Beni-Serual es hoy una tierra especialmente deprimida. Sus pueblos, tan pequeños que ni siquiera aparecen en los mapas, ofrecen un aspecto bastante mísero. Las casas son de adobe con tejado de chapa, y la carretera está en tan mal estado que a duras penas podemos superar los cincuenta kilómetros por hora. A lo largo del viaje adelantamos carros tirados por mulos y viejas furgonetas en las que viajan cantidades increíbles de personas. El paisaje resulta de veras desolador, y sobre él cae a media mañana un sol de justicia bajo el que se afanan hombres cansinos y sufridos borricos. No hemos recorrido en el Rif otra zona que parezca vivir en condiciones tan precarias como ésta. Aquí no se ve ni un solo coche moderno, ni uno solo con matrícula europea. Ésa puede ser una de las claves de su pobreza. En Beni-Serual, no hay emigrantes que regresen con divisas.
– Y tampoco hay hashish -apostilla Hamdani.
Sobre estas llanuras y estas colinas despellejadas sufrieron de lo lindo los franceses en el maldito verano de 1925. Quizá por eso llegaron a la conclusión de que debían ayudar a los infelices españoles a acabar con aquella enojosa revuelta. Aquel verano tuvieron los franceses ocasión de escribir en estas tierras algunas páginas de ese desgraciado heroísmo que parecía reservado a los españoles. En Aulai, por ejemplo, los franceses resistieron durante veinte días al enemigo, que les bombardeaba con morteros y les arrojaba sobre el parapeto los cadáveres destrozados de sus compañeros (para que se pudrieran al sol ante sus ojos). En el Blocao n.o 7, un grupo de treinta soldados resistió un asedio de quince días. Al final fueron todos pasados a cuchillo. En Beni-Derkul, el inexperto teniente Lepeyre aguantó dos meses con sus soldados senegaleses esperando unos refuerzos que nunca llegaron. En otros puestos, las tropas indígenas se pasaron a los rifeños, tras masacrar a los oficiales. El ordenanza del teniente Condamine de la Tour mantuvo el cadáver de su jefe erguido sobre el caballo para que los soldados no aflojaran. Mientras se ofrece a nuestros ojos el calcinado escenario de BeniSerual, donde nada conforta la vista, comprendo un poco mejor qué clase de suplicio debieron de suponer aquellos atroces episodios. Con ellos empezaron los franceses a saborear el gusto amargo de la guerra del Rif, y aunque los políticos como Painlevé insistían cínicamente en que entre las bajas apenas había franceses de la metrópoli, pronto empezaron a alzarse voces contra el conflicto. Una de las más singulares fue la del surrealista André Breton, que saboteó un encopetado banquete en la Closerie des Lilas al grito de "¡Vive les Rifains!", ocurrencia por la que él y sus compañeros acabaron pasando la noche en la comisaría.
La carretera, con todo, no empeora de veras hasta que llegamos al Uerga.
En mitad del camino surge de pronto un paredón descomunal sobre el que hay una gigantesca inscripción en árabe. Hamdani traduce: "Dios, Patria, Rey". Es la presa de El Wajda (" la Unión "), recientemente construida por un consorcio hispano-ruso-italiano. La antigua carretera seguía por terreno ahora inundado, así que tendremos que rodear el embalse por una pista de tierra. Esto se dice pronto, pero cuando la pista ha subido lo suficiente como para que podamos contemplar el embalse, la visión nos deja estupefactos. En medio del desierto amarillo se abre de pronto un inmenso mar color turquesa, cuyos confines se pierden en el horizonte. El sol es tan fuerte que la mancha azul resulta borrosa, pero no cabe duda de que la presa es un remedio radical contra las irregularidades del caudal del Uerga. En adelante las crecidas se quedarán aquí, convertidas en una capa más de este océano interior. La reserva de agua es tan grande que abre nuevas perspectivas a la agricultura de la zona. Quizá se trate de la salvación de Beni-Serual.
Para nosotros, sin embargo, es un serio contratiempo. Al cabo de veinte interminables kilómetros la pista sigue subiendo y bajando por los montes. Nos tropezamos con un paseante y con algunos trabajadores que preparan la futura carretera que se construirá sobre la pista. Las indicaciones que nos dan se resumen en que no queda mucho para volver a conectar con la carretera, pero media hora después seguimos sufriendo con nuestro frágil utilitario por la pista inacabable. Queríamos llegar a comer a Fez, lo que a medida que la pista se alarga nos parece más difícil.
Por fin, desde lo alto de un monte, vemos la línea gris de la carretera. Salimos a la altura de Fez-el-Bali y seguimos sin demora hacia Fez. Bajamos a buena marcha hasta el río Sebu, en la región de Cheraga. En abril y mayo de 1925 las tropas de Abd el-Krim llegaron hasta estas alturas, a sólo treinta kilómetros de Fez. Como hizo en 1921 con Melilla, el líder rifeño rehusó tomar la capital del imperio, que estaba prácticamente a su merced. Durante el comienzo de la ofensiva contra Francia, había declarado que la guerra decidiría dónde estaba su frontera. A las puertas de Fez, comprendió que sus hombres podían tomar la ciudad, pero no defenderla frente a la artillería y la aviación francesas. Por eso se detuvo, pero después de la derrota lamentaría siempre aquella prudencia. Quizá si hubiera entrado en Fez el imperio habría conocido un sultán rifeño, y los europeos, aterrorizados, se habrían visto obligados a negociar. Mientras los rifeños se aproximaban, la población marroquí de Fez vivía sumida en la angustia. Todos conocían la reputación de los montañeses y el desprecio que sentían por los fasíes, a quienes consideraban afeminados. Hasta las mujeres montañesas que había en los harenes de Fez se comportaban desabridamente y miraban por encima del hombro a sus compañeras. Tampoco los de Fez trataban demasiado bien a los rifeños que llegaban a la ciudad por cualquier asunto. Pero esta vez no eran unos pocos, sino muchos rifeños. Sólo los europeos permanecían ajenos a todo. Cuentan que mientras los guerreros de Abd elKrim se acercaban, arrasando todos los puestos defensivos franceses, en los jardines de Fez resonaban las risotadas de las cocottes, ritmos de jazz y música de baile. Habría sido toda una sensación que alguna de aquellas fiestas hubiera sido interrumpida por una partida de beniurriagueles con sus turbantes blancos y sus chilabas pardas. Una edificante imagen que se perdió la historia.
Llegamos a Fez por el norte, o lo que es lo mismo, a través del macizo montañoso del Zalagh. Desde ese ángulo infrecuente, y desde la posición elevada que proporciona la carretera, Fez ofrece una estampa majestuosa. A lo largo del valle del río Fez, ante una llanura en la que la vista se pierde, se extienden las dos ciudades, la vieja y la nueva (el Balí y el Jedid). La vista hace recordar lo que escribió un antiguo viajero: "¿Cómo resistirse a la atracción de esta ciudad verde y gris, a la seducción de ese rostro de piedra que toma, cuando el cielo se cubre, la palidez de una pasión bruscamente detenida?". La ciudad, fundada a fines del siglo VIII por un descendiente del Profeta, Mulay Idriss, fue refugio de huidos de Al-Ándalus desde la época de los Omeyas de Córdoba, capital de los benimerines y centro espiritual de Marruecos a lo largo de los siglos. Según Benoist-Méchin, el viajero cuyas palabras acabo de recordar, en las calles de Fez uno se cruzaba a menudo con sus eruditos. Caminaban con pasos cortos y llevaban la cabeza cubierta con una capucha marrón o gris. Y a pesar de "sus ojos bajos y sus gestos púdicos", vivían "ebrios de saber, de música y de poesía".
A finales de 1908, en los jardines del palacio imperial de Fez, el sultán Mulay Hafid conversaba a menudo con Ahmed el Raisuni, el encantador bandido del Yebala. Los dos eran jerifes, esto es, descendientes del Profeta, y hallaban gran placer en aquella intimidad. Entre vaso y vaso de té con hierbabuena, el Raisuni disertaba elegantemente sobre las materias más dispares, desde la poesía galante a la teología, desde la filosofía a la estrategia. Uno de los temas favoritos era la yihad, la guerra santa. Cuenta Jean Wolf que una tarde, ante el Corán, los dos jerifes juraron que lucharían durante toda su vida contra los cristianos, sucediera lo que sucediera. Poco después, los franceses sitiaban en Fez a Mulay Hafid. En todo el imperio se movilizaron los súbditos en apoyo del sultán. El Raisuni, siempre cauteloso, mantuvo una ambigua resistencia en el Yebala. Por el contrario Ma el-Ainin, el sultán azul, señor del Sáhara y fundador en 1900 de la remota Smara, combatió ferozmente a los franceses, a quienes infligió severas derrotas. En 1910 Ma el-Ainin marchó al frente de sus hombres azules sobre Fez, en socorro de Mulay Hafid. Pero los franceses, al mando del general Moinier, le derrotaron y le obligaron a replegarse al desierto. El 21 de marzo de 1911, los hombres de Moinier entraron en Fez. Aquella soldadesca ni siquiera se privó de profanar el recinto sagrado de la gran mezquita Karauiyn. Los días del orgulloso imperio pertenecían al pasado.