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Una de las calles más destacadas de la medina de Rabat es la Rue des Consuls. Es una calle peatonal, algo más ancha que las demás, y va desde la Gran Mezquita de los Andaluces hasta la Kasba de los Udaia. Toda su longitud está ocupada a ambos lados por las tiendas más diversas. A la caída de la tarde, cuando la recorremos, hay un intenso tráfico de transeúntes. Observándolos, confirmamos la impresión que dejara escrita acerca de los habitantes de Rabat de 1804 el catalán Domingo Badía: "Son vi vos, inteligentes y mucho más especuladores que los de otras ciudades". Nos llama por otra parte la atención una imagen peculiar que se repite varias veces: una pareja de hombres jóvenes que caminan cogidos de la mano. Mi prima nos asegura, muy divertida, que no son mariquitas (usa esa palabra). Es una costumbre que tienen aquí los amigos. Entre otras cosas, sirve para no separarse cuando se atraviesa una calle ocupada por la multitud.

Hemos quedado con mi tía y mi prima mayor ante la Kasba de los Udaia, en el extremo septentrional de la ciudad. Esta alcazaba o ciudad fortificada, que se levanta exactamente en el lugar donde estaba la rábida de donde viene Rabat, data en su mayor parte del siglo Xii. Debe su nombre a una tribu árabe bastante belicosa y levantisca, que tras un largo periplo por el norte de África, desde el Sáhara hasta Fez, fue expulsada de esta ciudad y acabó por instalarse en la vieja fortaleza almohade, que tomó desde entonces su nombre. La kasba fue desde el siglo Xvii, cuando se instalaron en ella los moriscos expulsados, el centro de la república pirata del Bu Regreg o de las dos Salé (la Vieja, hoy Salé, y la Nueva, hoy Rabat). Disponer de este magnífico bastión asomado sobre el Atlántico contribuyó a extender la fama de irreductibles de los corsarios de Salé. Las potencias europeas, hartas de sus correrías, tenían que resignarse a soportarlas y hasta hubieron de negociar con los piratas, porque ninguna se consideraba en condiciones de tomar su invulnerable fortaleza. Incluso el sultán, que se anexionó formalmente la república del Bu Regreg a mediados del siglo Xvii, se vio forzado a reconocerle amplia autonomía y a no nombrar más que un delegado nominal.

La kasba es quizá el sitio más privilegiado de la ciudad. Encaramada a un acantilado, asomada al océano y a la ría, desde ella se tienen las mejores vistas de Salé y de la propia Rabat. Junto a ella está el cementerio de el-Alu y los jardines Andaluces, lugar de paseo y esparcimiento frecuentado por los habitantes de la capital del reino. Cuando llegamos, a la caída de la tarde, abundan los paseantes y los que simplemente descansan sentados aquí y allá. El paisaje humano en Rabat es variopinto, mezcla de modernidad y tradición como la ciudad misma. Por la acera uno se cruza con mujeres vestidas a la vieja usanza marroquí, con chilaba de un solo color hasta los pies, capucha puesta y arreglada sobre la cabeza y pañuelo cubriendo la mitad del rostro. Pero también es posible, y nos sucede, tropezarse con mujeres que llevan tejanos y tops ajustadísimos, y que lucen el ombligo y sus eventuales opulencias con notable desembarazo. Y una tercera posibilidad, cada vez más frecuente, es la de las integristas islámicas, que también se apartan de la costumbre ancestral marroquí pero adoptando un atuendo bien distinto: chilaba o túnica hasta las rodillas, pantalones anchos y pañuelo en la cabeza tapando todo el cabello, hasta la raíz. Aunque llevan la cara descubierta, usan calcetines para cubrir el tobillo y no se ponen nada de oro, sólo plata. En los hombres también son perceptibles estas tres variaciones, pero en ellos las diferencias son menos acusadas.

De momento, todas las alternativas conviven pacíficamente, cada uno elige la suya y nadie le reprocha nada a nadie. Pero es notoria la aprensión con la que se observa el auge del islamismo radical. Pese a la represión oficial, se extiende como la pólvora, sobre todo en amplias zonas de las grandes ciudades, que fueron siempre lo más avanzado de Marruecos. Y se producen paradojas como la que nos refiere una de mis primas a propósito de una conocida suya, de posición relativamente acomodada, cuya familia se ha unido al nuevo fanatismo islámico. Mientras está en Rabat lleva obedientemente el atuendo prescrito, pero en cuanto se sube a un avión para ir a Europa se mete en el aseo y allí se pone sus pantalones más apretados y su blusa más provocativa y se maquilla con furia.

Entramos en la kasba por Bab-el Udaia (la puerta de los Udaia), un robusto añadido a la alcazaba originaria que data probablemente de la época de Yacub al-Mansur, el constructor de la torre Hassan. Recorremos unos exquisitos jardines y nos internamos en la kasba. Es un trazado irregular de estrechas calles empinadas que se entrecruzan entre casas blanqueadas con esmero. El suelo está adoquinado y limpísimo, como en uno de esos pueblos andaluces donde las mujeres lo barren todas las mañanas. El aire de la kasba es en efecto genuinamente andaluz, en algunos aspectos muy semejante al de Xauen, vestigio incuestionable de los moriscos españoles que aquí se instalaron. Sin embargo, hay también algunas diferencias importantes. De vez en cuando se abre un trozo de horizonte entre dos edificios, y entonces aparece el azul del Atlántico o el ocre de las murallas tras las que se extiende el paisaje urbano de Rabat. La kasba parece una ciudad separada de la ciudad, con su propio ritmo vital, bastante más apacible y reflexivo. Mientras paseamos por las calles vemos, a través de algunas ventanas, interiores de casas lujosamente decorados. Mi tío nos explica:

– En la kasba viven muchos europeos ricos. Gente mayor, sobre todo. Es un sitio muy tranquilo y el clima aquí en Rabat es suave.

Desde luego, como lugar de retiro no tiene precio. Es gracioso a su modo que la vieja ciudadela de los piratas que saquearon los barcos de Europa durante siglos sea ahora refugio de jubilados europeos. Desde estos bastiones avizoraban los centinelas la llegada de posibles atacantes y el regreso de las naves propias cargadas con el botín de sus correrías. Cuentan que el último barco que abordaron, en mil ochocientos y pico, fue un barco del imperio austrohúngaro, en mitad del Mediterráneo. Veinte años antes, Domingo Badía había sacado la impresión de que ya sólo quedaban en Rabat cuatro o cinco capitanes preparados para llevar navíos de gran porte. Lo del barco austrohúngaro pudo ser la postrera hazaña de alguno de aquellos capitanes, y a fe que resulta un bello colofón para una república de piratas berberiscos. Hoy es posible que algún jubilado austríaco vigile desde la Kasba de los Udaia la llegada de otras naves. Es otra clase de amenaza y otra clase de reducto. Se me ocurre que hay un momento en la vida en el que uno debe considerar con rigor cómo quiere que sea la luz que vea y el aire que respire antes de morir. No es una decisión cualquiera, porque quizá sea ése el momento en el que menos apetezca tener alrededor un ambiente deprimente. Puedo comprender a quienes vienen a retirarse aquí. Si yo fuera un europeo del norte, elegiría probablemente terminar bajo esta luz africana y este aire oceánico de la Kasba de los Udaia.

Tomamos un té a la hierbabuena en una terraza de la kasba que da a la ría y a Salé. La tarde está en ese punto perfecto de color y temperatura en el que uno se siente a gusto, sin la más mínima perturbación. Es uno de esos instantes en los que uno querría que se quedaran congeladas sus sensaciones, uno de esos trozos perfectos de verano de los que se alimentan todas nuestras nostalgias invernales. Las luces de Salé empiezan a encenderse, mientras la brisa atlántica acaricia la piel y los pulmones. Nuestros vasos de té reposan sobre una mesita azul y nosotros estamos sentados en un banco de obra cubierto de pequeños azulejos y en taburetes también azules. Nos atiende un camarero con fez rojo, rápido y dicharachero, que nos transmite con cada uno de sus ademanes esa sensación de sutil agasajo que produce la hospitalidad musulmana. No se tiene sensación de exotismo, sino de familiaridad.

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