Eduardo tiene el capricho de una rosa del desierto. Hay una tienda que exhibe una media tonelada de ellas, amontonadas. Casi todas son de poca calidad y le cuesta encontrar una en condiciones. En seguida viene la disputa por el precio. Hamdani se percata y media en la transacción. La rosa termina saliendo por cerca de un tercio de su precio original. La negociación es un espectáculo digno de presenciarse. El comerciante es envolvente. Coge a Hamdani por el cuello, se ríe, protesta, lloriquea, grita. Hamdani está quieto y le mira fijamente con sus pequeños ojos de hombre del desierto, encajando todas sus bromas y haciendo otras en su árabe sutil y cadencioso, sin dejar de sonreír pero sin aflojar nunca.
Cuando la rosa ya está en poder de Eduardo, Hamdani observa:
– Les aconsejo que me dejen a mí discutir el precio. Yo sé lo que valen las cosas, así que a mí no pueden engañarme. Hay gente que no cobra a los extranjeros lo que debe, que es sólo lo justo. Los que quieren cobrar más lo estropean todo. Pero conmigo no van a intentarlo.
Me meto en una tienda desierta y desobedeciendo a Hamdani compro, sin pelear su precio, tres cajas de metal con tapa esmaltada. Me parece un poco indigno regatear para bajar una cifra de veinte dirhams, unas trescientas pesetas. Las cajas, ovaladas y de poco más de cuatro o cinco centímetros de largo, tienen un aspecto bastante mugriento. Las cojo precisamente por ese aspecto, que me sugiere alguna probabilidad (dudo que alta) de que sean de producción autóctona. La idea que se me ha ocurrido al verlas es que en ellas guardaré la tierra roja de Annual. Me parece un bonito fetiche, que junta Annual y Xauen, los dos grandes descalabros españoles. Al salir del comercio, Hamdani me pregunta qué he comprado. Le enseño las cajas y enarca imperceptiblemente las cejas.
Las enarca más al saber el precio.
– Es sólo un recuerdo -aclaro-. No importa que no sean bonitas.
Para mí lo son, pero he oído a Hamdani ponderar el brillo de la plata y ya sé que estas tres birrias grisáceas se sitúan por debajo de su idea de belleza.
Antes de volver hacia el hotel, reservamos mesa para cenar en uno de los restaurantes que tienen terraza puesta en la plaza, enfrente de la alcazaba y la mezquita. Va perdiendo fuerza el sol y la blanca pared de la mezquita se hace anaranjada, como si de pronto empezase a disolverse la cal dejando al descubierto el ocre de debajo, el mismo que el del minarete o los cercanos muros de la alcazaba. Más allá, el cielo deriva suave y lentamente a una tonalidad violeta y se hace más rotunda la montaña. Los viejos siguen sentados en el banco al pie de la mezquita, con las piernas cruzadas bajo sus pardas chilabas, observando escépticos a los turistas (chavales de negras camisetas, chicas con imprudentes shorts) que turban la paz de Xauen.
De vuelta al hotel, se nos une lo que parece un nuevo pedigüeño. Viste una gandora blanca y sucia y aparenta unos veinticinco años. Es simpático, un poco desdentado, y habla un castellano arrastrado pero fluido. Al cabo de un rato de sondeo que repelemos co mo mejor podemos, anuncia:
– Hierba buena, chocolate chachi, chachi piruli. Te lo doy barato -y se lleva dos dedos a la boca como si fumara. Acto seguido mira adelante y atrás y se saca una china tamaño familiar de debajo de la gandora.
– No, muchas gracias -le digo.
Prueba con Eduardo y con mi hermano, con el mismo resultado. Algo le desconcierta en nuestra negativa. Menea la cabeza y se para.
– ¿No quieres, español? Chocolate, hashish, ¿entiendes?
– Sí, pero no, gracias -insiste mi hermano.
El marroquí se echa a reír.
– ¿Y para qué aquí en Xauen, si no hashish? Verdaderamente no lo comprende.
Cómo puede bajar un español a Xauen sólo para hacer turismo, si en Xauen no hay nada, más que la miseria que él ve todos los días. Un poco después, cuando ya se ha resignado a no vendernos y nos acompaña sólo por el placer de pasear, nos lo cuenta:
– Aquí en Xauen mal todo, sólo chocolate para vivir, malo trabajo, muy malo, Marruecos pobre y hambre.
Mierda, ¿sabes, amigo? Asentimos. Después de eso nos da la mano y se aleja dando saltos, con las manos metidas bajo la gandora y cantando algo en árabe. Seguramente va en busca de algún español que no esté tonto y quiera comprarle.
Dejamos a Hamdani en el hotel. Como no estamos cansados, decidimos dar un paseo por la medina hasta la hora de la cena. Entramos sin gran precaución en el laberinto de callejas y callejones y nos complacemos en caminar sin prisa por su suelo nevado de cal. A veces el callejón muere sin más en una puerta celeste y hay que dar media vuelta. Otras veces, algún residente que nos ve tomar un camino cegado nos advierte, compasivo y atento, aunque no por eso dejamos necesariamente de llegar hasta el final. Encontramos un deleite antojadizo en desembocar en los rincones más recónditos, pasando sin prisa bajo los arcos y siguiendo las estrecheces entre las casas. Todas tienen un número azul pintado sobre el dintel de la puerta principal, y delante de algunas hay chicos y chicas jugando o simplemente mirando a los viandantes. Nos ven pasar con mucha menos hostilidad que el niño que apedreó a mi hermano junto al hotel. En la medina están acostumbrados a que los turistas se pierdan y también a que lo fotografíen todo, porque cada rincón del blanco corazón de Xauen merece una instantánea, o incluso varias, una por cada matiz del azul que se va diluyendo en las fachadas a medida que va cayendo la tarde. Las chicas de Xauen miran sin disimulo y con un poco de suficiencia a los europeos, como si pensaran en el esfuerzo que les va a costar a los pobres incautos salir del dédalo de la medina. Al verlas me acuerdo de las musulmanas cubiertas y las hebreas ruborizadas que corrían a esconderse cuando se cruzaba con ellas el sargento Arturo Barea. Aunque cueste aceptarlo, de ellas descienden estas taciturnas muchachas en chilaba o tejanos que se ríen ahora de nosotros. Tienen la piel blanca y los ojos oscuros, y en ellos, todavía intrincada y poderosa, la luz antigua de la ciudad santa donde ningún cristiano osaba aventurarse.
Al final de un callejón, nos asomamos a una especie de terraza sobre la ciudad. Mientras el sol se pone sobre el horizonte, el valle se llena de misterio. Corre la brisa sobre nuestra piel quemada y nos quedamos aquí hasta que el atardecer termina de cumplirse en el último confín de la tarde. No lejos de donde estamos se ve una ventana abierta y en la habitación correspondiente un individuo rubio que va y viene arriba y abajo con un libro en las manos. De fondo suena la música de Pink Floyd, Wish you were here. Algún europeo atrapado por la ciudad. Xauen, un buen lugar para retirarse un par de semanas, un par de meses, un par de años o siempre.
Antes de que llegue la hora de cenar, subimos hacia la plaza. No tenemos muy clara su ubicación exacta, pero está claro que debe de estar hacia arriba. Avanzamos por los callejones que se vuelven añiles como la noche. Es una noche taimada, dulce y veloz. No nos cruzamos con nadie y doy en imaginar que a la vuelta de un callejón nos cierra de pronto el paso una figura fantasmal, envuelta en anchas ropas blancas. Podría ser un soldado de la guardia del Raisuni, que patrulla aburrido por los alrededores de su palacio. Podría ser el Baccali, paseando solo con su fusil mientras espera a los montañeses; podría tratarse también, del Jeriro ya vencido, que recorre por última vez Xauen mientras siente que la ciudad sagrada ya no le pertenece a él, sino a los victoriosos españoles que tarde o temprano van a asaltarla. Es fácil concebir ésta y otras fantasías, porque en seguida nos damos cuenta de que nos hemos extraviado. Creíamos que para volver sólo era preciso subir, pero llevamos quince minutos subiendo y no nos suena de nada el lugar donde hemos ido a parar. Por el aire y el aspecto podría ser un rincón de Sevilla o de Córdoba. En cualquier caso, parece una plazoleta española, de esa España medieval que recordó aquí Barea. Para reconstruir sus impresiones, sólo faltaría que se deslizasen junto a las paredes los hebreos temerosos y que nos mirasen de arriba abajo los moros altivos. La noche se cierra sobre nuestras cabezas y buscamos en vano a nuestro alrededor. Todo está mudo y quieto: el cielo morado, las paredes azules, las luces anaranjadas de los faroles. Pero la sensación de estar perdidos resulta reconfortante, porque sentimos que aquí, en la desierta plazoleta del laberinto blanco, queda aún algo de aquella vieja Xauen misteriosa que violaron nuestros abuelos. En nuestra fantasía surge ahora su imagen, la de los hombres de Castro Girona que pudieron pisar por primera vez esta plazoleta, allá por 1920. Aquellos campesinos andaluces o castellanos debían avanzar por la medina atentos y prevenidos. No era cosa de correr la misma suerte que aquel compañero demasiado atrevido que había acabado con un tajo de gumía en la garganta.