Mientras nos secamos panza arriba sobre la arena, disfrutando de esa inactividad suprema que sólo así, yaciendo al calor del verano, es factible alcanzar, reparamos en una singular presencia bajo la sombrilla contigua. Es una mujer de unos veintiocho o veintinueve años, rubia teñida y de aspecto pulcro. Lleva un bañador rosa y contra el tejido destaca el intenso bronceado de su piel. Pero no se ofrece al sol, como nosotros ofrecemos imprudentemente nuestra palidez unánime. Está confinada en el círculo de sombra de su quitasol y observa el horizonte marino, casi inmóvil. Hay una expresión de desánimo y despecho en su mirada, como si estar aquí, sentada sobre su toalla contemplando el mar, no fuera ningún descanso sino la queja y el reproche que dirige no se sabe muy bien a quién. Al cabo de unos minutos, se levanta y va a mojarse, sólo hasta el cuello. Vuelve en seguida y se sienta otra vez a la sombra, desde donde continúa observando tozudamente el mar, sin moverse, sin leer una revista, sin darse crema, sin hacer nada.
No es necesario ser detective para averiguar, por el aire y la actitud, no pocas cosas de la vida de esta mujer. Es más que probablemente hija y consorte de militares. Su marido, como su padre, es oficial, y de la convivencia con ambos le viene ese aire un poco displicente y esas pretensiones de distinción que materializa, entre otros rasgos, en el teñido rubio de sus cabellos. Nadie puede recriminarla por ese aire ni por esas pretensiones, o al menos no seré yo quien lo haga. Dentro de treinta años su marido podría ser general, como acaso lo sea ya su padre, y hay que comprender que en ella pesan sin remedio las impresiones que recibe el día de la patrona, cuando todos van vestidos de gala y se invita a las mujeres de los oficiales al cuartel. Ese día, y otros, ha visto a los soldados cuadrarse y saludar a su marido, y mirarla a ella con una mezcla de codicia e intimidación mal disimuladas. Porque es una mujer vistosa, aunque un poco fría, y porque en Melilla los soldados tienen tiempo de echar muchas cosas de menos.
Hay dos posibilidades para que la mujer del oficial esté hoy sola en la playa: puede ser que su marido esté de servicio, o que no haya querido venir. En cualquiera de las dos hipótesis es fácil entender su disgusto. A la mujer debe halagarla haber conseguido casarse con un oficial (las mujeres de los militares, sobre todo si también son hijas de militares, tienen a menudo una idea tradicional de la vida y asumen con soltura y vanidad los galones del marido). Lo que ya no es tan seguro es que se sienta feliz de estar en el agujero de Melilla, sin otro entretenimiento que la maldita playa ni más alternativa que ponerse morena aunque no se exponga al sol. Si encima tiene que venir sola, sea cual sea la causa, cabe imaginar que su corazón, mientras mira obstinada el mar, fluctúa entre la amargura y el resentimiento. Quizá sueña con el día en que a su marido lo destinen a un lugar completamente distinto, Galicia o Madrid o un regimiento de montaña en los Pirineos; algún sitio donde ella pueda coger el coche e irse de compras o de excursión, sin tener que atravesar esa frontera tras la que acecha la miseria y también, a una europea rubia (aunque sea teñida), la obscena y fija atención de los moros.
Me extraña que la mujer del oficial venga aquí, a la playa pública, en lugar de ir a algún club de oficiales. Tampoco sé si queda alguna parte de la playa acotada para la aristocracia militar de la ciudad, como la había en los tiempos de esplendor, si se les puede llamar así. En cualquier caso, hay algo heroico en esa mujer sola que viene a sentarse aburrida delante del mar, en la playa donde se baña cualquiera, desde los ruidosos y desvergonzados chavales moros hasta los legionarios francos de servicio. Siempre parece, por su relación con la fertilidad, que la mujer es mejor símbolo de cada tierra que el hombre. Se me ocurre que esta mujer triste y orgullosa es un buen símbolo de la España que vive aquí en Melilla, empeñada en defender una posesión y quizá también la memoria de los muertos, pero que para ello debe renunciar a las alegrías y las ilusiones que sólo los anchos territorios a los que en realidad pertenece pueden alimentar.
Decidimos comer en un chiringuito frente a la playa. Nos esperan largas jornadas por el interior de Marruecos, en las que vamos a echar de menos, suponemos, el frescor de esta brisa. Pedimos pescaíto y chipirones, ensalada, cerveza. Los precios son prohibitivos, pero a partir de mañana podremos comer a precios marroquíes y compensar. Alargamos la comida en la apacible tarde melillense, hablando de futuras etapas del viaje. Los tres percibimos que en nuestro itinerario, esta primera jornada de Melilla es una especie de ficción, una cámara de descompresión artificialmente interpuesta entre dos mundos sin otra finalidad que suavizar el tránsito. Pero todavía nos queda toda la tarde, y algunos planes que ejecutar aquí.
A unos veinte metros, en una de las duchas, se refrescan unos chavales. Es un grupo heterogéneo de chicos y chicas, entre siete y quince años. Algunos de ellos parecen hermanos entre sí, y cuando uno se fija advierte que todos son magrebíes, aunque su piel no es demasiado oscura. La mayor de todos es una chica alta y atlética. Anda ocupada en limpiar de arena a todos los pequeños, tarea que desempeña meticulosamente, sobreponiéndose a la rebeldía de la chiquillería que va pasando por sus manos. Cuando todos han quedado limpios, se encarga de secarlos con toallas. Es una ceremonia en la que se mezclan la higiene y el juego, tanto por parte de los otros como de ella misma. Se dejan oír sus risas en la quietud de la tarde, y se improvisan persecuciones en la que siempre es ella, la chica alta, la que se sale con la suya. Una vez que ha terminado con los otros, se dedica a su propio aseo. En la ducha de al lado hay otra chica un par de años más joven y unos veinte centímetros más baja. Ambas se salpican de vez en cuando y se intercambian bromas en su idioma, al tiempo que se frotan con largueza y aplicación. A decir verdad, la ducha se prolonga demasiado para obedecer simplemente a propósitos de limpieza. La chica alta se empapa la cabeza y se retuerce su rizada cabellera negra una y otra vez. Después deja que el agua corra por su espalda, por su vientre, por sus interminables muslos, restregándose voluptuosamente. Pese a su evidente juventud, sus formas femeninas son de una rotundidad infrecuente, que resultaría difícil pasar por alto al más casto e indiferente de los ascetas. Lleva un biquini más que audaz, y la prenda y sus fricciones contrastan con la travesura infantil de sus jugueteos anteriores. Para nuestros prejuicios de europeos, habituados a pensar en la mujer musulmana siempre envuelta en largas ropas que la ocultan, la visión de esa desvergonzada y plácida pantera adolescente resulta profundamente chocante.
El espectáculo se prolonga varios minutos más. Cuando se da por satisfecha, se reúne con el resto de los chavales y vienen todos hacia el chiringuito. Pasa a escasos metros de nosotros, envuelta en su toalla, y saluda al camarero con cierta familiaridad antes de desaparecer al otro lado.
Creo percibir algún parecido entre los dos. El camarero es un marroquí de mirada astuta y verborrea maliciosa, que nos cobra la desmesurada cuenta con la misma desenvoltura con que nos ha servido. Con nosotros usa un español impecable, pero para hacer sus pedidos a la cocina ametralla el aire con las consonantes rápidas y bruscas de su idioma.
Poco más tarde, de regreso al hotel por las soleadas calles de Melilla, medito sobre la drástica diferencia que existe entre la mujer teñida de rubio que languidece sobre la arena y la contundente muchacha que ríe y resplandece bajo la ducha. Para ésta Melilla no es un infierno y una consunción, como para la otra, sino el paraíso donde florece el regocijo y alumbran las promesas de su juventud restallante. Si la española es una perdedora del sorteo, la joven marroquí es todo lo contrario, una ganadora del primer premio con que sueñan sus compatriotas. Al menos mientras su padre pueda seguir cobrando en pesetas a los españoles, y mientras ella pueda seguirse duchando al sol con su biquini ajustado. Como la mujer del oficial, la marroquí se me antoja un símbolo, pero en este caso del África que halla en Melilla refugio y redención. Lo paradójico es que la misma frontera que le sirve de jaula a la primera es la defensa precaria de la prosperidad y la libertad de la segunda. Si no existiera esa frontera, si Melilla hubiera caído en uno cualquiera de todos los asaltos que la morisma intentó en cinco siglos, la melancólica mujer del oficial sería libre en cualquier ciudad de la Península y quizá no existiría ninguna oportunidad para la muchacha.