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Desde el cementerio vamos a recoger a mi tío. Le cedo la plaza de conductor y hacemos un recorrido por la ciudad y los alrededores. Vamos primero hasta el palacio real, un gran recinto amurallado con vastas praderas interiores al sur de la ciudad. El cinturón de las murallas es imponente, pero su lujo interior nos resulta empalagoso.

Después de dar una vuelta por el barrio universitario, salimos a la autopista y bajamos hasta Temara, a unos veinte kilómetros al sur, para volver luego por la carretera de la costa. Al sur de Rabat hay una sucesión de envidiables playas de arena dorada, llenas de bañistas y dotadas de buena infraestructura turística. A partir de mediodía aprieta el calor. Ya que hemos venido pertrechados con bañador y toallas, hacemos un alto para darnos un remojo. El ambiente en la playa, casi en su totalidad local, contrasta con la realidad del Marruecos profundo que hemos atravesado en días pasados. Abundan los bikinis (aunque tal vez es mayoritario el bañador de una pieza) y suena música moderna en los altavoces del chiringuito. Es una playa como cualquiera del otro lado del estrecho, con la diferencia de que aquí ninguna mujer se permite la audacia del topless. El Atlántico de estas costas, puro mar abierto, anda hoy sacudido por un respetable oleaje, aunque el agua no está demasiado fría.

De vuelta hacia Rabat pasamos por una playa con cierta historia. En ella, según nos cuenta mi tío, fueron fusilados algunos de los ejecutores del primer golpe de los militares rifeños contra Hassan II, el que tuvo lugar el 10 de julio de 1971, durante una fiesta que dio en su palacio de verano de Sjirat. Una fuerza de 1.400 cadetes asaltó el palacio mientras el rey celebraba su 42º aniversario con más de un millar de invitados. Mi tío, que por aquel entonces era policía, estaba en esa fiesta formando parte de la escolta de un ministro ruso, y se salvó de la escabechina (100 muertos y 200 heridos) de forma tan milagrosa como el propio rey. Los fusilamientos de la playa, que también presenció, tuvieron lugar al día siguiente, por orden del general en jefe del ejército, Ufkir. Luego se supo que esa prisa se debía a que el propio general estaba implicado, pero no lo descubrieron hasta un año más tarde, cuando intentó matar otra vez al rey derribando su avión con una escuadrilla de cazas. También a eso sobrevivió Hassan II, en el colmo de la suerte. Oficialmente, Ufkir se suicidó al día siguiente de la intentona aérea.

A la entrada de la ciudad, llegando desde la costa, vemos un edificio de aspecto bastante siniestro. Mi tío nos explica que era una cárcel.

Y una cárcel bien dura. Ahora hay una nueva.

No queremos imaginar cómo debía de vivirse dentro. Recordamos involuntariamente a los vendedores de hachís de Ketama y al guía ilegal de Fez.

Comemos en casa, un rato que dedicamos sobre todo a actualizar las noticias familiares. Durante la sobremesa vemos un poco la televisión, un rito que creíamos ya olvidado. En casa de mis tíos hay parabólica orientable a varios satélites y es posible ver casi cualquier cadena del mundo. De España les llega a veces la televisión normal, pero la mayor parte del tiempo tienen que contentarse, para su infinita desdicha, con el canal internacional de la televisión pública. Con eso pueden ver el telediario y están más o menos al tanto de lo que ocurre en el país. Pero el resto de la programación es de un sadismo casi inconcebible. Podemos comprobarlo en un avance de programación que incluye, entre otros tormentos, culebrones, concursos y zarzuela.

– Menuda mierda -dice una de mis primas, indignada-. Condenaría al que elige los programas a vivir en el extranjero.

Por la tarde vamos con mi tío y mi prima menor a visitar la necrópolis de Chellah, al sudeste de la ciudad. Es un recinto de sólidos muros, al que se accede a través de una formidable puerta amurallada flanqueada por dos curiosas torres almenadas de planta octogonal. La necrópolis ocupa el lugar de la romana Sala, cuyas excavaciones pueden verse sólo desde lejos, sobre la ladera descendente que queda encerrada en el interior del gran perímetro amurallado. La fortaleza actual data del siglo Xiv, pero la zona había sido antes cementerio de los sultanes benimerines y Abu Yusuf Yacub había hecho levantar en ella una modesta mezquita. De ella hoy sólo quedan algunos restos, tras haber sido destruida por un terremoto. Paseamos entre sus muros semiderruidos y podemos admirar algún arco con restos de policromía y el diminuto minarete rematado por un gran nido de cigüeñas. También vemos la medersa, con su pequeño estanque central para ayudar a la meditación, y junto a ella los muros de las celdas de los estudiantes y las bien conservadas letrinas. Pero quizá el lugar más sugerente de la necrópolis es la tumba de Abu el-Hassan, el "Sultán Negro". Es una pequeña estancia de la que apenas quedan en pie un par de muros. En el suelo hay dos lápidas estrechas y alargadas, como suelen serlo las musulmanas. Una es la del sultán y la otra la de su esposa europea convertida al Islam. No he podido averiguar de dónde era exactamente esa mujer cristiana que en el siglo Xiv vino a ser sultana de Marruecos y acabó enterrada en Chellah. La curiosidad reprimida e insatisfecha se traduce en una extraña sensación ante su tumba.

También en Chellah hay un lujurioso jardín regado con las aguas del manantial Ain Mdafa, que surge en la propia necrópolis. Está bien cuidado y proporciona un gran alivio refugiarse en la profundidad de su sombra impenetrable. En el lugar mismo del manantial hay una pequeña piscina en la que nadan enormes anguilas negras. Entre las aguas se ven restos de los huevos que les echan para alimentarlas. Corre la leyenda de que el agua del manantial tiene propiedades mágicas y también de que las anguilas son sagradas. Cerca hay un oratorio en el que dicen que rezó una vez Mahoma. Nadie puede asegurarlo, pero la sola leyenda valió para que peregrinar aquí fuera en tiempos sustitutivo de la peregrinación a La Meca. Los marroquíes combinan siempre la credulidad ante las leyendas con su inmediata explotación pragmática.

Después de Chellah hacemos una rápida visita al museo arqueológico, donde completamos lo que vimos en Volúbilis. Los mejores tesoros de la antigua ciudad romana están aquí, y entre ellos sus célebres bronces: el Efebo que sirve una bebida, el Perro de Volúbilis y el delicado Efebo coronado de hiedra, la auténtica joya del museo. También hay bustos y estatuas de Juba II, el romanizado soberano del reino bereber de la Mauritania, instaurado en el norte de África tras la caída de Cartago. El museo no es demasiado grande, apenas una especie de caserón blanco de un par de plantas. Querríamos verlo todo con más detenimiento, pero hemos llegado justo cuando estaba a punto de cerrar. No hay más visitantes que nosotros y los vigilantes nos están haciendo el favor de mantenerlo abierto más allá de la hora. Les damos las gracias y una propina y salimos a la calle con el recuerdo fugaz y amalgamado de esas raras piezas de la sensibilidad clásica que quedaron olvidadas bajo la tierra de la Berbería.

Tenemos intención de hacer algunas compras y con ese pretexto aprovechamos para conocer la medina. La medina de Rabat no está tan primorosamente encalada como la de Xauen, pero tampoco es tan angosta, oscura y medieval como la de Fez. Abundan los comercios más o menos modernos y las joyerías, que recorremos en busca de alguna pulsera de oro para las mujeres que aguardan nuestro regreso. Las joyas de oro en Marruecos son macizas, y su precio no viene marcado de antemano pieza a pieza, sino que se determina tras pesarlas en la balanza en función de la cantidad de metal. Dicen que esto tiene que ver con la manera tradicional de guardar las mujeres marroquíes sus ahorros: los convertían en oro que llevaban siempre encima. La liquidez de este rudimentario instrumento financiero era sin embargo suficiente, porque en Marruecos el oro se compra y se vende con facilidad y su precio está muy ajustado. Al final compramos una pulsera de las más finas, que son las únicas que no valen una fortuna. No es un oro de una pureza extrema, pero el trabajo resulta meritorio.

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