamientos malvados que ahora hay que silenciar me lleva a concluir que Melilla es el paraíso de las feas, donde ninguna mujer que no lo desee debe quedarse desparejada. Claro que también hay que tener el coraje de entrar en esa discoteca, repleta de soldados hambrientos. Resultan conmovedoras estas valerosas novias de la Legión, que comparten su suerte con los herederos de aquellos desheredados que caían como moscas en la vanguardia de todos los asaltos o morían como chinches en los peores blocaos. Y resultan también conmovedores los legionarios mismos, los de ahora y los de entonces. Para ellos no hay más premio que las mujeres que nadie desea tener y la fraseología hueca e insensible de los redactores de placas conmemorativas.

Nuestro intento de entrar en Melilla la Vieja por una de sus puertas más famosas tropieza con una verja candada y un letrero que avisa de unas obras de restauración que impiden pasar por allí. Rodeamos por la parte occidental y acabamos en un muro que da a la pequeña ensenada de los Galápagos. Coincidimos con una pareja marroquí, a la que estropeamos la intimidad. Apartándonos lo más posible, nos sentamos al pie de un baluarte rematado por una garita cilíndrica. Enfrente se ve uno de los salientes de viva roca sobre los que se levantó la fortaleza, un acantilado blanco apenas colonizado por algunos matorrales pardos y rojizos. Coronándolo hay una fortificación sobre la que está izada, sin ondear por la total falta de viento, la bandera rojigualda que atestigua, hoy apaciblemente, la continuidad de la resistencia. A la izquierda atisbamos una playa que no parece nada limpia y en la que sólo se bañan unos chicos que juegan a tirarse desde las rocas. Imagino que en esa misma playa, protegida en el fondo de la ensenada y rodeada de fortificaciones, distraían en otros tiempos su ocio los habitantes de la ciudadela, con la mirada perdida en el horizonte tras el que estaba España, a donde muchos no podían regresar. Imagino, también, que esa playa era a la vez el único esparcimiento y la única entrada posible de avituallamiento y refuerzos en los largos días de los asedios. Es un paisaje bello y tranquilo en el que el visitante se entretiene a gusto.

Seguimos buscando la entrada a Melilla la Vieja y nos colamos en un cuartel de la Policía Nacional que han habilitado en uno de los baluartes exteriores. Un policía al que sacamos de su siesta nos indica que la única manera que tenemos de entrar es dirigirnos hacia el este y pasar por una de las entradas normales. Obedecemos sus indicaciones y al fin conseguimos atravesar los muros que llevamos un rato contorneando estúpidamente. Una sombra fresca nos acoge. Acabamos de conseguir con un pequeño rodeo lo que en quinientos años de sangre y pólvora no consiguió el infiel. Estamos dentro de la ciudadela.

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